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Contra la Compañía de Jesús

10 de septiembre de 1950

El triunfo obtenido por la masonería en nuestra nación al ser expulsada la Compañía de Jesús de nuestros territorios y perseguidos sus miembros hasta el extremo de serles negado el derecho a vivir sobre el suelo de su Patria, no hizo decaer su fobia contra la Orden, sino todo lo contrario, ya que, envalentonada con el triunfo, aspiraron los masones a bazas mayores; su malicia y maldad iban mucho mas lejos de lo que toda conciencia honrada podría imaginar; lo que habían logrado en España no era más que una parte del plan general que la masonería había cuidadosamente preparado, y que los ministros masones imponían a los príncipes en los distintos Estados. La presencia en varios de los Tronos del occidente europeo de príncipes de la dinastía borbónica facilitó al duque de Choiseul, primer ministro francés y gran dignatario de la orden masónica, la firma del Pacto de Familia, que, sellando la amistad de Francia, España, Sicilia y Parma, había de facilitar a la masonería el desarrollo de su conspiración.

No bastaba a las ambiciones de la secta el que la Compañía de Jesús fuese expulsada de dos o varios Estados, y dada la resistencia que ofrecían Austria, Prusia y Rusia a llevarlo a cabo, se hacía indispensable el lograr del propio Pontífice la extinción completa de la Orden.

El cerebro de esta conspiración satánica encarnaba en don Sebastián José de Carvalho, conde de Ocyras y marqués de Pombal, primer ministro de la nación portuguesa, enemigo declarado de Dios y de su Santa Iglesia, que había roto el fuego, en el año 1759, con la expulsión de la Compañía de Jesús de los territorios portugueses peninsulares y ultramarinos, y que con sus campañas de publicidad, difamatorias contra la Orden, había creado en el occidente de Europa y en los medios intelectuales y filosóficos un estado de descrédito y de encono contra la Compañía de Jesús que los otros masones se encargaban de mantener vivo. Si el duque de Choiseul y el conde de Aranda formaban parte del triunvirato masónico que dirigía la conjura, Pombal, por su mayor celo masónico y odio obstinado contra la Iglesia católica, fue el que verdaderamente puso toda la inteligencia y la tenacidad en el empeño.

El haber nacido la Compañía de Jesús al tiempo que Lutero extendía sus herejías y haberse aplicado desde los primeros tiempos a combatir los falsos dogmas, centró contra la Orden el odio protestante, que los masones hábilmente habían de explotar; pero que se convierte en timbre de gloria para los apóstoles defensores de la fe verdadera, ya que la enemiga masónica, como la cizaña, ataca a las espigas más altas y granadas.

Si a todo esto se une el celo desplegado por los jesuitas en las Misiones, en la predicación y en la enseñanza, y la confianza que por su sabiduría, su prudencia y sus virtudes se supieron ganar del pueblo y de los príncipes, no es de extrañar que los que conspiraban contra el orden establecido, y que se habían señalado como meta la destrucción de los Tronos y de la fe católica, pretendan aniquilar a quienes constituyen su más sólido y poderoso valladar.

Asombra al historiador cómo príncipes católicos, o que por tal se tenían, en naciones tan católicas como Francia, Portugal y España, dejaran que la masonería llegase a obtener una victoria como la que se apuntó en el siglo XVIII contra la Compañía de Jesús; sólo conociendo la manera de actuar masónica podría comprenderse el triunfo de la intriga y de la perfidia. Por eso el mejor servicio que puede hacerse a la causa de la fe y de la justicia es el sacar a la luz y descubrir esos sistemas de que la masonería se vale para anular la voluntad de las naciones y uncirlas a la carroza de sus ambiciones. La expulsión de la Compañía de Jesús de Portugal y Francia y el intento de extinción de la Orden por intermedio del Papa, son piezas maestras de la maldad masónica que es conveniente analizar.

Desde que la masonería se extiende por el occidente europeo y nobles o intelectuales masones escalan los Consejos de la Corona, la masonería está laborando en el desarrollo de su plan con secreto, constancia y cautela. Estimulan los masones la indolencia y la pereza reales con la idea cómoda de que el Rey sólo debe reinar y ser feliz y dejar los cuidados del Gobierno a sus ministros. El aislamiento del príncipe en su palacio y los favores que pueden dispensarse desde el Poder, permite fácilmente a los masones encumbrados el crearle al Rey el ambiente favorable. Cualquiera pasión o vanidad, el menor recelo que el príncipe preste a otros príncipes, magnates o favoritos es explotado por los masones en favor o en contra, según convenga a sus designios.

