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Creación y evolución

Durante más de un siglo, la teoría de la evolución de Charles Darwin ha sido impugnada por quienes la consideran una amenaza a sus convicciones religiosas. El debate entre los propios científicos se divulga poco y, generalmente, se comprende menos. Tom Bethell examina las objeciones a Darwin y resume la posición de una nueva escuela de biólogos que aseguran que la teoría de la evolución, aun cuando probablemente es acertada, debe aceptarse en gran parte por fe.

En la mente del público, las objeciones a la teoría de la evolución de Darwin están relacionadas con los creacionistas bíblicos que, periódicamente, retiran a sus hijos de las aulas donde se les enseña que el hombre desciende del mono. Lo que la mayoría desconoce es que, en gran parte de este siglo y especialmente en los últimos años, los científicos han peleado entre sí respecto a Darwin y sus ideas.

Los científicos son los principales responsables de que el público ignore lo relativo a estas discusiones internas. Cuando se ven acosados por opositores ajenos a la ciudadela de la ciencia, tienden a dejar de lado sus diferencias y se unen para derrotar a los gentiles. El lego sólo ve filas cerradas. Ahora con un creacionismo aparentemente tranquilo, si escuchamos con detenimiento, podemos oír murmullos de disensión dentro de los muros del fuerte científico. Estos debates son tal vez más complicados que la vieja contienda entre ciencia y religión, pero cuando menos son tan interesantes como aquélla y, algunas veces, igualmente acalorados.

Una de las impugnaciones a Darwin y a la teoría de la evolución menos divulgadas y menos comprendidas -y sin duda una de las más fascinantes en su envergadura y rigor- incluye una escuela de taxonomistas llamados cladistas («clade» significa rama, del griego klados). De particular interés son quienes laboran en lo que se denomina cladística transformada, y a los cuales podría llamarse evolucionistas agnósticos. Como en el caso de muchos que han roto con una fe e impugnado una ortodoxia, los cladistas transformados son quizá mejor definidos por un opositor, en este caso, el biólogo británico Beverly Halstead. Al preguntársele su opinión sobre la cladística transformada, Halstead repuso:

«Pues bien, ¡la desapruebo! De hecho, se remonta a Aristóteles: no es predarwiniana sino aristotélica. De la época de Darwin a la fecha, hemos comprendido que existe un elemento tiempo; hemos empezado a entender la evolución. Lo que hacen en la cladística transformada es afirmar: olvidemos la evolución, olvidemos el proceso, consideremos simplemente la secuencia».

Desde tiempos de Darwin, los biólogos han sido absorbidos en el proceso: ¿de dónde venimos? ¿Cómo llegaron todos los elementos de la naturaleza a su estado actual? ¿Cómo continúan modificándose las cosas? Los cladistas transformados no tienen como preocupación principal el tiempo o el proceso. Para entender el porqué, ayuda saber que son especialistas en taxonomía: son clasificadores rigurosos, escrupulosos. Su tarea como taxonomistas es descubrir y designar los diversos grupos encontrados en la naturaleza y clasificarlos en una categoría u otra. Los taxonomistas no tratan de determinar cómo se formaron los grupos, sino cuáles son los grupos existentes. Entender que los cladistas piensan que hay que adquirir este conocimiento antes de que puedan ponerse a prueba las ideas sobre el proceso es comprender la tensión que existe entre los taxonomistas y los biólogos evolucionistas.

