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El Sentido de la Navidad

Le preguntaron, en una ocasión, a Chiara Lubich —la carismática fundadora de la Obra de María o Focolares de la Unidad—: ¿Qué es para ti Jesucristo? Ella, sin dudarlo un instante, respondió con la decisión con que se dice algo obvio: «¡Es todo!».

Jesucristo es la esencia del Cristianismo; su principio y su meta, su espíritu y su impulso vital. No es sólo el mensajero de la voluntad del Padre, el sabio que proclama una doctrina elevadísima, el guía que nos conduce a una vida de suma purificación. Es la persona que -según propio testimonio- encarna todo esto y constituye, por ello, el ideal de nuestra vida, nuestra salvación definitiva: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí. Si me habéis conocido, conocéis también a mi Padre. (...) El que me ha visto a mí ha visto a mi Padre». (Jn 14, 6-11). «El que entregue su vida por mí y por el evangelio, ése se salvará.... » (Mc. 8, 35).

Jesús no vino sólo a mostrarnos el camino para ir al Padre. Nos dijo: «Yo soy el camino». No se encarnó para indicarnos dónde se halla la verdad. Nos confesó: «Yo soy la verdad». No se limitó a enseñarnos cómo lograr una vida plena. Nos manifestó: «Yo soy la vida». Quien le ve a Él ve al Padre; quien se une a El está en la verdad; quien vive unido a Él tiene vida eterna. Por eso repite San Pablo una y otra vez que debemos estar «en Cristo». No hemos de pasar a través de Él hacia el Padre. Quedándonos en Él, estamos en el Padre. Él es el mediador en sentido eminente. No sólo ejerce de intermediario que nos revela lo que es el Padre. Él es esa revelación.

No admitir esto por considerarlo blasfemo es «escandalizarse» de Jesús, rechazarlo y rechazar la salvación que nos ofrece. Con razón de largo alcance, nos dijo Jesús que es bienaventurado quien no se escandaliza ante su manifestación de ser Hijo de Dios, sino que la acepta.

Jesús, con su palabra, nos reveló al Padre

En la parábola del Hijo Pródigo (Lc 15, 11-32), Jesús nos describe al Padre como el ser entrañable que nos ama incondicionalmente, aunando el amor de padre y de madre. El Padre no se encerró en una actitud de rencor hacia el hijo que había mancillado el honor de su casa. Fue a su encuentro cuando, tras despilfarrar la hacienda, decidió volver al hogar paterno. Salió después en busca del hermano mayor que se negaba a entrar en casa y participar en la fiesta. Era «lógico» que no quisiera celebrar el retorno del hermano, porque se movía en el nivel 1, el nivel del cálculo egoísta, conforme al cual su disoluto hermano no podía traer a la familia sino nuevos problemas. El Padre, sin embargo, no miró tanto al pasado cuanto al presente: su hijo se había perdido y ha sido encontrado; rompió la unidad familiar y quiere restaurarla. Esta actitud de arrepentimiento encierra una alta dosis de creatividad y significa un nuevo comienzo. Lo que desea el Padre es recobrar la unidad de la familia, que constituye la meta de su vida. Es la actitud propia del nivel 2.

El hermano mayor muestra una actitud farisaica. Es egoísta y se considera justo, perfecto. Ciertamente, es perfecto en el nivel 1, pero muy deficiente en cuanto al nivel 2, pues no ha optado por la bondad incondicional, como ha hecho el Padre. Por eso, es duro con el hermano y no se alegra de que intente retornar a una vida ordenada y fecunda. Sólo piensa en el fallo que cometió y en los problemas que pueda plantear a la familia. Su actitud nos permite sospechar que tal vez haya sido él quien, con sus exigencias de persona cumplidora pero adusta, llevó a su hermano a marcharse. Ahora actúa como el fariseo en el templo, y desprecia al hermano pequeño que, como el publicano, reconoce su culpa y pide perdón.

Esta parábola deja patente que Dios se alegra de veras cuando encuentra a la oveja perdida y cuando un discípulo, tras una triple negación, manifiesta tres veces que le ama. Este amor supone un nuevo nacimiento, una transfiguración interior. Por eso se alegra el Señor, porque la alegría —como bien dijo Henri Bergson— es «signo de que la vida ha triunfado» . La lógica del Padre es la de la creatividad, la vida en plenitud, el amor incondicional. La lógica del hermano mayor es la lógica del amor condicionado a los propios intereses. Toda la predicación de Jesús nos insta a pensar con los conceptos de Dios, no con los nuestros; a adoptar la lógica —el modo de pensar— del Padre, no a aplicarle nuestra forma de pensar, sentir y querer, para alejarnos de Él cuando parezca no responder a nuestras expectativas.

