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El diálogo comineza por María
La cultura «oficial» actual parece incapaz -a pesar del empeño y la buena voluntad- de instaurar, si no un diálogo, sí una convivencia menos conflictiva con el mundo musulmán. Un mundo para el que la religión no es, como en Occidente, una elección personal (y por añadidura, cada vez menos practicada) pero es la base que sostiene y da forma no sólo a la vida del individuo, sino a la de toda la comunidad. La proximidad «laica» de europeos y americanos, acostumbrados a categorías políticas, económicas o meramente «culturales», no provocan más que rechazo en un mundo para el que todo debe hacerse según una perspectiva teológica. Para la «Umma», la comunidad de creyentes, Dios «se ha hecho papel», el papel de Al'Quran, que recoge el código inmutable dictado a Muhammad y al cual cada pueblo y cada siglo deben obediencia.
Por eso me parecen verdaderamente preciosas la palabras de Magdi Allam, periodista egipicio del «Corriere della Sera», musulmán y especialista en islam, dirigidas a los 60.000 participantes en la peregrinación nocturna de Macerata a Loreto. Son palabras fuera del coro de los impotentes auspicios de agnósticos, ateos, «laicos» de todo tipo, convencidos de que la religión es un hobby privado, cuando no una superestructura en decadencia. El egipcio que, para adecuarse al título de su libro, «ama a Italia» quizá más que muchos italianos, ha lanzado un llamamiento escandaloso o, al menos, incomprensible para cierta «intelligentzia»: «Musulmanes italianos hermanos míos, hagamos del culto a María un motivo unificador con los cristianos en peregrinación a Loreto y en cada santuario dedicado a Ella en un momento de fraternidad entre las personas de buena voluntad». Allam ha recordado lo que muchos cristianos, quizá, habían olvidado y que, en cualquier caso, corrobora su ceguera ante lo que verdaderamente mueve a las masas: el Corán dedica una Sura entera a la Madre de Jesús, y su nombre es cuarenta veces venerado; la enaltece hasta situarla junto a Fátima, la hija predilecta del Profeta, le confía un papel de maternidad misericordiosa, defiendo su honor contra los judíos que la difaman (la «calumnia monstruosa» sobre la virginidad que provocará «el castigo de Dios» y «la ira de los creyentes» contra Israel, dice el texto sagrado). Toda la Tradición islámica sucesiva no ha hecho más que exaltar a la «Señora María», como ellos la llaman. Quien, en un ambiente cristiano, blasfema contra Ella, es considerado, a lo sumo, un maleducado. Quien ose hacerlo entre los musulmanes, quien ponga en duda su pureza perpetua, corre el riesgo de ser linchado en el momento por la multitud enfurecida. Magdi Allam ha recordado lo que muchos de nuestros «expertos» ignoran o no saben valorar: que los santuarios marianos son, en tierras del islam, los lugares de encuentro entre cristianos y musulmanes.
Jesús es venerado no sólo como el penúltimo de los profetas, sino como anunciador del definitivo: Muhammad. Al respeto por el Nazareno se le añade no sólo la veneración sino el amor apasionado por su Madre. En la Pascua de 1968, una mujer vestida de blanco apareció sobre la cúpula de la iglesia copta de Zeitoun, un suburbio de El Cairo. Unos obreros musulmanes fueron los que la descubrieron primero. Alertaron enseguida a la gente y pidieron que recitaran, postrados, los versículos coránicos que exaltan a María y aclaman a la siempre Virgen que, según la tradición, descansó precisamente en Zeitoun cuando huía de Egipto con su Hijo y con San José. Durante muchas noches la Señora se mostró, luminosa y rodeada de palomas blancas, a las gentes que llegaban de todo el país, guiadas por sus imanes. Si el Patriarca copto -de mutuo acuerdo con el católico- declaró oficialmente que era la Virgen la que se aparecía, fue en gran parte por la presión entusiasta de los musulmanes que desde hacía mucho tiempo frecuentaban santuarios como el del monte Al-Tir, otro lugar de descanso para la Sagrada Familia.
Magdi Allam ha recordado un aspecto importante, y para muchos insospechado: una de las maneras de buscar el diálogo evitar el desastroso «choque de civilizaciones» es el redescubrimiento de ese «lugar de encuentro» que es la persona de la Virgen. Es también ésta, quizá, una de las ironías de la historia: ciertos laicísimos politólogos, ciertos autorizados comentaristas y omniscientes analistas deberían hacer hueco en sus bibliotecas para textos de, hasta ahora, mera devoción mariana y deberían peregrinar a los santuarios donde la cruz y la media luna se entrecruzan pacíficamente.
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