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La diplomacia del triángulo
28 de mayo de 1950
Hemos venido demostrando con citas de sus propios estatutos y de los boletines masónicos como la masonería persigue en el interior de los pueblos miras eminentemente políticas, dirigidas al establecimiento de Gobiernos de carácter masónico, y hemos analizado cómo en los distintos grados se va definiendo su ideario, lo mismo en lo religioso que en lo político. Si observamos, en cambio, su táctica, la vemos perseguir la conquista metódica de los puestos clave que permita a una reducida minoría el dominar y gobernar al resto del país. La acción subsiguiente de la masonería, desarrollada desde los puestos de poder y de influencia, facilita el progreso masónico, al atraer, por la protección que ofrece, nuevos afiliados a la masonería.
La táctica masónica es harto flexible, adaptándola a las circunstancias y a las necesidades de los tiempos. Así, en su primera época, invade las organizaciones políticas, a los partidos turnantes en el Gobierno, especialmente los de carácter liberal o progresista; y cuando no logra alcanzar por los caminos naturales sus objetivos, patrocina las revoluciones que le permitan el lograr establecer a sus facciones en el Poder. Penetran en la Universidad bajo la capa del patrocinio de las ideas enciclopédicas, estimulando en aquélla el desvío de lo religioso. Se filtran en el Ejército y socavan su disciplina, si así conviene al interés político revolucionario o secesionista. Se introducen en la Prensa cuando ven a ésta alcanzar influencia y poder, siendo pocos los periódicos diarios que se libran de la filtración masónica. Atraen a las logias a los cabecillas sindicales cuando se aperciben que el peso de sus masas va a ser decisivo en la política; y, así, en la sombra y sin dar la cara, una exigua minoría francmasona manda y dispone sobre la mayoría en gran parte de los países.
Cuando, con motivo de la primera guerra mundial, toma importancia en los Estados la política exterior, la masonería se adelanta a aprovecharse de su hora, ya que no en vano lleva cerca de dos siglos preparándose para dominar en este campo. Si se analizan los momentos en que fue concebida la primera Sociedad de las Naciones, antes de terminar la primera gran contienda, por un masón, el diputado André Lebey, miembro del Consejo superior del gran oriente de Francia, que reunido con otros significados miembros de la masonería en un Congreso masónico en París, que tuvo lugar del 28 al 30 de junio de 1917, y en el que tomaron parte los representantes de las grandes logias de Inglaterra, Francia y de los Estados neutrales, presentó un provecto de la organización de una Sociedad de las Naciones concebida sobre los mismos términos que más tarde dieron vida al pacto de la Sociedad de las Naciones, que fue aceptado con entusiasmo por los reunidos; y si se revisan los acuerdos de aquel Congreso, publicados en la Prensa masónica de aquellos días, se demostrará la identidad entre lo concebido por los masones y lo más tarde instaurado.
Un solo párrafo de aquellas conclusiones nos dará una muestra de su paternidad masónica: "Si en 1789 se proclamaron los derechos del hombre, la Liga de las Naciones tendrá que proclamar, ante todo, los derechos de los pueblos. Ninguna nación tiene el derecho de declarar la guerra a otra, puesto que la guerra es un crimen de lesa humanidad. Toda disputa entre naciones será juzgada por el Parlamento internacional. La nación que obre contrariamente a esta ley se colocará fuera de la Liga de las Naciones." Los otros pormenores de la asamblea del Consejo del Tribunal de Arbitraje parecen casi calcados en los estatutos de la Sociedad de las Naciones.
La constitución en el año 1921 de la Asociación masónica internacional con la misma sede, en Ginebra, que la Sociedad de las Naciones, después de las declaraciones del publicista francés Valot en una logia de Viena, en la que anunció el proyecto de establecer un círculo en Ginebra donde se reunieran los masones que asistan a las asambleas de la Sociedad de las Naciones, demostró la íntima relación que se buscaba entre las dos organizaciones.
La circunstancia de pertenecer Chamberlain, Briand, Benesch y una gran mayoría de los miembros fundadores de la Sociedad de las Naciones a la masonería, así como Alberto Thomas, también masón, presidente de la Oficina Internacional del Trabajo de la Sociedad de las Naciones, diese a conocer sus estatutos a una asamblea de la Asociación masónica internacional, y que posteriormente Stresemann, secretario de Estado alemán, al ingresar en la Sociedad de las Naciones, en uno de sus discursos aludiese con desenfado al "Gran Arquitecto del Universo", justifican suficientemente la acusación que a la Sociedad de las Naciones durante mucho tiempo se le ha venido haciendo de encontrarse bajo el dominio y la influencia decisiva de la masonería.
Si, por otro lado, se tiene en cuenta la gran pretensión masónica de definirse como la institución pacifista por excelencia y considerarse los paladines más esforzados de la paz y la fraternidad universales, se comprende el que aprovechasen aquellos momentos en que los gobernantes masones de las naciones aliadas eran omnipotentes para asentar su influencia decisiva en los destinos internacionales.
Mas antes de seguir adelante no podemos dejar sin replica esta pretensión masónica de erigirse en campeones del pacifismo y de la fraternidad, tantas veces desmentido durante dos siglos de revoluciones, de derramamientos de sangre, de guerras civiles por ella estimuladas, cuando no dirigidas. Su pacifismo se asienta, como el soviético, sobre el principio previo de la unificación y el dominio sobre todos los países del universo, el sueño eterno de todos los imperios.
Muchas veces se vino acusando a la Sociedad de las Naciones de existir entre su sede y la de la Asociación masónica internacional de la calle Bovy Lysberg una comunicación directa por la que se consultaba a los altos magnates de la A. M. I. antes de decidir cualquiera cuestión. Si este hecho pudo ocurrir en alguna ocasión, hemos de reconocer que no lo necesitaba, pues normalmente los representantes masones en la Sociedad, que constituían legión, y entre los que figuraban los delegados de los países más influyentes, asistían frecuentemente a la sede de la masonería, de la que recibían sus consignas.
La vida de la Sociedad de las Naciones fue, sin embargo, bastante precaria. La ausencia de ella de los Estados Unidos de América, la de Rusia hasta los últimos tiempos y su total ineficacia frente a las conquistas de Abisinia y a la invasión de Finlandia, acabó sumiéndola en el más grande de los desprestigios, del que la masonería, que la había fundado y mantenido hábilmente, se zafó para, con tenacidad digna de mejor causa, renacer, cual nueva ave fénix, de sus cenizas, patrocinando, al revuelo de una situación parecida, a la nueva Organización de las Naciones Unidas.
Las circunstancias que concurrieron en el nuevo parto son harto conocidas: aniquilada Alemania y destruido el fascismo en Italia la masonería cobraba su victoria, los masones exilados se encaramaban en el Gobierno de los pueblos y las persecuciones, la depuración de los tribunales populares, los asaltos a las cárceles y las ejecuciones sin proceso permitían saciar la venganza masónica en sus más preclaros y distinguidos enemigos. Mientras, en la primera asamblea de la O. N. U. en San Francisco se abría pródiga la nómina de la nueva Sociedad de las Naciones a varios miles de masones, de los más conspicuos, en una verdadera apoteosis de la masonería.
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