Los cladistas transformados han intensificado la batalla. En los años cuarenta y los cincuenta, que atestiguaron el crecimiento de la biología evolutiva, los taxonomistas se permitieron lo que podría llamarse una pequeña licencia artística. Sin duda, esto ocurrió, porque la taxonomía era considerada algo aburrido y soso, por los evolucionistas como Sir Julian Huxley (nieto de Thomas Henry Huxley, defensor contemporáneo de Darwin), para quien ya era hora de dejar de «hundirse en la semántica y las definiciones». En otras palabras, a los taxonomistas los veían como tenedores de libros y contadores que necesitaban relajarse un poco. En su libro de 1959 Nature & Man's Fate (La naturaleza y el destino del hombre), Garrett Hardin, profesor de ecología humana de la Universidad de California en Santa Bárbara, cita a un zoólogo que da este consejo: «El que quiera apegarse a las reglas firmes debe renunciar al trabajo taxonómico. La naturaleza es demasiado desordenada para una persona así».

Los cladistas transformados piensan distinto y han intentado restablecer el rigor taxonómico. Al hacerlo, han llegado a la conclusión de que son los evolucionistas los que tienen problemas, el problema de la metodología negligente. El paleontólogo británico Colin Patterson, tal vez el principal cladista transformado, ha enunciado lo que podría catalogarse como el lema de los cladistas:

«El concepto de herencia no es asequible mediante las herramientas de que disponemos». Patterson y sus colegas cladistas aseguran que una herencia común sólo lo puede ser en forma hipotética, pues no se identifica en el historial del fósil. Puede juntarse a un grupo de personas para una reunión familiar con base en las partidas de nacimiento, las inscripciones en las lápidas y los registros parroquiales; sólo tenemos fósiles. Alguna vez, Patterson me dijo que un fósil es un «revoltijo en una piedra». El tiempo, el cambio, el proceso, la evolución, nada de esto, dicen los cladistas, puede deducirse del estudio de las piedras.

Lo que puede discernirse de la naturaleza, según los cladistas, son las configuraciones, las relaciones entre las cosas, no entre las eras. No puede hacerse un rastreo absoluto. No puede haber certidumbre en cuanto a los lazos de padres a hijos. Sólo hay inferencias tomadas de los fósiles. Para los cladistas, la ciencia de la evolución es en gran parte cuestión de fe, una fe diferente, aunque no tanto de la de los creacionistas. Patterson me dijo que para él la teoría de la evolución «suele ser innecesaria» en biología. No obstante, dijo, se presentó en los libros de texto como si fuera «la teoría del campo unificado de la biología», manteniendo integrado todo el tema y uniendo la profesión a ella. «Una vez que algo tiene esa condición», observó, «se convierte en una especie de religión».

El fundador de la cladística fue un entomólogo llamado Willi Hennig. Hennig nació en lo que es ahora Alemania Oriental y la mayor parte de su carrera transcurrió allí, dedicado al estudio y la clasificación de las moscas. Murió en Alemania Occidental en 1976. Su obra principal es Phylogenetic Systematics (Sistemática filogenética), cuya versión actualizada se tradujo al inglés y fue publicada en los Estados Unidos en 1966 por la University of Illinois Press. Es un libro difícil y de gran influencia. Para el decenio de los setenta, como el prominente biólogo evolucionista Ernst Mayr escribió en The Growth of Biological Thought (El desarrollo del pensamiento biológico), se había creado una especie de culto a Hennig. En 1980 se formó una Sociedad Willi Hennig, que publicó en 1985 el primer número de su revista trimestral Cladistics. De acuerdo con David Hull, el filósofo de la ciencia, «entre los biólogos evolucionistas, la cladística es lo que todos discuten».

En el núcleo de la cladística se encuentran los conceptos de «plesiomorfia» y «parafilia». Se dice que una característica o rasgo es plesiomórfico si se le encuentra en un grupo de organismos más generalizado que el grupo específico considerado. Así pues, si bien todos los primates tienen pelo, el pelo es también característico de una clase más general de criaturas: los mamíferos. Lo que Hennig llamó la falacia de la plesiomorfia es la creencia de que una característica (como el pelo) identifica y ayuda a definir una especie u orden particulares de la vida animal cuando, de hecho, se puede encontrar en un grupo más amplio.