No perdió el tiempo la masonería, y una de sus primeras consignas, esparcida a los masones de Europa, fue la de preparar el futuro haciendo que la educación de los príncipes cayese en manos de intelectuales afectos a la secta. Así sucedió en España con nuestro Monarca, que habiendo pasado a los quince años a Italia, y pese a la gran religiosidad de su augusta madre, Isabel de Farnesio, se asimiló el ambiente de tolerancia hacia los masones que invadía la Corte de Nápoles. Su poco afecto a la Compañía de Jesús, como consecuencia de ello, lo expresa ya en su carta el omnipotente ministro Tanucci, al ceder a su hijo tercero la Corona de las dos Sicilias, y en la que le anuncia: "Te diré que también puedes llevar confesor, pero no jesuita." Y si bien este Rey se sometió a las costumbres españolas, lo hizo con poca simpatía, eligiendo sus ministros entre los enciclopedistas y los masones, convirtiéndose de hecho en juguete de sus maquinaciones. Sólo la presencia de la Reina madre, mientras vivió, puso un obstáculo al avance de las conquistas masónicas.

El caso portugués del marqués de Pombal es harto aleccionador. Nacido de una familia pobre, después de desempeñar cargos importantes en Inglaterra y Alemania y de haber penetrado en la intimidad de las logias hasta hacerse uno de sus más altos dignatarios, aparece en Portugal tras la conquista del Poder, y para llegar al favor del inexperto Rey José I, débil y timorato, busca el tortuoso camino del confesor del Rey, el del jesuita padre Moreira, tras introducir un hijo suyo en la Compañía de Jesús; en este camino lo difícil es dar los primeros pasos; mas conseguido esto, la inteligencia de Pombal, su audacia, su ambición y su falta de escrúpulos habían de facilitar el resto.

Capaz y constructivo en muchos aspectos del gobierno, consigue destacar entre los consejeros reales, pasar de primer secretario de Estado a primer ministro y sujetar a su voluntad el ánimo débil y vacilante del Monarca, en el que vierte el recelo y la envidia por la prestancia y simpatía del príncipe, su hermano, al que hace aparecer ganándose con mal ánimo la voluntad popular, sembrando en la conciencia del Monarca ser los jesuitas los que fomentan y apoyan la maniobra; mas cuando en el ánimo del Rey se encuentra el asunto en sazón para fulminar la tormenta contra la Orden, un hecho providencial, constituido por el terremoto y voraz incendio de Lisboa, en 1753, contuvo la persecución. ¿Hecho providencial, castigo divino? El caso es que la caridad de los hijos de Loyola brilló en aquellos momentos a alturas inigualables. Amigos y enemigos reconocieron los servicios en aquella ocasión prestados por la Orden, que traspasaron los muros de la mansión real, llegando hasta las gradas del Trono. Mas todo sería cuestión de tiempo y Pombal sabía esperar.

No cejaba el primer ministro en su obra de propaganda desde el Poder contra la Compañía de Jesús, y pronto vio la luz en Portugal, y traducida a los distintos idiomas fue esparcida por las distintas naciones, la obra "Relación sucinta acerca de la república de los jesuitas de las provincias de Paraguay, en las posesiones ultramarinas y de la guerra que han ejecutado y sostenido contra los ejércitos portugueses y españoles". En ella figura la fábula de la conspiración del Paraguay para convertir a un jesuita, con el nombre de Nicolás I, en Emperador de aquel país, calumniando groseramente a la Compañía de Jesús y haciéndola aparecer como dedicada a tráficos prohibidos por los cánones y nadando en oro y abundancia frente a las miserias del pueblo.

Reinaba en España todavía el buen Rey Fernando VI cuando Pombal intentó por vez primera embarcarle en la aventura, que aquél rechazó de acuerdo con sus ministros, excepto el duque de Alba, que figuraba ya en la intriga, y el Consejo de Castilla, consecuente, mandó quemar públicamente el infame libelo; sin embargo, en Francia y en Italia, más alejadas de la realidad, el libro hizo verdadero daño. El odio de Pombal contra la religión católica no conoció límites: otra muestra más fue un proyecto frustrado de cambiar la religión de Portugal por la anglicana, al pretender casar a la hija del Rey, la infanta Maria, con el duque de Cumberland.

Un suceso, al parecer imprevisto, que si la masonería no preparó sí aparece explotándolo, aprovechó Pombal para desencadenar contra los jesuitas la ofensiva tanto tiempo pensada. Ocurrió entonces que retirándose el Monarca portugués a altas horas de la noche, en coche, a su palacio, en la madrugada del 3 al 4 de septiembre de 1758, acompañado de su confidente Pedro Tejeira, fue atacado por tres hombres montados y armados, que haciendo una descarga hirieron al Rey en un brazo. Al hecho sucedió un silencio con que se pretendieron ocultar las circunstancias del suceso, que las gentes enteradas afirmaban ser consecuencia de un episodio amoroso en que se pretendió la vindicación de un honor; mas a los cien días de cometido el atentado, cuando ya los efectos de la propaganda desplegada desde el Poder creían haber calado en la sociedad, se procedió a detener a determinados jesuitas y se hizo público un manifiesto en que, después de anunciar el atentado contra Su Majestad, se invitaba con primas y honores a todos los vasallos a que delatasen a los reos, siendo presos al día siguiente de la publicación: el duque de Aveyro, los marqueses de Tavora, de cuya casa, al parecer, había salido el Monarca; sus hijos y su yerno y otras muchas personas de la nobleza de Lisboa y de fuera a quienes se formó causa por desconfianza.