Jesús, en su forma de vivir, nos revela cómo ha de comportarse un hijo de este Padre

Jesús vive plenamente el amor del Padre. Pasa la vida haciendo el bien; cura a los enfermos, enseña a las gentes, se entrega a todos y asume la muerte lúcidamente por mostrarnos cómo se actúa en el Reino del amor.

Considera como la meta de su vida cumplir en todo momento la voluntad del Padre. Cuando su madre, angustiada tras buscarle en vano durante tres días, lo encontró en el Templo y le manifestó su perplejidad, él contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que tengo que estar en las cosas de mi Padre» (Lc. 2, 49). Al decirle alguien que su madre y sus hermanos —es decir, sus parientes— estaban fuera de la sinagoga esperándole, Jesús respondió con aparente despego: «El que haga la voluntad del Padre, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc. 3, 31). El que cumple la voluntad del Padre entra en la corriente de la vida trinitaria. Compartir esa vida trinitaria significa para Jesús un vínculo vital más fuerte que el que tiene un niño con su madre biológica. En Getsemaní pidió al Padre fervientemente que pasara de Él el cáliz amargo de la pasión, pero añadió: «Que no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mt 26, 39). El empeño de Jesús en todo instante es cumplir la voluntad del Padre: «Yo hago siempre lo que a Él le agrada» (Jn 8, 29).

Estas manifestaciones de Jesús nos permiten adentrarnos en su interioridad. La gran fuerza que impulsa toda su vida (extenuarse haciendo el bien; recogerse para orar, orientar a las gentes hacia Dios, hablar con autoridad sorprendente...) es su afán de hacer la voluntad del Padre. Esta voluntad no opera sobre Él como un mandato recibido del exterior; es la fuente de su vida, su más profunda razón de ser. La voluntad del Padre, que es amor, es para él una llamada amorosa; llamada poderosa, pero no coaccionante, porque a Jesús le brota de dentro, de su ser más profundo. Obedecer por amor es actuar libremente, con la forma más alta de libertad, que es la libertad creativa. Jesús no cumple la voluntad del Padre sólo porque es su deber, sino porque le ama desde lo más hondo de su persona. Cumplir, por amor, lo que es debido constituye la esencia de la libertad creativa, la auténtica libertad humana.

La vida de Jesús consiste en vibrar al unísono con el Padre. Y, como el Padre es infinitamente bueno, justo y bello, Jesús es modelo de bondad, justicia y belleza. Esa vida excelsa es la que se nos revela en Navidad.

En Jesús se nos revela la Trinidad

Es decisivo para los cristianos conocer la interioridad de Jesús, pues en ella se nos manifiesta el Padre y el Espíritu de santidad que los vincula a ambos, y se nos revela lo que significa vivir trinitariamente. Sabemos que los dogmas cristianos no son únicamente doctrinas para pensar y aceptar con la inteligencia; son principios de vida para asumir activamente y nutrir con ellos nuestra existencia personal. Vivir trinitariamente significa vivir creando vida de comunidad, y generar así la presencia entre nosotros del Jesús que ha prometido estar en medio de quienes se unan en su nombre (Mt 18, 20). Vivir trinitariamente equivale a vivir plenamente nuestra vida de personas.

Consecuencias de este descubrimiento de la vida trinitaria

Jesús nos reveló que Dios es amor. El mensaje del Cristianismo es, pues, un mensaje de amor, pero del amor del Padre revelado en Cristo, no otro; un mensaje de entrega y servicio, pero de un servicio como el que realizó Cristo, no de otro tipo; un mensaje de vida comunitaria, tal como la vivió Cristo, no de otra forma.

La existencia cristiana no consiste básicamente en hacer el bien, ser justos y solidarios..., sino en seguir a Jesús, amarle y cumplir los mandamientos por amor a Él, considerado como el ideal de nuestra vida. «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14, 15). «El que retenga su vida, la perderá; y el que la perdiere por mí y el evangelio, la hallará» (Mc 8, 35; Mt 10, 39). «Pues a todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos. Pero a todo el que me negare delante de los hombres, yo le negaré también delante de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 10, 32-33). Esta exigencia de seguirle es absoluta, tiene la primacía sobre cualquier otro vínculo, incluso los familiares más íntimos: «El que ama al padre y a la madre más que a mí no es digno de mí, y el que ama al hijo o a la hija más que a mí no es digno de mí» (Mt 10, 37).