Hennig también objetó el procedimiento, todavía común en la biología, de identificar un agrupamiento de vida animal sólo por la ausencia de determinadas características. (Su razonamiento fue aristotélico; en On the Parts of Animals [Sobre las partes de los animales], Aristóteles escribió que «no puede haber formas específicas de una negación, por ejemplo, de sin plumas o sin patas, como hay emplumado o con patas».) Era la falta de precisión lo que molestaba a Hennig: un animal emplumado es una cosa (un ave); un animal sin plumas es cualquier otra cosa (salvo un ave). Los grupos de la naturaleza definidos por una ausencia de características fueron llamados por Hennig parafiléticos.

Al llamar la atención sobre los rasgos parafiléticos, Hennig ayudó a revivir el rigor del que la taxonomía se enorgullece. Colin Patterson y otros cladistas transformados han pasado a examinar -y poner en tela de juicio- la función decisiva que los grupos y especies parafiléticos desempeñan en la teoría evolutiva. En una charla de 1981 en el Museo de Historia Natural, Patterson se refirió al tema de los invertebrados. Los invertebrados constituyen una de las dos categorías zoológicas generales. El agrupamiento abarca una enorme y a menudo confusa diversidad de animales, desde el protozoario unicelular más sencillo hasta insectos, almejas, gusanos y cangrejos. Todos los escolares aprenden que aquello que agrupa a esta vasta serie de criaturas bajo un encabezamiento es la falta de columna vertebral. Los cladistas como Patterson han preguntado:

¿Por qué agruparlos de esta manera? ¿Qué función cumple? El problema que surge es éste: el término invertebrado no tiene una función científica; es demasiado -nebuloso, demasiado inexacto. (También describe a las fresas y a las sillas). Lo que sí posee el término invertebrado, sostienen los cladistas, es una función retórica: permite la aseveración, que aparece en muchos textos, de que «los vertebrados derivaron de los invertebrados». Según la lectura cladística, las últimas palabras del enunciado no contienen información que no asienten como real las primeras; «los vertebrados derivaron» simplemente significa que los primeros vertebrados tuvieron padres sin espina dorsal. Los cladistas transformados aseguran que «los vertebrados derivaron de los invertebrados» es una tautología disimulada.

En su charla del museo, Patterson manifestó que los grupos definidos sólo por rasgos negativos «no existen en la naturaleza y no pueden trasmitir conocimientos, aunque así parezca cuando se oye por primera vez». Los biólogos evolucionistas afirman que los grupos definidos negativamente tienen sentido y cumplen un cometido; tienden a acusar a los cladistas de dedicarse a la «prestidigitación verbal», como lo hizo recientemente un escritor de la revista Science. Sin embargo, Patterson y sus colegas señalan a los evolucionistas; Patterson, por ejemplo, ha llamado «vacuos» a los grupos parafiléticos.

Lo que hace la teoría evolutiva, dicen los cladistas, es realizar afirmaciones sobre algo que no puede demostrarse con el estudio de los fósiles. Dicen que el «árbol de la vida» con sus ramas parafiléticas, no es más que una hipótesis, una conjetura razonable.

Cuando se le preguntó en una entrevista, Patterson declaró: «No creo que alguna vez tengamos acceso a un árbol de la vida que podamos llamar real». La siguiente pregunta fue: «¿Cree entonces que no es real?» El contestó: «Bueno, no es extraño que venga a preguntarme si lo creo, como si importara que lo crea o no. Sí, sí lo creo, pero al decirlo, es obvio que se trata de fe».

Los cladistas no emplean el tiempo en dar conferencias contra Darwin. A algunos de ellos les agradaría que todo lo que se habla sobre evolución desapareciera en silencio. La evolución no es importante para el trabajo que efectúan. Ese trabajo incluye buscar las características positivas y verificables de las diversas especies y determinar cómo encajan todas estas especies en el reino animal, qué modelos hay en la naturaleza. Su interés está aquí y ahora, no en cómo empezó todo.

