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Batallas políticas
6 de agosto de 1950
La importancia que la acción secreta de la masonería tiene en la vida política de muchas naciones y la decisiva que tuvo en la destrucción del poderío español, y que viene teniendo en su propósito de obstaculizar nuestro resurgimiento, me han llevado a ir analizando de la vida de las sectas masónicas del occidente europeo lo que ellas mismas publican de sus constituciones y reglamentos y su influencia e intervención en la política internacional del Occidente que pudiera afectarnos.
Creía agotado lo que más podía interesarnos, y cuando después de un bosquejo general del ambiente europeo del siglo XVIII iba a entrar en la intervención oprobiosa de las logias españolas en el pasado siglo, los gravísimos acontecimientos de la nación belga, dirigidos y desencadenados desde la sombra por la masonerías vienen a exigir a mi pluma el no pasar por alto la provechosa lección que la nación belga nos ofrece, recogiendo sucesos de tanta trascendencia para la historia de la masonería de todos los tiempos.
La honda crisis política que amenaza con dividir a la sensata y laboriosa nación belga en dos bandos irreconciliables con motivo del regreso del soberano a su país, no es más que la máscara con que se disfraza el poder maligno de la hidra masónica, que extiende sus tentáculos a los mandos de las organizaciones políticas y elementos directivos de las agrupaciones sindicales y a los órganos, redacción y mando de los medios de difusión de periódicos y Radios.
En la misma falta de contenido de las acusaciones de que el partido socialista ha hecho objeto al caballero soberano, y a las que el liberal en gran parte se ha sumado, se aprecia lo artificioso del problema y la desproporción entre el supuesto pecado y los males que a la nación se han inferido por la pasión vesánica de políticos y masones sin conciencia. Ni la supuesta negativa del soberano de abandonar sus tropas en trance de derrota y refugiarse en el extranjero, ni el haber contraído matrimonio morganático durante el cautiverio, podrán justificar jamás ante la Historia la conducta política y los daños inferidos a su Patria por quienes vienen actuando en este desdichado proceso. Un rey huyendo y abandonando a sus soldados en la derrota es la figura ideal que estos desdichados buscaban para su nación. Si el rey lo hubiera hecho, tal vez hubiese momentáneamente y por un azar salvado su trono, pero a costa de su honor y prestigio, hundiendo al hombre, que es lo que, sin duda, buscaban sus debeladores. Entre los dos caminos que en aquel trágico trance al rey se le ofrecían, el soberano belga eligió el más duro y penoso, pero el que le marcaba el honor: el de seguir la suerte de sus buenos soldados.
¡Qué fácil es, después de resuelta la guerra por el Supremo decidor de las batallas, el definir lo que debiera haber sido más provechoso! Lo difícil es tomar resolución cuando el futuro no está todavía determinado. Habría de recordar hoy al pueblo belga cuáles eran los momentos en que su soberano hubo de tomar partido, cómo se presentaba el porvenir en aquellos difíciles momentos en que Hitler, victorioso en Europa, había derrotado a los ejércitos aliados, y los ingleses, abandonando el campo, se refugiaban sobre sus islas en un catastrófico Dunquerque. ¿Quién en aquellos momentos en que Rusia era una colaboradora eficacísima de la victoria hitleriana y en que los ejércitos alemanes, sin desgaste apreciable, habían ocupado los dos tercios de Europa y nadie resistía ya en el continente podía augurar que, pasados tres años, la paz iba a venir por el triunfo de las armas del Occidente? Sólo el que tiene en la mano el supremo destino de los pueblos puede convertir en victoria la derrota, lo que nadie en aquellos momentos era capaz de predecir.
La conducta del soberano belga ningún mal le acarreó a su Patria; pero si la guerra hubiera seguido otros derroteros, el sacrificio del soberano belga hubiese sido de lo más beneficioso para su pueblo. El rey de los belgas hizo lo que le correspondía a su honor de soberano y de soldado.
Si comparamos este proceder con el de otros príncipes europeos, que ante la amenaza extraña no resistieron, conviviendo con los invasores o les hicieron concesiones que facilitaron sus planes militares, sin la menor oposición de sus pueblos, ni de los partidos socialistas, ni de la masonería, resulta mucho más meritoria, airosa y trascendente la conducta que el rey de los belgas tuvo como patriota, como rey y como soldado. Nadie, en sus países ni fuera de estos países, pide cuentas a soberanos ni a Gobiernos de aquellas debilidades. La razón es muy clara: la cualidad masónica, en este caso, de los príncipes y políticos que dirigieron o que aceptaron aquellos hechos; en cambio, en el caso belga fueron los masones los que, abandonando a su país, huyeron como ratas al extranjero, los que desde allí prepararon esta batalla difamando al príncipe católico que estorbaba sus designios para, más tarde, buscar entre los propios "hermanitos" el Caín que pudiera servir a sus propósitos.
De la causa sentimental del matrimonio no es, sin duda, el pueblo sencillo y romántico de Bélgica el que, asegurada la legítima sucesión por su primer matrimonio, quiera pedir cuentas en estos tiempos a su rey de lo que en todos los hogares belgas encuentra simpatía y comprensión. Sólo una nobleza intolerante y apegada a sus viejas tradiciones podría, en su caso, demandarlo; pero el hecho paradójico ha sido el de que esa hostilidad haya partido y se haya formalizado precisamente en los medios populares por el partido socialista, debelador de toda nobleza, tradición y jerarquía.
Las razones verdaderas que han movido la inicua campaña que, pese a la victoria de las urnas, ha terminado con el triunfo de la intriga de los malos, ha sido la decisión masónica, tomada por los masones belgas con los internacionales durante su exilio en Londres, de aprovechar la coyuntura para anular al príncipe católico, que, por su recta conciencia, constituía un obstáculo en la realización de las aspiraciones de dominio absoluto de su país por la masonería. Si la resistencia del rey les obligaba a darle la batalla, entonces se hubiera logrado de una sola vez el objetivo de la siguiente etapa: el ideal masónico de derrocar a las monarquías e implantar la república masónica, desiderátum de la secta.
En esta batalla política que la masonería dio, que democráticamente debía perder, pero que ha ganado, destaca la siniestra figura del potentado socialista M. Spaak, alma de la conspiración masónica, en que la pasión sectaria pudo más que los supremos intereses de la patria ante la grave situación internacional que al Occidente amenaza. Nadie podrá negarle habilidad y valentía, pero lo que no podrá borrar jamás será su irresponsabilidad sectaria como hombre de gobierno.
No creo que se haya registrado en la historia de las democracias un hecho más escandaloso que el que en estos momentos vivimos, en que una minoría de un cuarenta y tres por ciento imponga su voluntad por la violencia a la mayoría del cincuenta y siete por ciento del país, y que dentro de aquélla sea un grupo exiguo de masones el que engañe y estafe, a través de la violencia y de las huelgas, a un pueblo sencillo, y bueno, y digno de mejor suerte.
De hoy en adelante, la nave de la nación belga pasará a manos más débiles y sin experiencia, a quien la masonería maneje, o, en caso contrario, se apresurará esa segunda etapa con que se fueron destruyendo los tronos que en Europa existieron.
Que la lección de Bélgica ilumine a los torpes y a los obcecados; ni la masonería se detendrá jamás ante nada ni ante nadie ni los regímenes monárquicos constitucionales y parlamentarios pueden tener otro final que el que en Europa han tenido.
Del director
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