Este amor incondicional a Jesús funda una vida interior auténtica. La vida interior no es vida retraída, solitaria, desgajada; es vida en comunión oblativa. «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y pondremos nuestra morada en él» (Jn 14, 20-21 y 23). Si, por amor, creamos con Dios una relación de auténtico encuentro, sentiremos vivamente que Él pasa de ser para nosotros algo infinitamente lejano a ser íntimo, lo más íntimo de nuestra realidad personal. Nada nos es más íntimo que lo que constituye el principio de nuestra actividad personal. Es lo que nos reveló San Pablo al decir: «Ya no vivo yo, es Cristo el que vive en mí» (Gal 2, 20).

Si estamos unidos así a Jesús, pensamos con sus conceptos, no con los nuestros. Al contemplar, con esta empatía, la vida de Jesús, advertimos que nuestro maestro, al ir conscientemente a la muerte por amor, nos enseña que la entrega al dolor y la humillación no es pura negatividad; tiene un sentido positivo y puede enriquecernos como personas. Pensemos, por ejemplo, en lo que significa no escandalizarnos del «silencio de Dios». A menudo sentimos angustia ante una situación y acudimos al Padre del cielo pidiendo ayuda. Y el Padre, para nuestro desconcierto, guarda silencio, parece indiferente a nuestra plegaria. Y tendemos a sentirnos defraudados. Miles de personas reaccionan, entonces, diciendo: «¡No lo entiendo, por tanto no lo acepto!», y se encaminan por la vía del despecho, si no del rencor. María, en el templo, no entendió las palabras de Jesús pero no se dirigió por la vía de la soberbia, que rechaza lo que resulta incomprensible; vio en esas palabras un mensaje misterioso y se introdujo en ellas, como en una morada, para vivir de la riqueza que encierran. Dios —advierte Pascal— se nos revela con suficiente claridad para que podamos creer en Él y con suficiente oscuridad para que no nos veamos forzados a aceptarlo.

La transfiguración que opera la Navidad

Tenemos que renunciar a nuestro afán de entenderlo y juzgarlo todo con nuestros conceptos y criterios humanos. Al morir y resucitar, Jesús nos reveló algo sorprendente y grandioso: que nuestra vida debe consistir en estar constantemente muriendo y transfigurándonos. Transfigurándonos también en el aspecto intelectual. Podemos situar egoístamente nuestra vida en lo que podemos llamar nivel 1, el nivel del dominio, la posesión, el manejo de objetos, el disfrute. Esta actitud ante la vida nos lleva a convertirlo todo, incluso las personas, en medios para nuestros fines. Con ello renunciamos a unirnos de verdad entre nosotros. Pero tenemos también la posibilidad de movernos en el nivel 2 y adoptar una actitud generosa de respeto, estima y colaboración amistosa con las realidades de nuestro entorno, sobre todo las personas, que nos permita crear con ellas modos auténticos de encuentro. Jesús vino a revelarnos que la meta y el ideal de nuestra vida es la forma de unidad que llamamos encuentro, modo de unión que implica entrega, cordialidad, fidelidad, comunicación sincera, participación en tareas nobles.

Todo lo que sea renunciar a vivir en el nivel 1 significa morir —en sentido evangélico y paulino—, amortiguar el afán de afirmarnos a nosotros mismos frente a los demás. Cuanto implique elevarnos al nivel 2 supone transfigurarnos, resucitar a una vida de hombres nuevos (Gal 6, 15). El hombre nuevo teje su vida a base de constantes transfiguraciones o conversiones:

  • Convierte la casa en hogar, creando vínculos de verdadera amistad.
  • Convierte la mera vecindad en una relación de auténtico encuentro.
  • Considera el pan y el vino, no como meros productos del esfuerzo humano, sino como el fruto de una confluencia fecunda de múltiples elementos.
  • Convierte la libertad de maniobra —poder elegir en virtud de las propias apetencias— en libertad creativa, capacidad de elegir siempre en virtud del ideal de la unidad, no del propio gusto.