Recientemente pasé algún tiempo con dos cladistas del personal administrativo del Museo de Historia Natural de los Estados Unidos. Primero me reuní con Gareth Nelson, quien en 1982 fue nombrado director del departamento de ictiología. Nelson es poco más o menos el experto mundial en anchoas, aunque me dijo que el número de personas que las estudian (tres o cuatro) es mucho menor que la cifra de especies de anchoa (hay 150 especies conocidas y Nelson considera que hay muchas más). Esta disparidad entre la magnitud del «problema» científico y el número de personas que trabajan en él es algo habitual en la biología. La mayoría de los legos piensan que los expertos han hecho estudios exhaustivos, cuando apenas han arañado la superficie.

Nelson expresó así el problema de la evolución: «Para comprender lo que realmente sabemos, primero debemos observar lo que los evolucionistas afirman conocer con certeza». Dijo que si se toma un texto universitario muy usado como Vertebrate Paleontology (Paleontología de los vertebrados) de Alfred Romer, publicado por University of Chicago Press en 1966 y ahora en su tercera edición, se encontrarán afirmaciones como «los mamíferos derivaron de los reptiles». (Muy contadas veces, por lo menos en la bibliografía actual, se verá la afirmación de que una especie determinada se desarrolló a partir de otra especie dada). El problema con postulados generales como «los mamíferos derivaron de los reptiles», para Nelson, es que los «grupos ancestrales son artefactos taxonómicos». Estos grupos «no tienen caracteres únicos», expresó. «No poseen caracteres determinativos y, por tanto, no son grupos reales». Le pedí a Nelson que citara algunos de los nombres de estos grupos supuestamente «irreales». Respondió: invertebrados, peces, reptiles, simios. Según Nelson, de ninguna manera esto agota la lista de grupos definidos negativamente. Las aseveraciones que atribuyen linaje a dichos grupos no tienen un significado real, manifestó.

Inquirí a Nelson sobre el historial de los fósiles. ¿No sabemos que la teoría evolutiva es verdadera a partir de los fósiles? Como casi todos, yo pensaba que los museos de historia natural había resuelto bastante bien las secuencias de los fósiles, de manera parecida a un museo del automóvil donde se encuentran los «antepasados» de los autos contemporáneos colocados uno detrás de otro.

«Comúnmente, con los fósiles todo lo que se encuentra son unas cuantas tuercas y pernos», dijo Nelson. «Tal vez un aro de émbolo suelto o diferentes piezas de un carburador esparcidas o apiladas una encima de otra, pero no en su orden correcto».

Opinó que se ha dado demasiada importancia a los fósiles. «Y es fácil comprender por qué», declaró. «Se hace un esfuerzo absoluto al estudiarlos y se consigue poco. Por consiguiente, uno se convence de que ese poco debe ser muy importante. Con peces recientes puedo obtener 10 veces más información. Así pues, si se emplea todo ese esfuerzo en los fósiles, hay inclinación a afirmar que la información vale el décuplo».

Nelson observó que era muy común que los paleontólogos se tomaran la molestia de desenterrar fósiles sin darse cuenta de que los animales en cuestión todavía deambulan. «Digamos que desentierra un escarabajo con antigüedad de 50 millones de años», afirmó. «Parece que pertenece a determinada familia, pero puede haber 30.000 especies en la familia. ¿Qué hace usted? ¿Repasar las 30.000? No, simplemente le da un nombre que suene apropiado, digamos Eocoleopera. Si es una especie que ha existido durante 50 millones de años, alguien más tendrá que descubrirlo, porque no hay tiempo suficiente. Las excavaciones se hacen en las piedras, no se husmea en las colecciones de escarabajos de los museos».

