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¿Cabe Dios en la Constitución europea?

Más de un millón de firmas acaban de presentarse en el Parlamento de Estrasburgo exigiendo la mención explícita del cristianismo en la futura Constitución europea. En concreto, exactamente 1.066.256 firmas de ciudadanos europeos de los 25 estados miembros. Se trata del mayor movimiento ciudadano jamás conocido en la Unión Europea. El mismo canciller alemán, el socialdemócrata Gerhard Schröder, se ha mostrado partidario de la mención al cristianismo en el preámbulo por el impresionante movimiento social que ha suscitado. Por otra parte, el desencanto europeísta por la debacle en las últimas elecciones reclama volver la mirada a una argamasa de valores que pueda dar sentido a la UE. Como autorizadamente se ha dicho, Europa, «justo en esta hora de su máximo éxito, parece haberse vaciado por dentro, paralizada en cierto sentido por una crisis de su sistema circulatorio».

Sin embargo, las noticias que llegan de Bruselas son contradictorias.Por un lado, España parece decidida a apoyar la mención «siempre que haya consenso». Pero la Presidencia irlandesa no estima posible que este consenso se produzca, fundamentalmente por la dura presión de Bélgica y Francia para mantener el texto «sin ninguna referencia religiosa específica». En el polo opuesto, siete países de la UE -Italia, Lituania, Malta, Polonia, Portugal, República Checa y Eslovaquia- han pedido de nuevo en una carta conjunta una referencia al cristianismo en el proyecto de Constitución europea. En fin, el ministro polaco de Exteriores, Wlodzimierz Cimoszewicz, acaba de sugerir como propuesta de compromiso recoger la referencia a Dios que existe en la Constitución polaca.

Como es sabido, esta polémica ha levantado el hacha de guerra entre quienes ven en ella una especie de complot papista contrario al principio de laicidad y aquellos otros que sospechan que, tras la negativa, se oculta la cerrazón de «una nueva clase de eurolaicos que cabalgan sobre una ola de cristofobia». Desdramaticemos la cuestión acercándonos a ella con sensibilidad histórica y política.

El debate trae a mi memoria una anécdota del ya desaparecido John Foster Dulles, jefe de la Diplomacia estadounidense durante la Presidencia de Eisenhower. Con ocasión de uno de los numerosos conflictos entre Israel y sus vecinos árabes, invitó a un representante israelí y a otro sirio -judío el primero, musulmán el segundo- a mantener una conversación privada sobre el conflicto. Cuando se encontraron, el secretario de Estado les estrechó calurosamente la mano, les sonrió y dijo: «¿Por qué no nos sentamos los tres juntos y, de corazón a corazón, resolvemos esto como caballeros cristianos?». La anécdota pone de manifiesto dos cosas. La primera es que se sigue creyendo correctamente que en las tradiciones religiosas hay recursos importantes, no siempre aprovechados, para resolver los conflictos mundiales. La segunda, como advierte Harvey Cox, que cuando se piensa en los valores religiosos como una ayuda para la resolución de esos conflictos, la mayoría -y no sólo Foster Dulles- tiende a recurrir a su propia tradición religiosa, aunque sólo sea porque no conoce las posibilidades análogas que ofrecen las tradiciones de los vecinos.

En el tema que nos ocupa todavía podríamos sacar una tercera consecuencia (no exacta, desde mi punto de vista): que la introducción del cristianismo en el preámbulo de la Constitución europea sería una especie de caballo de Troya que permitiría, con el tiempo, aplicar soluciones cristianas a los problemas seculares que fueran presentándose. Esto sería no entender que tanto laicos como cristianos tienen un patrimonio común de derechos fundamentales, dotados del mismo contenido, aunque distintos en sus fundamentos.. Porque, efectivamente, los derechos del hombre no comienzan con la Revolución Francesa, sino que hunden sus raíces en aquella mezcla de cristianismo y hebraísmo que configura el rostro económico y social de Europa.

