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Un Papa post-ideológico

Doscientos cincuenta millones de personas han seguido por televisión el viaje de Benedicto XVI a Colonia. Si a ellos se unen los casi 300 millones que lo han acompañado a través de la prensa y la Red, resulta una cifra cercana a los 500 millones de ciudadanos del mundo interesados por el periplo alemán. Un hecho histórico, si se tiene en cuenta que tras el Papa de Polonia, que fue el primer país invadido por Alemania en la Segunda Guerra Mundial, fue elegido como sucesor de Pedro un alemán que, como dijo el presidente Köhler al recibirle, forma parte de la generación «de los niños de la defensa antiaérea». Eso ha permitido que el Papa alemán estrechara, de entrada, los lazos con su patria.La acogida en el aeropuerto, con una Alemania volcada y orgullosa, así como la visita a la sinagoga destruida la noche nazi de los cristales rotos, permitió a Benedicto XVI pasar simbólicamente «una página oscura y dramática de la conciencia colectiva de Alemania» (Guènois). En fin, el encuentro con los obispos alemanes, a los que invitó «a capitalizar» las energías liberadas por ese millón de jóvenes, pacíficamente invasores del centro de la vieja Europa, fue el prólogo de la visita al corazón de un país que prácticamente inventó todas las modernas herejías anticristianas.

Probablemente dos frases audaces sintetizan el mensaje de Benedicto XVI. La primera, lanzada como un desafío a los jóvenes, venía a decir que «sólo una gran explosión de bien puede vencer al mal», produciendo la transformación necesaria para cambiar al mundo. La segunda, que la «fisión nuclear» en el corazón más escondido del ser se produce en el misterio de la Eucaristía, liberando la energía necesaria para cambiar al Hombre. He aquí la gran revolución: «Sólo Dios transforma al mundo». Parece que esas palabras no han caído en saco roto. Sobre todo si se piensa que el domingo 21 de agosto tuvo lugar en Bonn un Encuentro Mundial de jóvenes neocatecumenales en el que cerca de 2.000 se ofrecieron como sacerdotes y consagradas. Y hace apenas unos días el Papa vaticinaba desde Roma que la semilla sembrada en el corazón del millón de jóvenes acabaría transformándose en «una nueva primavera de esperanza para Alemania, Europa y todo el mundo».

Las Jornadas de la Juventud duran ya veinte años. La intuición de Juan Pablo II era acertada: tres millones de jóvenes lo acompañaron en Manila, dos millones en Roma, un millón en Paris. Otro millón ha estado con Benedicto XVI en Colonia. Las generaciones -como los Papas- cambian, pero esas Jornadas parecen sobrevivirlos.

Pero para entender los primeros pasos de Benedicto XVI por la Historia no hay que perder de vista su propia psicología. Ratzinger era, cuando fue elegido Papa, uno de los cuatro o cinco primeros intelectuales del mundo actual. No me refiero sólo a un intelectual teólogo: su obra se abría a todos los temas de hoy, con una excepcional capacidad diagnóstica sobre la modernidad. Eso explica que el primer filósofo actual -Jürgen Habermas, agnóstico, por cierto- quisiera tener con Ratzinger un largo coloquio, recientemente publicado, que es una obra maestra de la post-modernidad, una verdadera delicia intelectual. El desafío de Benedicto XVI radica ahora en pasar de la dimensión diagnóstica a la dimensión operativa y terapéutica. Tránsito que deberá hacer con su propio estilo, que es más de argumentación que de imposición. Sus discursos en Colonia y sus actuaciones muestran un Papa que «ha tenido el coraje de ser él mismo» (Messori).

Ciertamente hay una continuidad -que también es discontinuidad- con Juan Pablo II. Ninguno de los dos procedían de la estructura burocrática. Juan Pablo II, porque venía de fuera geográficamente.En el caso de Benedicto XVI, porque su pensamiento, plasmado en una extraordinaria producción científica, giraba fuera, es decir, en los temas del mundo y no en los temas del burocratese eclesiástico. Por eso había sido invitado a una memorable intervención en Oxford, era miembro del Instituto de Francia y las principales universidades americanas habían tenido el honor de escucharle.Este pontificado -se ha dicho-será «de conceptos y de palabras».Y en Roma se apostilla -para explicar las diferencias entre Juan Pablo II y Benedicto XVI- que «cada uno de los doce apóstoles eran diferentes, pero todos eran servidores de Cristo».

Benedicto XVI tiene el convencimiento de que el cristianismo no se puede construir a base de fórmulas elaboradas sobre la mesa de un escritorio. Para el nuevo Papa, es un error «preocuparnos demasiado de nosotros mismos», ya sea dándole vueltas al celibato de los sacerdotes, la ordenación de mujeres o diseñando nuevos organismos eclesiales. Entiende que la Iglesia «habla demasiado de sí misma», preocupada por su propia estructura. La verdadera reforma no puede reducirse «a un celoso activismo para erigir nuevas y sofisticadas estructuras». Para Benedicto XVI, lo que necesita la Iglesia para responder en todo tiempo a las necesidades del hombre «es santidad, no management».

Desde luego, todo Papa es previsible -incluido Benedicto XVI-, pues no inventa el contenido de la identidad cristiana. Pero es cierto que también es imprevisible, ya que es el resultado de esa delicada dialéctica entre persona e institución. Con Benedicto XVI esa relación será -es ya, como se ha visto en Colonia- de una creatividad extraordinaria. No siendo la menor novedad su intento de librar a la Humanidad de la esclavitud de las ideologías.Un Papa post­ideológico, así se le ha comenzado a llamar. Puede permitírselo, pues es consciente de pertenecer, en sus propias palabras, «a una familia grande como el mundo, que comprende cielo y tierra, el pasado, el presente y el futuro».

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