Le pregunté sobre los fósiles de anchoas. ¿Qué tanto se remontan? «Bien», contestó, «Lance Grande, que fue alumno aquí recientemente, estudió que todos los fósiles descritos previamente como anchoas no son anchoas en sí. En otros términos, quienes los describieron no hicieron un buen trabajo. Por consiguiente, el historial de las anchoas se redujo a cero. Sin embargo, había algo en el Museo Británico de lo que creo que Colin Patterson habló a Grande, algo del Mioceno en Chipre; tal vez exista desde hace 10 millones de años. Resultó ser una anchoa el único fósil conocido. Todavía no se la describe con detalle, pero hay información que indica que es el mismo tipo de animal que habita actualmente en el Mediterráneo».

Una o dos semanas después de conocer a Nelson, hablé con Norman Platnick, un experto en arañas y coautor con Nelson de un libro reciente publicado por Columbia University Press titulado Systematics and Biogeography: Cladistics and Vicariante (Sistemática y biogeografía: cladística y sustitución).

Las arañas, que datan del período Devónico, hace 400 millones de años, pertenecen a la clase arácnida y al phylum Arthropoda. En otras palabras, están entre los «invertebrados» y no están bien preservadas en el historial de los fósiles. Se han identificado unas 35.000 especies de arañas, declaró Platnick, «pero puede haber el triple en el mundo». Pensaba que había cuatro sistematistas de tiempo completo que examinaban arañas en los Estados Unidos «y quizá otra docena que imparte clases en pequeñas universidades y hacen un poco de investigación» Hay una Sociedad Aracnológica Norteamericana, con 475 miembros en el mundo, algunos de ellos aficionados.

«La mayor parte de las arañas que analizo pueden haber sido observadas por dos o tres personas en la historia», dijo Platnick, y agregó que con toda probabilidad estaría muerto antes de que alguien volviera a verlas.

Pregunté a Platnick qué se sabía sobre la filogenia o linaje de las arañas.

«Muy poco», expresó. «Todavía no sabemos nada sobre eso». No conocemos con certeza, dijo, a qué especie pertenecía el animal que fue el antepasado de la primera araña. Todo lo que sabemos de dicho animal es que no era una araña. Ni siquiera sabemos de los eslabones de la (supuesta) cadena de 400 millones de años de linaje de las arañas. «Yo nunca digo que esta araña es un antepasado de esa otra», indicó Platnik firmemente.
«Lo hace alguien?».

«No tengo noticia de un solo caso en la literatura moderna en que se afirme que una araña es antepasado de otra».

Algunas arañas se han preservado bien en ámbar. Aun así, afirmó Platnick, «contados fósiles de arañas han sido tan bien preservados como para que se les pueda poner el nombre de una especie». Luego, añadió: «No se aprende mucho de los fósiles».

En vista de los comentarios de Platnick sobre nuestro conocimiento del linaje de las arañas, tuve la curiosidad de averiguar lo que pensaba del siguiente pasaje de un texto de biología para enseñanza secundaria, muy conocido, Life: An Introduction to Biology (La vida: introducción a la biología), de George Simpson y William S. Beck:

«Un animal no se clasifica como arácnido porque tenga cuatro o cinco pares de patas en vez de tres. Se le clasifica en la familia de los Arachnida porque tiene los mismos antepasados que otros arácnidos y un antepasado diferente de los insectos durante algunos cientos de millones de años, como lo atestiguan todas las características variantes de los dos grupos y el gran número de fósiles representativos de ambos».

Al oír esto, se retrepó en su silla y soltó una sonora carcajada.

En este pasaje, Simpson y Beck hacían un juego verbal que había sido común en la biología evolutiva desde los cuarenta. Todo lo que sabemos con seguridad es que hay un grupo de organismos (en este caso arañas) que son identificables como grupo, ya que tienen ciertas características únicas. Por ejemplo, tienen hileras para tejer la seda y de este modo podemos decir que todos los organismos que tienen hileras son arañas. (También comparten otras características únicas).

