conoZe.com » Historia de la Iglesia » Padres de la Iglesia » Patrología (II): La edad de oro de la literatura patrística griega

Introducción

La victoria de Constantino en el Puente Milvio señala el momento decisivo en la historia de la Iglesia antigua. Significa el fin de la Roma pagana y la inauguración del Imperio cristiano. De religión fuera de ley, el cristianismo se convirtió primero en religión tolerada, y, finalmente, en religión preferida. Después que fracasó el intento efímero del emperador Juliano (361-363) de restaurar el paganismo, la religión cristiana vino a ser pocos años más tarde, bajo Teodosio I, la religión del Estado.

La Iglesia, con su ciencia, su liturgia y su arte, entra así en una nueva era. Empieza el período de los grandes Padres de la Iglesia, la edad de oro de la literatura eclesiástica. Los escritores cristianos de los siglos IV y V están en condiciones de dedicar sus talentos a otras causas, además de la defensa de la Iglesia contra los paganos. El rasgo distintivo de esta época es el desarrollo de la ciencia eclesiástica. Libre ya de la opresión exterior, la Iglesia se dedica a preservar su doctrina de la herejía y a definir sus principales dogmas. Es la época de los grandes concilios ecuménicos, y su característica más sobresaliente, efecto de las disputas cristológicas, es una intensa actividad teológica. La mayor parte de los escritores, absorbidos por los problemas candentes de su época, se entregan a la polémica y al dogma. Principalmente en Oriente, escenario de los famosos concilios de Nicea (325), Constantinopla (381), Efeso (431) y Calcedonia (451), un crecido número de eminentes escritores se enfrentan con las herejías del arrianismo, macedonianismo, sabelianismo, nestorianismo, apolinarismo y monofisismo. De esta suerte, este período produce grandes teólogos, como Atanasio, los Padres Capadocios, Juan Crisóstomo, Cirilo de Alejandría y otros, cuyas obras nos traen el eco de los conflictos intelectuales de la época.

Además del desarrollo interior de la ciencia teológica, hubo un segundo elemento que contribuyó a las realizaciones de la literatura cristiana en el período postconstantiniano. A la victoria de la religión cristiana siguió la franca asimilación de la educación y del saber profanos y la adopción decidida de todos los géneros literarios tradicionales. Así, por ejemplo, los autores clásicos de la Iglesia griega, como Basilio Magno, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianceno, reúnen en sus personas, juntamente con una excelente preparación teológica, una gran cultura helenística, brillante elocuencia y dominio del estilo, todo ello aprendido en escuelas y academias antiguas. Nacía así un humanismo cristiano en el que la literatura eclesiástica alcanzó su perfección.

La libertad de culto concedida por Constantino dio muy pronto como resultado las conversiones en masa. La Iglesia viene a ser un factor dominante en el mundo. El peligro grave estaba en que no hubiera una suficiente transformación de los corazones y de las inteligencias, dando pie a un relajamiento de la moral y de la vida espiritual de los cristianos. Para impedirlo, la Iglesia produjo el monaquismo, que renuncia al mundo y aboga por una vida de ascetismo y de misticismo. En un principio, el nuevo movimiento reaccionó violentamente contra todo ensayo de humanismo cristiano y contra toda influencia entre la cultura clásica y la religión cristiana. En las primeras comunidades de cenobitas se recomendaban el trabajo manual y la oración más que la ciencia sagrada y la actividad literaria. A medida que pasaba el tiempo, esta actitud hacia la literatura y la ciencia fue cambiando completamente. Es más, muchos monasterios vinieron a ser cuna de la teología y filosofía cristiana, y no pocos de sus integrantes tomaron parte activa en las controversias dogmáticas de su tiempo. Además, el crecimiento del monaquismo dio origen a un nuevo tipo de literatura cristiana. Se compusieron vidas de monjes famosos, se recogieron anécdotas sobre sus dichos y hechos, se escribieron manuales ascéticos que tenían como fin el promover la perfección espiritual y explicar los deberes particulares de los monjes. Los fundadores del monaquismo redactaron reglas, estatutos de disciplina. Fue el Oriente, una vez más, el lugar de origen de este género: la vida monástica surgió en Egipto.

