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Averroes

1. Vida y obras.

A. es la forma latina del nombre del más importante de los filósofos musulmanes, llamado en árabe Abü-l-Walid Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad Ibn Rusd. N. en 1126 en Córdoba (520 H.) y m. en Marrakech el 1198 (595 H.). Su familia gozaba de alto prestigio en los círculos jurídicos andaluces. Su abuelo destacó como qadi (juez) de Córdoba y como jurista. Su padre fue también qadi de Córdoba. Llegó a poseer unos conocimientos realmente enciclopédicos: derecho, medicina, astronomía y filosofía. Su maestro en el quehacer filosófico fue Ibn Tufayl, quien le presentó al sultán almohade Yusuf (hacia finales del 1168). En 1169 fue nombrado qadi de Sevilla; en 1182, a la renuncia de Ibn Tufayl, pasó a ser médico de cámara de Yusuf, y pocos meses después fue designado qadi de Córdoba como su abuelo y su padre. Con motivo de la reacción político-religiosa que condujo al sucesor de Yusuf, Ya´qub al-Mansur a la cruzada contra los cristianos, a los que venció en Alarcos (1195), A. perdió el favor real y fue desterrado durante veintisiete meses a Lucena, volviendo al favor del sultán pocos meses antes de su muerte.

La obra escrita de A. es extraordinaria y aún no ha sido estudiada ni clasificada totalmente. Comprende obras filosóficas, teológicas, jurídicas, astronómicas, filológicas y médicas, que pasan del centenar. Entre ellas deben destacarse: a) Los Comentarios al «Corpus aristotelicum», que comprende: 1. Los Comentarios menores (Yawami) a la Isagoge de Porfirio, al Organon, Retórica, Poética, Física, De Coelo et Mundo, De generatione et corruptione, Meteorológicos, De Anima, Metafísica, De partibus animalium, De generatione animalium y Parva Naturalia, de Aristóteles. 2. Comentarios medios (Taljisat) a la Isagoge de Porfirio. el Organon, Retórica, Poética, Física, De Coelo et Mundo, De generatione et corruptione, Meteorológicos, De Anima, Metafísica y Ética nicomaquea, de Aristóteles, ya la República, de Platón. Y 3. Comentarios mayores (Tafsirat) a los Segundos Analíticos, Física, De Coelo et Mundo, de Anima y Metafísica de Aristóteles. b) Los Comentarios a Ptolomeo, Alejandro de Afrodisia, Nicolás de Damasco, Galeno, al-Farabi, Ibn Sina e Ibn Bayya. c) El famoso Tahafut al-Tahafut (Destrucción de la Destrucción de la filosofía, de al-Gazzali. d) El tratado De Substantia Orbis. e) Tres importantes escritos teológicos: Fals al Maqal, Kasf´al-Manahiy y Damima; y e) El Kitab al- kulliyyat al-Tibb (Libro de las generalidades de la medicina).

2. Actitud filosófica.

A. representa la culminación dialéctica de la filosofía árabe, en el doble sentido del esfuerzo por realizar una sabiduría desde los principios teológicos del Islam, y en el de la búsqueda de la estricta filosofía representada por la obra de Aristóteles. Sin embargo, el muy merecido título de Comentator ha desfigurado la real imagen de A.; no sólo porque, aparte de comentador de Aristóteles sea también un extraordinario pensador original, sino, sobre todo, porque incluso bajo el aparente y real fervor aristotélico de A. late el principio fundamental de su pensamiento: leer a Aristóteles quiere decir hacer auténtica filosofía, no admitir otro magisterio que el de la razón, sea en sí misma, sea como resultado encerrado en el Corpus aristotelicum. Esta concepción conduce a A. a una doble situación en la historia de la filosofía: de un lado es la esplendorosa clausura del pensamiento filosófico del Islam; de otra parte, es la puerta de entrada para las más queridas ideas del pensamiento occidental: una filosofía independiente de todo postulado teológico, una ciencia estricta separada de todo a priori no científico.