En un congreso, expliqué a 3.000 jóvenes en qué consiste la verdadera libertad, y al final un joven, con lágrimas en los ojos, me indicó que «le había destruido su mundo». Le pregunté qué le pasaba y me dijo: «Yo creía ser una persona totalmente libre porque mis padres me dan todo lo necesario para satisfacer mis gustos, por costosos que sean. Y ahora usted afirma que este tipo de libertad puede llevarme a la peor de las esclavitudes». «Amigo, levante el ánimo —le indiqué yo—, pues tiene toda la vida por delante para disfrutar del descubrimiento que acaba de realizar. ¿Se da cuenta del abismo que estaba bordeando en cada momento por el hecho de disponer de tantas posibilidades y no tener como criterio para elegir entre ellas sino su propio gusto? Los gustos, las apetencias y los impulsos son, de por sí, algo bueno, porque indican vitalidad, pero no llevan inserta en ellos la orientación justa. Necesitan ser orientados por un ideal. Dejarse llevar de ellos es muy peligroso». El joven pareció haber descubierto un mundo nuevo, un horizonte de vida más exigente pero inmensamente prometedor.

Aceptar que nuestra condición humana no nos permite dirigir nuestra vida arbitrariamente, sino que debemos atenernos a criterios e ideales que nos vienen dados, significa una transfiguración, elevarnos a una vida nueva. Con razón nos advierte San Pablo: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con Él, en gloria» (Col 3, 1-4). El Apóstol nos indica que debemos resucitar en vida, elevarnos de un tipo o nivel de vida a otro superior: un modo de vida transfigurado, virtuoso, éticamente valioso, abierto al encuentro con Dios.

La transfiguración básica es la que nos eleva del estado de indiferencia o de odio hacia los demás a un estado de amor y encuentro. Nos lo indica taxativamente San Juan evangelista, con su característico estilo directo: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos; el que no ama —con amor generoso— sigue estando en la muerte» (1 Jn 3, 14). Ese paso de la muerte a la vida implica, obviamente, una transfiguración, una resurrección. Amar de verdad es estar resucitando a una vida superior. Toda la vida tiene que tener ese carácter de transfiguración. Si analizamos las doce fases de nuestro proceso hacia la plenitud, veremos que cada una implica una forma peculiar de transfiguración .

El hombre transfigurado es el «hombre nuevo», el hombre renovado (Gal 6, 15). La renovación debemos hacerla a cada instante. La vida que es una trama de renovaciones es una vida eminentemente creativa.

La vida orientada hacia el amor es fuente inagotable de alegría

Esta forma transfigurada de ver la vida humana procede de la Navidad, pues la Navidad nos da a Jesús, que encarna a perfección el ideal de la unidad, del amor oblativo. Es, por ello, la gran fiesta de la alegría. Un obispo anciano y achacoso pasó varios años en un campo de concentración siberiano. Durante una fiestas navideñas tuvo que compartir una celda lóbrega y gélida con varios reclusos, también cristianos, que, por dar testimonio de su fe, estaban sufriendo ese tormento: frío, hambre y, sobre todo, terror. Estaban unidos entre ellos, y, dentro de sus posibilidades, rezaban en común y se animaban mutuamente. Al final de las navidades escribió una carta, en la que narraba las penalidades sufridas. En una postdata agregó: «Fue la Navidad más alegre de mi vida». ¿Se trata, acaso, de un perturbado mental? Todo lo contrario: es una persona consciente del valor altísimo de la unidad. La luz y la fuerza le vinieron del Evangelio, en definitiva de Navidad. ¿Cómo no iba a ser alegre festejar la auténtica Navidad?

Navidad es todos los días para quienes se esfuerzan en vivir a la luz del Evangelio. Dedicamos un día al año a festejar lo que es importante todos los días del año. Aunque nos acosen los recuerdos dolorosos, sobre todo los relativos a estos días, no dejamos de festejar la Navidad, ya que esta fiesta se halla muy por encima de los avatares cotidianos. Los mayores tenemos en la memoria mil heridas, pero ninguna de ellas puede robarnos la alegría profunda de haber recibido la visita del Señor, con todo lo que ello implica: descubrir el ideal de la vida, su sentido más hondo, la capacidad redentora del dolor, el gozo que nos procura todo encuentro verdadero.

