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La virgen viviente

El 15 de agosto es un día propicio para reflexionar sobre las raíces cristianas de Europa

Si me leíste el martes, amigo lector, ya sabes que estuve en Liébana y que su prior, Luís Domingo, nos acogió en el monasterio que se encuentra a los pies de los impresionantes Picos de Europa, los picos de España, pues se abría la Puerta del Perdón para que pasáramos por ella y besáramos el Lignum Crucis, ese pedazo de madera de ciprés de hace dos mil años que, según la tradición, es parte de la Vera Cruz en la que Jesucristo fue expuesto al mundo para su redención. A los pies de esa Cruz se encontraba María, su madre, y Juan, el discípulo amado, que es entregado en adopción como símbolo de los cristianos redimidos. Juan, el autor del Apocalipsis, escribió esa "dramatización teológica, en la que el diálogo de ideas es lo único que interesa para su interpretación" (M. García Cordero). Y eso es lo que hizo San Beato de Liébana en su Comentario al Apocalipsis, una de las primeras obras de pintura prerrománica o mozárabe, del que se conservan 27 copias, y que trata de esa honda disputa con la herejía "adopcionista" encabezada por algunos obispos españoles, sobre todo por Elipando de Córdoba, que sostenían que Jesús era Hijo adoptivo por voluntad del Padre, pero no Hijo verdadero, lo cual tuvo una explicación política, pues esa tesis era más fácil de comprender para los mahometanos que la ortodoxia trinitaria (J.Pijoan). En fin, una especie de multiculturalismo que se adaptaba a una época de invasión y desorden, o sea parecida a la actual.

En el Credo manifestamos nuestra fe en un solo Dios, Padre todopoderoso, en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, de la misma naturaleza del Padre, que se encarnó de María, la Virgen, por obra del Espíritu Santo, y se hizo hombre por nuestra salvación. Pío XII proclamó el Dogma de la Asunción de María: "La Inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo". Juan Pablo II dijo que "la Asunción de María es una participación singular en la Resurrección". A veces nos preguntamos intrigados: "¿Murió la Virgen María o, por el contrario, como se creía en los primeros siglos de nuestra era, se durmió, tuvo en sueño o se produjo un tránsito para ascender al Reino de los Cielos?". La verdad es que si la Virgen murió o no es algo que no importa mucho y podemos los católicos creer lo que queramos, ya que no es dogma de fe. Hoy, por encima de cualquier disputa teológica, celebramos la anticipación de la Resurrección, la fiesta de la Virgen viviente, de esa mujer digna y poderosa, Madre de la humanidad, "envuelta en el Sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas" (AP, 12, 1) que ya aparece, hermosamente miniada, a principios del siglo IX, en el margen superior izquierdo, folio 147 v., del Beato de Silos que se conserva en el Museo Británico.

Parece ser que Robert Schuman, Konrad Adenauer y Alcide De Gásperi rezaron juntos en la catedral de Estrasburgo ante la imagen de la Virgen Inmaculada, coronada de doce estrellas, que está representada en una de sus vidrieras, justo antes de defender el proyecto de Tratado de la Comunidad ante el Consejo de Europa que, no es casualidad, fue aprobado el 8 de diciembre de 1955, festividad de la Inmaculada Concepción. Posteriormente, Arsène Heitz ganó el concurso de ideas para una bandera europea y se explica con esta apabullante y conmovedora contundencia: "Inspirado por Dios, tuve la idea de hacer una bandera azul sobre la que destacaran las doce estrellas de la Inmaculada Concepción de la Rue du Bac (Virgen de la Medalla Milagrosa)". Y esa bandera, la de la Inmaculada, la de Europa, la de la Virgen viviente, flameó por primera vez en un edificio público, en la catedral de Estrasburgo.

Hoy, 15 de agosto, es un gran día para Europa, el día en el que conmemoramos la subida de la Virgen María, en cuerpo y alma, a los cielos. La Virgen viviente, cuya bandera, azul y de doce estrellas doradas, es la más genuina representación de nuestro continente, de esta Europa que, asustada y alicaída, niega diariamente sus raíces cristianas, debatiéndose en una estéril disputa entre integristas y progresistas. Acabo de leer El hombre de Villa Tevere, de Pilar Urbano, y me quedo con ese testimonio de San Josemaría, tan europeo, recogido por Monseñor Ortiz-Echagüe: "El integrismo es como una momia... Y el progresismo, como un crío indómito que rompe todo lo que encuentra". Efectivamente, Europa nunca se hubiese construido imponiendo unas determinadas doctrinas. Toda imposición es integrismo. Pero, mucho menos, podrá nacer el edificio europeísta a base de golpes de progresismo que nada propone a cambio. Teniendo, como tenemos a mano, nuestra riquísima tradición cultural bíblica, griega, romana y cristiana, incluso con todas las aportaciones filosóficas que desde la Ilustración al existencialismo han sido, no sé qué hacemos negándonos a nosotros mismos. ¡Buen momento, hoy, para la reflexión!

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