La culminación por A. del pensamiento del Islam es suficientemente evidente. Dicho pensamiento se autodesarrolla al compás del conocimiento y depuración del pensamiento de Aristóteles, partiendo de un inicial compromiso neoplatónico. El fruto más perfecto de esta dialéctica será la síntesis aviceniana. y aquí aparece el segundo de los principios capitales del pensamiento de A.: prescindirá del universal magisterio de Ibn Sina, el único pensador árabe que siempre tuvo buena prensa en el Islam. Naturalmente, no se trata de que A. menospreciase, como tantas veces se ha supuesto, el genio de Ibn Sina, sino que precisamente se ha atrevido a preguntarse: ¿Por qué un hombre del talento de Ibn Sins pudo mezclar tan inexplicablemente a Aristóteles con el neoplatonismo? y supo encontrar la respuesta: porque mezcló a su filosofía los principios exigidos por lo que Gilson ha llamado «Teología de la creación». La decisión de A. abre las puertas a la agudeza de su genio, que demolerá la armoniosa síntesis neoplatónica, tan artesanamente construida desde la Mu´tazila hasta al-Farabi y tan genialmente estructurada por Ibn Sins. Así, frente a al-Gazzali, A. insistirá en que la filosofía conduce al saber y que sólo con esto queda autojustificada. Pero frente a Ibn Sins, afirmará que la filosofía no precisa de concesiones teológicas, porque opera desde otra estructura. Puede ser así A., como ha subrayado Erwin Rosenthal, el más filósofo entre los árabes y el más creyente de los falasifa musulmanes.

Esta posición de A. explica también el eclipse de la falasifa musulmana, que no puede atribuirse a un supuesto fanatismo. El fin de la filosofía árabe-musulmana se produce al agotarse el impulso creador de aquellos pueblos; A. m. en 1198; catorce años después, el Islam español sería definitivamente aplastado en las Navas de Tolosa. Pero, aparte de esta coincidencia, la actitud de A. de decidirse por una filosofía estricta, exigía un mundo cultural en vías de desarrollo, que entonces se da especialmente en el Occidente medieval. A A. le trae sin cuidado la «Sabiduría oriental», la Hikmat al-Masriqiyya, que tanto había dado que hacer desde Ibn Sins a Ibn Tufayl ya la que aún le darían vueltas Ibn ´Arabi e Ibn Sap´in. Por su nacimiento, posiblemente por su sangre un tanto muladí (en al-Andalus del s. XII no quedaban sangres puras) y aun por ciertos rasgos de su conducta y aficiones, A., sin dejar de ser un buen musulmán y seguramente más sincero que al-Farabi e Ibn Sina, está dentro de una peculiar tendencia hispano- arábiga. Sus alabanzas de Córdoba y Sevilla; el anteponer el elogio del al-Andalus al tópico de Grecia; sus afirmaciones de que no hay campos, ni frutos, ni caballos, ni ovejas, ni clima como los de Andalucía, lo manifiestan. Más aún, los andaluces no sólo son los más elegantes y bellos, sino también los más inteligentes de los humanos, cuando lo tradicional en el Islam era reservar esos calificativos para los caballeros de la Arabia. A. llega hasta la exageración al decir que fueron los andaluces quienes civilizaron a árabes y beréberes, lo que históricamente es falso.

Punto de partida. La decisión de atenerse a la filosofía y de prescindir del ordenado cosmos aviceniano, pone de manifiesto una toma de posición de A. que puede sintetizarse en cuatro principios fundamentales: a) Todo saber tiene que estar fundado en principios reales. b) Los principios constitutivos del saber parten de verdades elementales. c) El mundo natural en cuanto tal es necesario, y d) El mundo natural es el resultado de la evolución final de la materia.

La seguridad del saber reside en el principio general de causalidad, que no debe considerarse como un puro axioma, sino que se levanta sobre reales sensaciones experimentadas en nuestra vida física y mental. La rigurosa necesidad lógica de la existencia de una causa suficiente en la motivación de los actos, sean físicos o psíquicos, posee evidencia inmediata. Se trata, pues, de una realidad intelectual que rige a todo el mundo del ser. El carácter legal del orden del ser arranca de Dios, pero no por un acto gratuito de magnanimidad, no por efecto de que en Dios rebose el ser y el bien, sino por la índole misma de la realidad. Por tanto, nuestro pensamiento consiste en la adquisición de las formas, que son algo así como la estructura gnoseológica de la cosa en tanto que conocida, que presupone incluso la real existencia de un sus trato material.

Metafísica. Esta concepción del saber conduce a A. a ver el cosmos como un mundo físico actual, visto desde aquí y ahora, con mirada estrictamente humana. Visto desde siempre, desde Dios, el mundo es contingente y posible; considerado desde ahora es eterno y encierra en su ser actual y presente la necesidad de ser inherente a su causa. Naturalmente el saber metafísico posee una seguridad mayor que la del saber físico; pero también es útil el conocimiento aproximado, capaz de llegar a interpretar los fenómenos del mundo sensible. Así se nos muestra lo más típico del mundo natural, el cambio, que exige la existencia de un principio motor, causa eficiente a la que deben remontarse todos los movimientos materiales. Por esto, el movimiento no es materia ni forma, sino el proceso mediante el cual la materia informada se convierte en otra forma. Por tanto, en este sentido, es el primero de los principios de los seres concretos.