Mientras tanto, los antiguos centros del saber eclesiástico, las escuelas de Alejandría y Antioquía, no interrumpieron su actividad en la exegesis biblica, es decir en la interpretación del Libro de los Libros, la Sagrada Escritura. Sus puntos de vista divergentes ya quedaron suficientemente explicados en el vol.1 (p.306-308.415-416). En los siglos IV y V se vieron hondamente envueltas en las grandes controversias dogmáticas que precedieron y siguieron a los concilios ecuménicos. De resultas de esta intervención, su oposición mutua aumentó de tal manera, que algunos de sus miembros cayeron en la herejía.

La escuela de Alejandría, que había llegado con Orígenes a la cima de su apogeo, conoció en el siglo IV una segunda primavera. Aun cuando en lo principal siguió el impulso y las ideas de su gran maestro, se desembarazó, sin embargo, de algunos de sus errores, usando la exégesis alegórica únicamente para fines de edificación. Hay, pues, una diferencia entre los miembros antiguos y los miembros nuevos de esa escuela. Como Arrio y otros herejes trataban por todos los medios de probar sus opiniones erróneas por la Escritura, para refutarlos, la escuela neoalejandrina adoptó, en todas las discusiones y controversias polémicas y teológicas, la interpretación histórico-gramatical de la Escritura, propugnada desde siempre por la escuela de Antioquía. El método alegórico se había mostrado insuficiente para estos fines. El orientador de esta nueva escuela fue San Atanasio, defensor de la fe contra Arrio. Sus discípulos más brillantes fueron Eusebio de Cesarea, los tres Capadocios, Dídimo el Ciego, Hesiquio de Jerusalén y Cirilo de Alejandría, protagonista de la ortodoxia en contra de Nestorio. Sin embargo, la fidelidad a los viejos principios de interpretación dio lugar a confusas especulaciones del tipo del monofisismo y del monoteletismo.

La escuela de Antioquía alcanzó durante este período la cima de su fama, siendo su jefe Diodoro de Tarso. El y sus grandes discípulos, San Juan Crisóstomo, Melecio de Antioquía y Teodoro de Mopsuestia, se mantuvieron fieles a los principios de su fundador Luciano (cf. vol.1 p.433-5), quien ponía mucho énfasis en la traducción literal del texto bíblico y en el estudio histórico y gramatical de su sentido. Con todo, las tendencias racionalistas de esta escuela, que pretendía eliminar de la doctrina cristiana el elemento de misterio, llevaron a muchos de sus representantes a conflictos con la enseñanza tradicional de la Iglesia. No fue Arrio, discípulo de su fundador Luciano, el único hereje que recibió su formación teológica en Antioquía. Nestorio y Apolinar de Laodicea pertenecieron también a esta escuela exegética, lo mismo que Teodoro de Mopsuestia. Este último, sin embargo, es acreedor a un juicio más positivo que el que se le ha otorgado hasta ahora; sus comentarios bíblicos, junto con los de otros escritores de la escuela antioquena, como Teodoreto de Ciro, hacen gala de una extraordinaria habilidad exegética, tanto en la forma como en el contenido.

Los progresos hechos en la explicación e interpretación de la Sagrada Escritura, así como la técnica desarrollada por las escuelas helenísticas de retórica, contribuyeron al enorme éxito de otro género literario cristiano en el período postconstantiniano, que supera en importancia a todos los demás géneros: la homilía. Han llegado hasta nosotros, en número incalculable, los sermones de los siglos IV y V, gracias, principalmente, a la abnegada labor de los taquígrafos cristianos. El ejemplo más famoso es San Juan Crisóstomo.

El glorioso desenlace de tres siglos de conflicto con el Estado dio ocasión a los primeros ensayos de historia universal de la Iglesia. El padre de esta nueva ciencia es Eusebio de Cesarea. Continuaron su obra, pero sin superarle, otros muchos historiadores eclesiásticos: Sócrates, Sozomeno, Teodoreto, Felipe de Sido y Hesiquio de Jerusalén. Sus obras, aunque de escaso valor literario, tienen una importancia inmensa como fuentes de nuestro conocimiento de la Iglesia antigua.