Si el lector me permite aducir una experiencia personal, confesaré que, tras la muerte de un hermano muy joven en circunstancias especialmente penosas, me sentí espiritualmente desconcertado. Esa muerte me parecía una crueldad incomprensible. El silencio de Dios, que había desoído mis súplicas, se me antojaba signo de una fría lejanía, capaz de apagar todo fervor religioso. En esto, tuve que seleccionar una frase evangélica para grabar en la lápida de la sepultura. Escogí ésta: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque hubiere muerto, vivirá» (Jn 11,25). Durante meses viví inmerso en esta revelación maravillosa, como si fuera una morada espiritual. Y me vi redimido de la oleada de frustración y casi rebeldía que estaba agitando mi ánimo. Comprendí, entonces, que las palabras de Jesús son verdaderamente «palabras de vida», como tantas veces nos dijo San Pablo (Flp 2, 15-16; 2Cor 2, 16-17; Hebr 4,2), porque Jesús es la vida y la luz de los hombres (Jn 1, 1-4).

Navidad es siempre alegre, con una sola condición: no que estemos libres de penas y dolores, sino que aceptemos la invitación del Señor a ser sus amigos. Esa alegría no puede nadie quitárnosla. San Pedro y S. Pablo se hallaban en un calabozo sombrío (la famosa Cárcel Mamertina de Roma), sin más horizonte a la vista que el martirio. Pero escribían cartas rebosantes de amor a los cristianos, se sentían profundamente unidos a ellos por amor a Cristo, que era su Ideal. Los carceleros intuyeron que esa alegría era algo nuevo, inusual en el mundo por ellos conocido. «Debéis de tener una fuente interna de alegría que nadie os puede quitar —les dijeron—. ¿No podríamos nosotros participar de esa fuente...?» Se hicieron bautizar, se negaron a rendir culto al emperador y fueron martirizados. Hoy los veneramos, en la liturgia, con los nombres cristianos de San Marcos y San Marceliano.

Nuestra alegría interior no depende de las circunstancias en que nos hallemos. Estar alegre no es lo mismo que estar divertido. Se trata de una alegría profunda, que refleja un estado de plenitud espiritual. San Pablo nos invita a la alegría con frecuencia: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres» (Flp 4,4). ¿Se puede mandar estar alegres? Si nos movemos en el nivel 1, solemos pensar que la alegría es reflejo espontáneo de lo bien que nos van las cosas. Pero, si ascendemos al nivel 2, descubrimos que la alegría espiritual surge en nosotros cuando vemos nuestra vida rebosante de sentido. Y el sentido brota en el encuentro. Dachau —el temido campo de concentración cercano a Munich— llegó a ser un paraíso para un grupo de cristianos —entre ellos el conocido pedagogo, Padre José Kentenich— que vivieron a fondo el tipo de unidad que suscita la presencia de Jesús. La conciencia de compartir la condición de hijos de Dios los unía, y esa unión los llenaba de alegría. La alegría tiene un acento triunfal, y no hay mayor triunfo en la vida que crear modos elevados de unidad, a pesar de la amargura y la dificultad de las circunstancias. A cultivar animosamente esta forma de unidad nos invita San Pablo al instarnos a estar alegres.

Navidad significa la venida del Señor en persona. El da el primer paso hacia la amistad. Es la Palabra de Dios, su expresión y revelación. Pero esa revelación sólo engendra luz para quienes están dispuestos a acogerla. Es un rasgo típico de los grandes valores no manifestarse sino a quienes responden positivamente a su apelación. De la Luz que era Cristo dice San Juan al comienzo de su evangelio que «vino a los suyos y los suyos no la recibieron» Este rechazo, protagonizado por los fariseos, es debido a la falta de un espíritu abierto, espontáneo, suficientemente humilde para aceptar la novedad que significaba la figura de Jesús.

María, protagonista de la Navidad

Este espíritu acogedor resalta singularmente en María. Por eso es, con Jesús y San José, la gran protagonista de la Navidad. Ella nos dio a Jesús de forma triple:

  1. En el plano biológico, gestándolo y acogiéndolo maternalmente.
  2. En el aspecto espiritual, colaborando con Él en su gran tarea redentora, no interponiéndose nunca —por difícil que fuera para ella— entre su Hijo y la misión que el Padre le encomendaba.
  3. Uniéndose con los apóstoles en nombre de Jesús y haciéndolos, así, a todos acreedores a la gran promesa que Él había hecho de que ese género elevado de unidad lo bendeciría con su presencia.

Tenemos mil razones para celebrar fiesta en Navidad. En Navidad festejamos algo grande, inmenso: la presencia de Jesús entre nosotros, y, con Jesús, la del Padre y el Espíritu por excelencia Santo. Así pues, cuando nos felicitemos estos días, ya sabemos bien por qué lo hacemos. Con ese conocimiento bien refrescado, les digo cordialmente: «¡Mil felicidades en estas fiestas navideñas, con María, la Madre de la Iglesia!»

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