No apareciendo pruebas en el sumario, frente a la rectitud del procurador fiscal, don Antonio de Costa Freyre, se alzó el poder personal del valido, que le hizo caer en desgracia y ser perseguido más tarde como cómplice del crimen, sepultándolo en los calabozos de una prisión. Fue Pombal, según los historiadores de la época, el que corrió desde aquel momento con la instrucción de la causa, que a los treinta días dictó y escribió de su mano la sentencia, condenando a la pena capital a los principales procesados. Ni el derecho, como nobles, a ser juzgados por sus pares fue en ningún momento tenido en cuenta. Pombal había iniciado en Portugal lo que, tanto en este país como en España, se conoció por el Gobierno del "despotismo ilustrado". Una real orden estableció que el fallo era inapelable, y la sentencia fue cumplida...

En el pensamiento de la opinión pública estaba arraigada la convicción de que aunque el fallo atribuyese al duque de Aveyro el regicidio frustrado, su autor era el joven marqués de Tavora, arrebatado de celos contra el real seductor de su esposa, doña Teresa, aunque arrojaban las sospechas sobre el propio marqués de Pombal, que explotó los hechos para vengarse de la nobleza, que rehuía su trato; de la familia Tavora, que habla desdeñado a su hijo como pretendiente, y destruir a la Compañía de Jesús, que iba a ser la víctima propiciatoria.

Muchos años después, el 7 de abril de 1781, tuvo lugar la revisión del caso, que estableció: "Que todas las personas, tanto vivas como muertas, que en virtud de la sentencia del 12 de enero de 1759 habían sido ejecutadas, desterradas o encarceladas eran inocentes del crimen que se les imputara." Varios jesuitas fueron injustamente envueltos en este proceso y considerados como cómplices, si bien no se les impuso pena; se trataba de hombres ancianos y destacados por sus virtudes, inocentes de cuanto se les imputaba: el confesor de la marquesa de Tavora, madre política de doña Teresa, el padre Matos, emparentado con la familia de Riveira, aborrecido de Carvalho, y el padre Juan Alejandro, de la amistad de los Tavora, hombre envejecido en las Misiones y en el ejercicio de la caridad en Portugal y en sus colonias; sin embargo, el día 19 de enero de 1759, por un real decreto se condenó como reos de regicidio a todos los jesuitas de Portugal, Asia y América; se les privó de sus bienes y se dispuso en carta a los obispos que los difamasen, imputándoles multitud de delitos a fin de quitarles el aprecio de los fieles. Los que de ellos se compadecieron fueron arrojados en calabozos y perseguidos como malhechores, a ración de pan duro y agua, mientras se los calumniaba y satirizaba.

Para deshacer el mal efecto que la medida de violencia había de causar en los católicos portugueses, se falsificó por el agente de Pombal en Roma, embajador Armada, un rescripto pontificio en que se aprobaba la petición real de autorización para proceder al castigo de muerte a los responsables del regicidio, y en su consecuencia se condenó a muerte y descuartizó al padre Moreira y a cuatro jesuitas más el día 31 de julio de 1759, festividad de San Ignacio. Así pagó el padre Moreira su debilidad al haber presentado y protegido en la iniciación de su carrera al sanguinario Pombal.

Los obispos de Cangranón, Cochin y arzobispo de la Bahía de Todos los Santos, que movidos de su celo apostólico elevaron una exposición en vista de los trastornos que iban a producirse en las Misiones con la expulsión, fueron expatriados, removidos sus cabildos y provistas nuevamente sus sillas.

De doscientos jesuitas que quedaron en los calabozos de Lisboa, ochenta y ocho sucumbieron a los padecimientos, y en su saña, Pombal ordenó excluir del calendario a los Santos de la Compañía. Las calumnias infames de los masones portugueses, dirigidos por Pombal, iban a ejercer una influencia terrible en la batalla masónica que contra la Iglesia la masonería había planteado. La difamación y la corrupción figuraban como medio diabólico para alcanzarlo; las coacciones sobre el Pontífice, las regalías y la provisión de sillas llegaron a ser el pan nuestro de cada día.

El efecto inmediato en España no fue, sin embargo, el que Pombal esperaba. Vivía todavía la piadosa Reina Isabel de Farnesio; la batalla de los masones fue entonces perdida, y el real decreto de 19 de febrero de 1761, firmado por Carlos III, condenó la expulsión de los jesuitas de Portugal, que más adelante, y muerta la Reina, había él mismo de ejecutar.

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