Si queremos explicar por qué miles de miembros de un grupo tienen características singulares en común, esa es otra cuestión. Si queremos, podemos dar por cierto un antepasado común teórico en la araña primitiva, la cual trasmitió rasgos de araña a todos sus descendientes. Eso es precisamente lo que hizo Darwin en On the Origin of Species (Sobre el origen de las especies). No obstante, Simpson y Beck hacen algo muy distinto. Aseguran que la composición de la clase Arachnida se determinó analizando no las características de las arañas, sino sus líneas ancestrales. Sin embargo, esa genealogía es desconocida para la ciencia, no sólo en lo que toca a las arañas, sino a todos los grupos de organismos.

El punto subrayado por los cladistas de este: a menos que conozcamos las relaciones taxonómicas de los organismos -aquello que hace a cada uno único y diferente del otro- no es posible adivinar las relaciones ancestrales. Las cosas de la naturaleza aquí y ahora deben clasificarse de acuerdo con sus relaciones taxonómicas antes de que sea posible ponerlas en un árbol genealógico. Las especulaciones de los evolucionistas («¿Tienen X y Y un antepasado común?») deben estar subordinadas a los hallazgos de los taxonomistas («X y Y tienen características no compartidas por algo más»). Si los fósiles tuviesen adjunta su genealogía, este método laborioso de comparación sería innecesario, pero no la tienen.

Un motivo por el que muchos legos aceptan fácilmente la evolución como un hecho es que han visto la famosa «secuencia del caballo» reproducida en los libros de texto. La secuencia muestra un incremento gradual en el tamaño del caballo al pasar el tiempo; es muy preciada por los escritores de textos, en gran parte porque se exhibe en el Museo de Historia Natural de los Estados Unidos. Por razones obvias, los miembros del personal del museo se sienten incómodos al dejar constancia de la secuencia del caballo, pero cuando en una ocasión le preguntaron a Niles Eldredge, en el departamento de invertebrados en el museo y coautor, con Stephen Jay Gould, de la teoría de la evolución de los «equilibrios acentuados» (los organismos permanecen intactos durante millones de años, luego cambian rápida y no gradualmente como pensó Darwin), manifestó:

«Hay un cúmulo de opiniones, algunas más imaginativas que otras, sobre cuál es realmente la naturaleza de esa historia [de la vida]. El ejemplo más famoso, todavía en exhibición en la planta baja, es la exposición sobre la evolución del caballo preparada quizá 50 años atrás. Se ha presentado como la verdad literal siempre. Ahora considero que es lamentable, particularmente cuando los que proponen esa clase de historias, pueden ser conscientes de la naturaleza especulativa de parte de ese material.»

Cuando mencioné el tema a Platnick, comentó que, a su juicio, los fósiles de los caballos no habían tenido hasta ahora una clasificación adecuada ni se les había estudiado exhaustivamente. Quise saber si Platnick creía que la evolución había acontecido. Afirmó que sí y que la evidencia se encontraría en la estructura jerárquica existente de la naturaleza. Por así decirlo, todos los organismos pueden colocarse en un conjunto de «casillas». La casilla marcada «gacelas» entra en la casilla más grande de «ungulados» (animal con pezuñas), que entra en la casilla «mamíferos», ésta en la casilla «tetrápodos» (animales de cuatro patas), la cual entra en «vertebrados». La gran tarea de la taxonomía, dijo Platnick, es describir esta secuencia jerárquica con precisión, y en particular definir los rasgos que delimitan a cada «casilla».

Platnick no puede responder si la taxonomía algún día completará todos los espacios en la secuencia. Un problema, afirmó, es la escasez de taxonomistas. Los subsidios para investigación se han destinado cada vez más a los estudios moleculares y bioquímicos; el resultado es que el apoyo a la taxonomía en muchas instituciones, apuntó, se ha «marchitado».