Sin embargo, esta concepción, en la que A. es fiel de un modo verdaderamente genial a la doctrina aristotélica, tenía que ser atemperada por las exigencias de la «Teología de la creación», desde la cual el cambio es una consecuencia de la creación por Dios. Pero A., rechazando la doctrina aviceniana del dator formarum, piensa que la forma es intrínseca a la materia de un modo potencial. Así, la materia posee la múltiple posibilidad de formas diversas, que van siendo actualizadas por el movimiento. La creación, por tanto, se manifiesta ad extra a través de la relación entre la materia, que encierra en sí y por sí la posibilidad de una forma, y Dios, causa primera del movimiento actualizador. Por tanto, la significación del Motor inmóvil no debe entenderse en el sentido de absoluta inacción; Dios no cambia, sin duda alguna, pero tampoco es pura impasibilidad, inercia absoluta. Cuando se afirma que Dios no se mueve, sólo se quiere decir que no es movido por ningún objeto extrínseco.

Con esta concepción A. no sólo ha destruido el hermoso orden del ser neoplatónico, maravillosamente estructurado por Ibn Sina, sino que lo hace con conciencia plena de su significación y necesidad. El viejo e inmutable axioma neoplatónico, de lo que es uno se produce lo uno, sólo es cierto, afirmará más de una vez, si se entiende en el sentido de que de lo uno «simple» sólo se produce lo uno. El mundo físico es a nativitate compuesto; y de lo uno «compuesto» lo que brota es lo múltiple. El cosmos es necesario por razón de su causa; el mundo físico se estructura desde la materia, ya que sólo ésta posee la posibilidad de poder convertirse en todas las cosas; y todos los seres, incluidos los sensibles y los individuales, sólo dependen del Primer Principio en tanto que tal, pero no en cuanto a sus modalidades concretas. Este cosmos, así concebido, no exige una posibilidad absoluta, sino relativa, para todos y cada uno de los seres existentes; los hay útiles y convenientes, pero los puede haber de otra índole, como las fieras o las plantas venenosas. En este segundo caso, no hay por qué negar la existencia de un mal real, desde el punto de vista de los entes concretos; pero no por ello queda afectada por el mal la totalidad del cosmos. Se trata, pues, de una inevitable consecuencia de la pura necesidad inherente a la materia.

Gnoseología. El realismo de A. presenta, sin embargo, una extraordinaria dificultad y nada menos que en una de las doctrinas que le daría más fama en el mundo medieval latino: su teoría del intelecto, por desgracia mucho más complicada de lo que habitualmente se entiende. Su punto de partida es la dualidad aristotélica de un intelecto agente y un intelecto pasivo, que los neoplatónicos interpretaron en el sentido de la unidad y carácter separado del primero, respecto a todos los hombres, siguiendo los calificativos que Aristóteles enuncia en el lib. III del De Anima. Uno y otro están eminentemente dirigidos a obrar la operación intelectual que es el intelecto en acto. Para que esta operación se efectúe es preciso que la cosa material pueda ser aprehendida por el intelecto, que no lo es, o sea: que las cosas deben ser desmaterializadas para ser formalmente objeto del conocer. A., al igual que el resto de los pensadores musulmanes, considera que el intelecto agente es uno, separado y común; pero como el intelecto material, que se llama así por semejanza con la materia prima, puede convertirse en todas las cosas, ¿es licito suponerlo algo meramente particular y concreto? A. responde que dada esta amplitud del intelecto material y su permanente interacción con el intelecto agente, su naturaleza tiene que empezar siendo duradera, eterna, en el sentido en que lo es la especie humana. Por tanto, no puede ser una virtus concreta, sino algo específico del ser hombre. Es, pues, uno en sí y respecto de todos los individuos. Pero esto no quiere decir que todos los hombres tengan la misma ciencia concreta, sino la simple posibilidad de tenerla; individualmente esta posibilidad unitaria, común y universal se concretizará en el intelecto especulativo de cada uno de los humanos. Si el intelecto agente puede ser comparado a una luz iluminadora, el intelecto material será como el medio transparente, y el intelecto especulativo la que por la luz vemos en ese medio. ¿Cuál es, pues, el intelecto al que el hombre con todo derecho puede llamar estrictamente suyo?: el intelecto pasivo, pues del uso de éste depende el diferente grado de intelecto especulativo que alcancemos.