También nos proporcionan excelente información las numerosas cartas que nos legaron muchos de los más eminentes escritores cristianos de este período. La libertad concedida a la Iglesia provocó un aumento de correspondencia entre los cristianos, que, en cuanto a la forma y el estilo, continuó la tradición de la literatura epistolar del mundo helenístico, que estaba muy desarrollada. Como la mayor parte se compuso con vistas a su publicación, aun los mensajes privados siguen las reglas dictadas por los estilistas griegos. Aun cuando el género epistolar es la forma literaria cristiana más antigua, las primeras grandes colecciones de cartas sólo empiezan en el período postconstantiniano. No sólo revelan los diversos intereses de sus autores, sino que, entremezclada con discusiones doctrinales, suministran también información de primera clase sobre todos los detalles de la vida económica, profesional, social, política y religiosa: toda la sociedad de aquellos tiempos pasa y vive delante de nuestros ojos. No se les ha reconocido hasta ahora todo el valor que tienen desde el punto de vista teológico, filosófico e histórico; son una mina de información que está muy lejos de haber sido agotada. Por ejemplo, las cartas festales, encíclicas y personales de Atanasio ofrecen una fuente extraordinariamente rica para la historia de la Iglesia de Egipto, para las controversias trinitarias, para el arrianismo y para los orígenes del monaquismo. Las cartas de San Basilio Magno son perlas del arte epistolar cristiano, que no han sido superadas todavía por lo que toca al lenguaje y estilo, a la profundidad y calor de sentimientos, a la gama de temas abordados y variedad de relaciones personales. Ahí están también las chispeantes cartas aticistas de Gregorio Nacianceno, los mensajes de Gregorio de Nisa, prácticos y llenos de sabiduría, y las misivas de San Juan Crisóstomo, tiernas y valientes, así como la elegante correspondencia de Sinesio de Cirene. Todos los tipos de la epistolografía antigua encuentran su perfección en estas grandes colecciones.

Fue también en Oriente, como vimos (vol.1 p.155-168), donde empezó la poesía cristiana y donde se cantaron los primeros himnos cristianos. No seguían la prosodia antigua, pues imitaban la traducción en prosa de los Salmos. Sin embargo, en la época postconstantiniana, la Iglesia entra en este campo en competencia con el paganismo agonizante y con los herejes que intentaban popularizar sus doctrinas con cantos populares. Arrio, Apolinar de Laodicea, el Viejo y el Joven, y la emperatriz Eudoxia compusieron himnos de este tipo para sus fines, y las antiguas escuelas filosóficas hacían uso de composiciones de esta clase para propagar sus ideas metafísicas. Siguiendo las huellas del neoplatonismo, Gregorio de Nacianzo escribió versos en alabanza del Dios incomprensible y desconocido. Es autor de más de 400 poemas cristianos. Más brillante aún que él, Sinesio de Cirene tiene himnos en honor de la Santísima Trinidad. Ambos siguieron fielmente las leyes del metro antiguo, aunque en Gregorio encontramos ya, de vez en cuando, una nueva forma de ritmo que depende del acento. Vemos aquí la primera influencia de la poesía siríaca, que nos dio al más grande de los poetas de este período, a Efrén de Siria.

La diferencia entre los tiempos de persecución y la nueva era no es menos evidente en el desarrollo de la liturgia. La Eucaristía, al principio simple Cena del Señor en las casas privadas de los cristianos, va tomando cada vez más el aspecto de una ceremonia de corte para la recepción de un rey. Las liturgias orientales, en particular, conocen una rápida evolución en este sentido. Los centros rectores, al igual que en el terreno teológico, son Alejandría y Antioquía. El rápido crecimiento de las comunidades, en número y extensión, que certifican las numerosas edificaciones cristianas, las basílicas de Constantino, hacen necesaria la codificación de la oración pública. Así es como aparecen en Oriente, en el siglo IV, los primeros sacramentarlos. Son tres las colecciones más importantes de textos: el Eucologio de Serapión de Thmuis para Alejandría y Egipto, la Liturgia del libro VIII de las Constituciones Apostólicas, la llamada Liturgia Clementina, para Antioquía y Siria (cf. vol.1 p.473), y la llamada Liturgia de San Basilio, para el Asia Menor.

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