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Campaña antijesuita
1 de octubre de 1950
No se puede juzgar del poder de maquinación de las sectas masónicas sin haber analizado sus conspiraciones contra la Compañía de Jesús. Si en aquella época, en que la masonería no había alcanzado el grado de desarrollo que hoy tiene, y al frente de las naciones se encontraban príncipes católicos con poder decisivo para resolver, por un afán de novedades, los príncipes se dejaron envolver y una sociedad cristiana se vio arrastrada, ¿qué no alcanzarán hoy bajo la égida de gobernantes y jefes de Estado masones, en que Gobiernos y Parlamentos aparecen invadidos por la nefasta secta? Sólo la omnipotencia de Dios destruyendo sus maquinaciones permite que la fe verdadera no se extinga y que la sociedad se libre de caer en el abismo a que la masonería la empuja.
Examinando a lo que se atrevieron y de lo que fueron capaces aquellos hombres cuando todavía se exponían a terminar en la horca, se comprende a lo que se atreverán hoy sus sucesores, atrincherados en la irresponsabilidad de los Parlamentos y de las Asambleas seudodemocráticas, tan propensas a seguir el camino de aquel primer concejo abierto en que, por la maniobra farisaica, se aclamó a Barrabás y se condenó al verdadero Dios.
La trascendencia que los hechos que venimos comentando tuvieron para la descristianización de la sociedad europea justificará a los ojos de nuestros lectores el que nos hayamos tenido que detener en la relación sucinta de aquellos sucesos, desconocidos por los españoles en muchos aspectos y depurados hoy por la investigación histórica con una perspectiva de que sus coetáneos carecieron.
Dos siglos de historia liberal, confeccionada en su mayor parte por los masones, han creado alrededor de aquellos sucesos esa "conspiración masónica del silencio" con que el mundo masónico aísla cuantos acontecimientos promueve y le son adversos. La historia nos habla de filósofos, de protestantes o de jansenistas, pero calla, inconsciente o maliciosamente, la existencia y la actividad de las sectas masónicas, la calidad de masones de la casi totalidad de los hombres que intervinieron en estos hechos, que desde que se fundó la masonería en Inglaterra y se extendió a Europa, controla y propulsa la mayoría de los acontecimientos políticos internacionales; lo mismo que hoy ocurre, aunque con una organización mucho más fuerte y poderosa, que hace que en Europa y América puedan mandar sin responsabilidad, y bien desastrosamente, por cierto, sobre sus gobernantes, y que, por encima de los Parlamentos, decidan del destino de la gran mayoría de los pueblos.
Si estudiamos la forma en que la masonería, por medio de los gobernantes, arrancaba ayer a los príncipes decisiones contrarias a su fe y al interés de las propias naciones contra el deseo y la voluntad de sus pueblos, mediante calumnias y propagandas a través de libros, escritos y libelos, se apreciará mejor los elementos que ofrece la sociedad moderna con los Parlamentos, la Prensa, los libros y la Radio, de la mayoría de los cuales la masonería se encuentra apoderada, para falsear los acontecimientos y para decidir y engañar al pueblo en cuanto a ella apasiona o interesa.
De aquel suceso llamado de la "conspiración de la pólvora" en Inglaterra derivaron los masones, con injusticia notoria, persecuciones contra la Compañía de Jesús; sobre el regicidio frustrado movido por la venganza de un noble ofendido en su honor levantó Pombal la primera persecución contra la institución; del motín de las capas y sombreros contra el afortunado proveedor napolitano encumbrado por Carlos III a ministro de Hacienda, Guerra, Justicia y teniente general, sin haber servido en la Milicia, sacó la masonería su campaña calumniosa para la expulsión de la Compañía de Jesús; explotando similares sucesos montó Choiseul, ayudado por la Pompadour, la conspiración que había de arrancar al senil Monarca su inicuo decreto de expulsión; y de la especie que la masonería hizo extender por Madrid de que Su Majestad era hijo adulterino, arrojando sombras sobre la virtud de la muy amada madre del Monarca español, achacada falsamente por los masones a los jesuitas, nació en el pecho del Soberano el encono que le decidió a la extinción de la Compañía. A ello, sin duda, se refería la reserva que decía guardar en lo más hondo de su pecho.
A tanta calumnia y persecución respondió la maravillosa longanimidad de la Compañía de Jesús. Los conspiradores, los poderosos, los revolucionarios, los que ponían en peligro el trono y los territorios de ultramar, salieron de las naciones humildemente, sin abrir los labios, mansos como su capitán. Pudiendo valerse del afecto que les tenía el pueblo y les profesaban los indios, no hicieron en Europa ni en América la menor resistencia, y, con humildad ejemplar, cumplieron las inicuas leyes que la potestad les imponía, virtudes heroicas que constituyen un timbre de gloria para la Orden y un elocuente mentís para los perseguidores.
Pese a todas las denuncias falsas y calumniosas, a los procesos, a los escritos y a las aparentes pruebas fabricadas, nada resultó contra la Orden ni nada pudo demostrarse contra ninguno de sus miembros. Aquella fábula, tan extendida y explotada por los masones en Europa contra los jesuitas en ultramar, que, separados por el mar y la distancia, solían vestir con atractivos ropajes para explotación de inocentes y crédulos de que los jesuitas pretendían levantar un imperio propio en América, con un fantástico Emperador Nicolás, inserta en escritos y en libelos, que hasta llegó a tomar estado en las demandas de los Borbones a la Silla Apostólica, se derrumbaba al primer soplo de la realidad. A este respecto, son interesantísimos los partes del general Ceballos, enviado con tropas desde Buenos Aires a deshacer los Estados independientes del fantástico Emperador Nicolás I, que acusa de una manera terminante "que todo era una pura fábula; que lo que allí había hallado era el desengaño y la evidencia de las falsedades inventadas en Europa para perder a los jesuitas; que allí nunca se había visto más que pueblos sumisos, vasallos pacíficos, religiosos ejemplares, misioneros celosos; en suma, conquistas hechas a la religión y al Estado por las armas de la mansedumbre, del buen ejemplo y la caridad, y un Imperio compuesto de salvajes civilizados venidos espontáneamente a pedir el conocimiento de la Ley del Crucificado y a someterse a ella, de su bella gracia para vivir unidos todos con los vínculos del Evangelio, la práctica de la virtud y las costumbres sencillas de los primeros siglos del cristianismo". Las invenciones que la malicia masónica forjó contra los jesuitas del Paraguay y que el Consejo extraordinario español convirtió en capitulo de cargos contra la Compañía, se destruían para siempre por el informe caballeroso y claro del militar español.