Quise averiguar la opinión de las personas del otro bando -los biólogos y paleontólogos evolucionistas- sobre lo que dicen los cladistas. Primero fui a los estantes. En su libro de 1969 The Triumph of the Darwinian Method(El triunfo del método darviniano), Michael T. Ghiselin, uno de los más grandes admiradores de Darwin, parece aceptar a los cladistas (o intentar hacerlo) cuando escribe:

«En lugar de buscar modelos en la naturaleza y determinar que debido a su claridad parecen importantes, descubrimos los mecanismos fundamentales que imponen orden en los fenómenos naturales, veamos o no ese orden, y después inferimos la estructura de nuestro sistema de clasificación de esta interpretación».

Luego abrí Hen's Teeth and Horse's Toes (Los dientes de la gallina y los dedos de la pata del caballo), volumen de ensayos sobre historia natural de Stephen Jay Gould. «Ningún debate en la biología evolutiva ha sido más intenso durante la última década que las impugnaciones planteadas por los cladistas contra los esquemas de clasificación tradicionales», escribe Gould. No simpatiza con la cladística («Sus principales exponentes en los Estados Unidos se cuentan entre los científicos más belicosos que he visto»), pero en su ensayo «De existir tal cosa ¿qué es una cebra?» reconoce que «detrás de los nombres y el carácter malicioso hay un importante conjunto de principios». Advierte que una taxonomía estricta eliminaría los grupos como los de simios y peces. Sin embargo, cuando los cladistas llegan a esto, «muchos biólogos se rebelan y con toda razón, pienso yo». Como su colega de Harvard, Edward O. Wilson, Gould opta por la «idea ciertamente vaga y cualitativa aunque no por eso carente de importancia, sobre la similitud general» de forma.

Decidí que sería buena idea hablar con un científico que tuviera una firme convicción en la teoría evolutiva. Viajé a Boston para encontrarme con Richard C. Lewontin, un genetista, ex presidente de la Sociedad para el Estudio de la Evolución, un reconocido escritor sobre la ciencia y actual profesor de zoología en Harvard. Yo había visto una cita de Lewontin que se utilizó de epígrafe en un libro de Douglas Futuyma llamado Science on Trial (La ciencia enjuiciada). La cita, rezaba: «La evolución es un hecho, no una teoría... Las aves se derivan de no aves, los humanos se derivan de no humanos».

Pregunté a Lewontin respecto a estas afirmaciones. Los cladistas las desaprobaron, dije.

Se detuvo un instante y exclamó: «Esas son declaraciones muy débiles, convengo». A continuación hizo uno de los enunciados más claros sobre la evolución que yo haya oído. Expresó: «Esas aseveraciones brotan sencillamente de la afirmación de que todos los organismos tienen progenitores. Es una afirmación empírica, creo, que todos los organismos vivos tienen organismos vivos como progenitores. La segunda afirmación empírica es que hubo una época en la Tierra cuando no existían los mamíferos. Ahora bien, si reconoce esas dos afirmaciones como empíricas, aquélla que dice que los mamíferos surgieron de no mamíferos no es más que una conclusión. Es la deducción de dos afirmaciones empíricas. Sin embargo, es todo lo que quiero decir al respecto. No se puede hacer una aseveración empírica directa de que los mamíferos surgieron de los no mamíferos».

Lewontin había hecho lo que me parecía una deducción, una deducción de materialista. «El único problema es que parece basarse en evidencia derivada de los fósiles», mencioné. «Sin embargo, los cladistas dicen que no poseen realmente ese tipo de información».

«Desde luego que no la tienen», expresó Lewontin. «De hecho, el material que he escrito sobre el creacionismo, que no es mucho, siempre ha hecho hincapié en eso. Es enorme el peso de la evidencia empírica acerca del universo que dice que, a menos que se invoquen causas sobrenaturales, las aves no pudieron formarse de barro por procesos naturales. Bien, si las aves no pudieron formarse de ese modo, entonces tuvieron que derivarse de no aves. La única alternativa es decir que surgieron del barro, porque el dedo de Dios tocó dicho barro. Eso quiere decir que hubo un proceso no natural. Y es realmente allí donde está la acción. Uno piensa que los organismos complejos se formaron mediante fenómenos no naturales o que aparecieron por fenómenos naturales. Si su caso es ese último, tuvieron que evolucionar y eso es todo. Esa es la única afirmación que hago».

