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Política internacional
4 de enero de 1947
Si examinamos fríamente la batalla entablada en la diplomacia internacional hemos de reconocer, contra nuestro
deseo, la pobreza y falta de continuidad de la política de los occidentales ante la agudeza y firmeza de la diplomacia rusa. Es desolador comprobar cómo al cabo de un cuarto de siglo de régimen soviético éste continúa la línea tradicional de su política exterior, sin ninguna clase de desviaciones y sin que nadie en el interior estorbe ni desvíe la trayectoria fijada desde los primeros tiempos. Sus hombres, depurados por la revolución y por veinticinco años de disciplina comunista, saben que su fracaso entraña la muerte, y se entregan de cuerpo y alma a ejecutar los designios que les marca su Estado.
Frente a ello sólo vemos la inestabilidad, la mediocridad y la indecisión. Mientras Stalin no necesita consultas ni confianzas, los otros padecen la inestabilidad de la asistencia pública y están sujetos a los vaivenes, intrigas y maquinaciones de los grupos políticos predominantes, muchas veces vendidos a los enemigos de su propia nación.
Un ejemplo clásico de este orden lo tenemos en la gran nación americana, que ve malbaratada su victoria por la indecisión y la falta de autoridad de los encargados de regirla. Hemos asistido recientemente a un espectáculo lamentable, cual fue aquel que se dio en la Conferencia de París, y que costó su cargo de ministro al de Comercio americano. Entonces se acusó la vacilación de la política americana: mientras su representante negociaba, otro ministro, con conocimiento presidencial, parecía desautorizarle. El que la solución haya sido la normal en estos casos y la más grata al aliado británico no dejó de quebrantar la autoridad del gerente del departamento de Estado y hasta la propia presidencial.
¿Qué habla pasado entre bastidores? Es lo que tratamos de comentar. Las democracias, como las viejas Monarquías absolutas, tienen sus validos y sus Richelieu. Ya en tiempo del llorado Presidente Roosevelt existía el Richelieu americano. Entonces encarnaba el puesto aquel consejero privado llamado Harry Hopkins, que acompañaba al Presidente en casi toda su jornada y aun se le encargaban delicadas misiones de Estado. Hoy, muerto Hopkins, ha tenido un importante sucesor, de mucha menos discreción que el finado. Mientras del primero apenas si el mundo se enteró de su presencia, tales eran sus características de discreción, el segundo ha producido ya en el orden internacional más de un escándalo. El es el culpable de la dualidad y vacilación de la política exterior americana. El motivó el caso más acusado de desunión entre los países sudamericanos. Flota tras todas las tempestades, y cuando parece vencido lo vemos de nuevo acudir a la carga. ¿Cuál es el secreto del nuevo valido? El mismo que disfrutó, con mayor discreción y más capacidad, el antiguo consejero del Presidente malogrado. Harry Hopkins fue ayer el jefe y paladín de la escisión de la masonería americana; hoy es Braden, el multicapitalista rusófilo, el factótum de la misma masonería, que patrocina las ideas del consejero fallecido.
Y ésta es la razón de que entre la conveniencia de la nación y la política del titular del departamento de Estado se crucen intereses más poderosos, que acaban decidiendo en última instancia y a espaldas del país toda la política de aquel inmenso Estado.
Se aspira por medio de la masonería a reforzar la unión y dependencia panamericana. Braden es el artífice de la idea, y su poder es tanto que, no obstante el ruidoso fracaso de la batalla que entabló contra el régimen argentino y el informe gravísimo contra él que el presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado elevó a aquel organismo, su poder sigue siendo tan grande que hasta pudo darse el lujo de ser nombrado y declinar la presidencia de las reuniones panamericanas.
Este hecho tan importante de la política mundial, pero que, sin embargo, pareciera no deber afectarnos, repercute, no obstante, de una manera grave en nuestras relaciones con la gran nación americana. Dos cosas parecen estorbar a la maquinación de absorción americana: la fe católica que allí dejaron nuestros mayores y el carácter hispánico que caracteriza a las naciones alumbradas por nuestro descubrimiento, y por eso con la Iglesia Católica hay que borrar el prestigio de la vieja madre, desarticulándola en lo posible, por considerarla en sí un obstáculo a la torpe maquinación. Y toda la buena fe y la extraordinaria voluntad de España se estrellan ante este complejo en que España, sin la menor relación con estos hechos, paga las consecuencias; pero mientras esto ocurre, el comunismo, más hábil y preparado, aprovecha en su favor estas torpes batallas.
Esta política, realizada a espaldas y contra la voluntad del propio pueblo americano, empieza a despertar el recelo de los pueblos sanos de aquel continente, y es la que, malogrando los frutos de la victoria, caracteriza la política vacilante de aquella gran nación.
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