Para comprender la posición de A., tan alejada aparentemente de la mentalidad del hombre moderno, hay que recordar que: la ciencia moderna considera que nuestro conocimiento presupone unos datos recibidos por un sujeto a través de un medio instrumental manejado por él e interpretado por dicho sujeto. Para el hombre moderno parece una absurda aberración la concepción árabe de la unidad de la conciencia colectiva, por la demás, heredada de los griegos; más aún, cuando por influencia de la escolástica latina nos hemos acostumbrado a interpretar a Aristóteles desde el prisma del personalismo cristiano. Pero la que preocupó a los griegos, y por ende a Aristóteles, fue el problema de la unidad de la razón objetiva; cuando Aristóteles habla de la posibilidad de nuestro conocimiento, hace hincapié en lo objetivo: en el conocimiento; cuando Kant se plantea igual problema, lleva el acento a lo subjetivo: a (nuestro) conocimiento. Por tanto, que el intelecto sea uno, sólo quiere decir que la mente de todos los hombres tiene que funcionar del mismo modo; y que las estructuras psicológicas son comunes. Mientras existan hombres, quiere decir A., tendrán que pensar del mismo modo, tendrán un mismo punto de contacto con la verdad objetiva. Es cierto que mi perspectiva de la verdad - grande o pequeña, científica o vulgar -, morirá conmigo, con mi sistema nervioso, pero la verdad que haya en ella será eterna. La única diferencia entre esta explicación y la de A. está en las distintas situaciones, terminología, creencias y problemáticas filosóficas de su tiempo y del nuestro. Pero por esto no podemos negar al sistema de A. el título merecido de haber explicado un cosmos intelectual cerrado, que posibilitaba la ciencia objetiva y absoluta, que explicaba el mundo natural satisfactoriamente y su independencia de la mera explicación teológica, y abría así el camino a la filosofía y a la ciencia de la naturaleza moderna (cfr. M. Cruz Hernández, o. c. en bibl.).

También en el orden de la praxis A. abre un nuevo camino a la sabiduría medieval, que será explotado por los averroístas latinos. Todo el pensamiento musulmán de al-Farabi a lbn Bayya y de lbn Sina a lbn Tufayl, hace culminar el saber con el éxtasis intelectual. A., por el contrario, parte de la unidad radical del hombre, que se manifiesta en todas sus actividades y en su operatividad final. El hombre conoce de un modo tan natural cómo vive, crece o se reproduce; la diferencia entre los diversos procesos humanos es formalmente de grado. Así, pues, el conocimiento humano representa la culminación natural de todas las acciones y operaciones del hombre. La verdad, por tanto, sólo puede conseguirse por medios humanos y naturales; siempre que el hombre se separa de este camino natural, en lo biológico o en lo no ético, brota lo monstruoso, que en el orden no ético se llama error y en el ético mal. El hombre ha sido creado para saber; se desarrolla en el saber; prospera por el saber; se perfecciona por el saber y sólo puede alcanzar la felicidad última por la sabiduría. El sabio es el hombre que tiene conciencia de esta sabiduría, cuya enseñanza fundamental es el principio del orden universal necesario, gracias al cual podemos actuar libremente. La libertad es señal inequívoca de la imperfección y de la necesidad de un proceso de perfeccionamiento; y pone de manifiesto nuestra capacidad de obrar, pero también la de recibir la acción. La misión de la humana libertad consiste en elegir libremente, pero dentro del orden necesario.

Esta concepción es válida en el orden individual y en el social. Gobernar, significa educar, enseñar al conjunto de los hombres el camino libre que conduce al orden necesario. Sólo los hombres que realizan en sí en acto, de un modo libre, el orden necesario, están capacitados para dirigir la sociedad humana. El único signo que permite reconocer al verdadero gobernante, es el ejercicio en acto de las más altas virtudes intelectuales. La sociedad es un organismo adecuado a la coexistencia humana, a la necesidad de realizar del mejor de los modos posibles el cumplimiento libre del orden universal. Tanto la conducta social como la individual están presididas por la virtud superior de la sabiduría; el arte político se confunde con el ejercicio en acto de la virtud de la sabiduría. La diferencia entre la sabiduría en sí y la sabiduría como prudencia política, es de estricto orden intencional.

Bibliografía

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