De ahí que los temores a que una inclusión de los valores cristianos pudiera producir una solapada invasión de criterios confesionales, del mismo modo que la gota al caer va horadando poco a poco la roca, es infundada. Tan infundada como que la inclusión de criterios laicos entre los valores del preámbulo produzca una ofensiva judicial destinada a borrar los jirones religiosos que la Historia ha depositado en la sensibilidad europea. Ni una ni otra referencia tendrían la fuerza de alterar los trazos comunes del modelo europeo sobre el factor religioso, que puede sintetizarse como el rechazo simultáneo del indeferentismo religioso y la teocracia. Es decir, una versión actualizada en clave laica del dualismo cristiano.Como se ha dicho, «un modelo de cooperación formal integrado por dos factores: el principio de igual libertad de todas las confesiones y el de la medida distinción entre el orden político y el orden de las conciencias». La verdad es que nuestro código genético está impregnado de sustancia cristiana, que durante 20 siglos de cristianismo se ha depositado en nuestra infraestructura personal. Cuando el celebrado galáctico del Real Madrid, David Beckham, por poner un ejemplo actual, refiriéndose a su hijo Brooklyn, decía a The Guardian: «Creo que debe ser bautizado, pero no he decidido todavía en qué religión», estaba utilizando un vocabulario cristiano sin saber exactamente de qué estaba hablando.

Otro ejemplo poco técnico, pero sintomático. En una obra de John Le Carré (El espía no vuelve) hay una conversación entre un agente del MI-6 británico y otro del KGB soviético que puede traerse a colación. El agente soviético pregunta al británico cuál es la ideología que representa. Este contesta que, evidentemente, ellos no son marxistas. El soviético inmediatamente repregunta : «Entonces, ¿son cristianos?». E insiste: «Si no son marxistas, la sociedad occidental tiene que ser fundamentalmente cristiana.Y por eso mismo ­a diferencia de nosotros- creen en la santidad de la vida y no pueden matar por intereses políticos, salvo declaración de guerra». Repárese en que para la mente marxista del agente soviético no hay más alternativa, por lo menos en Occidente, que una mente cristiana.

Hay multitud de datos que demuestran la abrumadora presencia del cristianismo en la civilización europea-americana: en la arquitectura, en la música (sobre todo la clásica), en las artes figurativas, en la literatura o en la poesía. Como dice el constitucionalista J. H. Weiler, «no cabe eliminar el cristianismo de la Historia de Europa, como no se pueden eliminar las cruces de los cementerios».

Pero estamos hablando demasiado alegremente de la posibilidad de incluir una referencia al cristianismo en la Constitución europea sin haber antes concluido si este factor es un dato importante a tener hoy en cuenta o simplemente un fósil histórico cuyo peso específico actual no merecería mayor atención que la observación de los anatomistas en torno a un cadáver. El lugar común en esta materia, hasta hace poco, era entender que «la modernidad es un veneno para la religión». El progreso iría acorralando a la religión en guetos rodeados de altos muros, difíciles de escalar.La excepción -se decía en los 80- era Estados Unidos. En ese hábitat, la religión estaría «en plena efervescencia», Pero ahora esto no está tan claro: la excepción ya no es Estados Unidos.Lo religioso se ha expandido como una mancha de aceite por América, Asia , Africa y Europa, inmersas -en distintos grados de intensidad- en un sorprendente proceso de des-secularización. No es que en Europa el cristianismo sea simplemente una «herencia histórica» que sería de justicia recoger en el preámbulo del Tratado Constitucional.Es que es una realidad cada vez más viva. De otro modo, no se entiende que un líder cristiano (Juan Pablo II) haya protagonizado las mayores concentraciones de masas que Europa ha conocido en el siglo XX.

Coincido con Walter Brandmuller cuando hace notar que la mayor parte de las catástrofes del siglo XX, desde los desastres bélicos de la I Guerra Mundial a los campos de exterminio del III Reich y el Archipiélago Gulag, son el resultado de la ruptura de Europa con sus orígenes en Jerusalén, Atenas y Roma. Jerusalén representa la concepción de que la Humanidad y el mundo existen en relación con Dios, el Creador, a quien deben su existencia y de quien esperan la salvación final. Atenas representa la primacía del intelecto, que sostiene la cultura europea. Roma, la arquitectura jurídica que vertebra las grandes creaciones normativas.

Pero, ¿cuál podría ser la fórmula que no hiriera el planteamiento laico belga-francés y, al tiempo, diera satisfacción a las aspiraciones italianas, checas, polacas o irlandesas? En el seno de la Convención redactora que elaboró el proyecto de Constitución, varios miembros presentaron propuestas de enmiendas que defendían una referencia simultáneamente dual al patrimonio judeocristiano y a los valores laicos y liberales. En este sentido, una fórmula posible sería una referencia a «nuestra cultura radicada en el patrimonio judeocristiano y en los valores humanos de la laicidad», o cualquiera otra que abarque ambos aspectos. Sería una fórmula de compromiso que destacaría que, si es verdad que en su consideración geográfica Europa es poco más que una pequeña parte occidental del gran continente asiático, en el fondo sólo se puede comprender desde el punto de vista cultural en cuya creación la tradición cristiana tiene una importancia singular.

Del director

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