Se estiró para tomar una copia de su libro de 1982, Human Diversity (Diversidad humana) y dijo: «Mire, soy una persona que afirma en este libro que nada sabemos de los antepasados de la especie humana». (En la página 163 escribe:

«A pesar de las afirmaciones entusiastas y optimistas que han hecho algunos paleontólogos, no puede establecerse una especie homínida fósil como nuestro antepasado directo...»). «Todos los fósiles que se han desenterrado y que se asevera que son antepasados, no tenemos la menor idea de si realmente lo son...» Se puso de pie y comenzó a anotar en la pizarra. «Todo lo que se tiene es el Homo sapiens ahí, está ese fósil acá, se tiene otro fósil allá.., he aquí el tiempo... y uno tiene la opción de trazar las líneas, ya que no creo probable que cualquiera de ellas represente el antepasado directo de la especie humana. Empero ¿cómo se sabría que es ése?

«La única manera de saber si algún fósil es el antepasado directo, es que resulta tan humano que es humano. Aquí hay una contradicción. Si es lo bastante diferente de los humanos para ser interesante, entonces no se sabe si es un antepasado o no. Si es lo bastante similar para ser humano, entonces no es interesante».

Lo que me impresionó del argumento de Lewontin fue lo mucho que dependía de su premisa de que todos los organismos tienen padres. En cierto sentido, su argumento incluye la afirmación de que la teoría evolutiva es cierta. Lewontin sostiene que su premisa es «empírica», pero esto es así sólo en el sentido (seguramente importante) de que por, cuanto sabemos, nunca ha sido falsificada. Nadie jamás ha encontrado un organismo que se sepa carente de progenitores o de un progenitor. Esta es la evidencia más sólida en favor de la evolución.

Nuestra opinión o «creencia» de que «todos los organismos tienen progenitores» básicamente surge de nuestra aceptación de la filosofía del materialismo. Nos es difícil entender (hasta el momento el materialismo ha sido el hábitat natural del pensamiento occidental) que esta filosofía no fuera siempre aceptada. En uno de sus ensayos sobre historia natural reproducido en Ever Since Darwin (Desde Darwin), Stephen Jay Gould indica que Darwin aplazó la publicación de su teoría de la evolución por selección natural porque, tal vez inconscientemente, aguardaba a que el clima de materialismo estuviera más firme. En su M Notebook (Cuaderno M) de 1938, Darwin escribió: «Para evitar hablar de hasta qué punto creo en el materialismo, diré sólo que las emociones, instintos, grados de talento que son hereditarios lo son porque el cerebro del hijo se parece a la estirpe del progenitor». Darwin se percató de que el clima había cambiado -que la evolución estaba «en el aire» en 1858 cuando lo desconcertó un trabajo de Alfred Russel Wallace, donde esquematizaba una teoría del mecanismo de evolución muy parecida a la suya.

La teoría de la evolución nunca ha sido falsificada. Por otra parte, también es cierto que la evidencia positiva de evolución es mucho más débil de lo que imaginan la mayoría de los legos, y que muchos científicos quieren que imaginemos. Tal vez, como dice Patterson, esa evidencia positiva no existe en absoluto. ¡Qué pena! Parece que la mente humana encuentra que, en conjunto, esa incertidumbre es intolerable. Casi todos quieren certeza de una forma (Darwin) u otra (la Biblia). Sólo los agnósticos evolucionistas como Patterson y Nelson y los demás cladistas parecen dispuestos a vivir con la duda. Con seguridad, esa es la única perspectiva verdaderamente científica.

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