Del gran poder de los jesuitas, de su opulencia, de la usurpación de diezmos en las iglesias de América y de su escandaloso comercio en aquel Continente, nada absolutamente existía. Ninguna conciencia honrada de los que pasaron por las posesiones españolas y portuguesas en ultramar pudo decir jamás que notase cosa alguna que oliese a negocio o a comercio, salvo el de beneficiar a los indígenas en sus cosechas y en sus ganados, organizándoles su venta o su cambio por otros artículos para ellos necesarios. La colonización venía exigiendo que muchos religiosos misioneros alejados de población fuesen encargados por la potestad eclesiástica y civil no sólo del cuidado espiritual de las almas de los nuevos cristianos indios, sino también del consejo y de la tutela en la administración de los bienes comunes, administración que en algún caso desempeñaron por pura caridad como tutores, dando anualmente cuenta justificada a las autoridades del territorio.
Los masones obedecían fielmente las consignas de la célebre frase de Calvino: "A los jesuitas se los debe matar u oprimir con calumnias." Y con calumnias y muertes se persiguió a la Compañía de Jesús en este calvario ininterrumpido del siglo XVIII, que ella ofreció humilde a su Dios y Señor.
De poco sirve que exista una realidad contraria. La masonería no tiene escrúpulos en la fabricación y en la falsificación de pruebas cuando pretende alcanzar un objetivo. Es la política de la "calumnia, que algo queda", que, explotada por las propagandas, sabe convertir para el mundo en monstruosas verdades, que, aunque muchas veces pueden derribarse con la presencia de la verdad, lo es cuando el daño ya está hecho, y aun así, con un silencio glacial y artificioso envuelven la obligada rectificación.
Destaca para nosotros en esta triste historia de la persecución de la Compañía de Jesús la inexplicable complacencia con que Carlos III suscribió las peticiones reiteradas para la extinción de la Orden. Sin embargo, la Historia nos aclara suficientemente la infame intriga que al Monarca se le tendió y cómo, para que no dudase de los grandes delitos que a la Compañía se le imputaban le presentaron con el sello de Roma cartas escritas por el general de la Orden, padre Lorenzo Ricci, al provincial de Madrid, que le dijeron haber interceptado, y en las que para consumar su destronamiento se excitaba a sus subordinados a la corrupción, contando con las riquezas de la Compañía, que exageraban hasta extremos fantásticos. Pero lo que más encendió la cólera real fue el falso testimonio que en ellas se levantaba contra la castidad de su difunta madre. Enviada a Su Santidad esta carta, como un documento fehaciente, fue examinada por una Comisión, en la que figuraba un prelado que más tarde había de ser Pío VI, la cual descubrió que el papel era de fábrica española que, analizado más tarde, se averiguó el año de su fabricación. La carta había sido fechada dos años antes de que existiese el papel de la misma.
Un historiador francés, Cretineau-Jolie, asegura a este respecto "que estando próximo a morir el duque de Alba, antiguo ministro de Fernando VI, exaltador incansable del encono contra los jesuitas, depositó en manos del inquisidor general, don Felipe Bertrán, obispo de Salamanca, una declaración en la que confesaba: primero, haber sido uno de los autores del motín contra Esquilache y que lo había fomentado en odio a los mencionados religiosos y para que se les imputase; segundo, que había redactado gran parte de la su puesta carta del general Ricci, y tercero, que había sido el inventor de la fábula del Emperador Nicolás I y uno de los fabricantes de la moneda con la efigie de este famoso Monarca. Añade que hizo igual declaración en 1776 en un escrito a Carlos III". La prueba de la falsedad masónica no podía ser más concluyente.
Otro historiador anglicano, Adam, publica análoga versión sobre las invenciones que provocaron en el ánimo del Rey el encono que permitió arrancar su firma contra la Compañía de Jesús, expresando: "Pueden muy bien ponerse en duda las malas intenciones y los crímenes atribuidos a los hijos de Loyola, siendo más natural creer que un partido enemigo no sólo de la corporación, sino también de la religión cristiana, suscitó su ruina, a la que se prestaron los Gobiernos con tanta más facilidad cuanto que estaban interesados en ella", en todo lo cual coinciden otros varios de los historiadores protestantes. Se ve aquí cómo los masones que rodeaban a Carlos III habían estudiado a fondo su corazón y sus reacciones, discurriendo aquello capaz de incendiar su cólera, a la que no podía resistirse, ya que, ofendido en su orgullo y en su piedad filial por el sello de bastardía que unían a su nombre, había de proceder a castigar la ofensa, aunque reservase la causa, como entonces dijo, en lo más hondo de su pecho.
La masonería ayer, como hoy y mañana, no repara en los medios para alcanzar sus fines, no conoce la moral, engaña al pueblo, y no la detienen, como hemos demostrado, ni la autoridad y el respeto debido al representante de Dios sobre la Tierra.
Del director
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