» Historia de la Iglesia » Padres de la Iglesia » Patrología (II): La edad de oro de la literatura patrística griega » 2. Los Fundadores del Monaquismo Egipcio
San Antonio
El que inició el tipo antiguo fue San Antonio, cuya vida conocemos bien gracias a la clásica biografía de San Atanasio (cf. supra, p.41-47). Nació de padres cristianos, hacia el año 250, en Coma, en el Egipto Central. A la muerte de sus padres vendió todas sus posesiones, distribuyó el dinero entre los pobres y comenzó a practicar la vida ascética no lejos de su antigua casa. Después de quince años, a la edad de treinta y cinco, pasó a la orilla derecha del Nilo, a la "Montaña Exterior," en Pispir; allí, durante los siguientes veinte años, ocupó un castillo abandonado. En torno a él se congregaron muchos para seguir su ejemplo. De esta manera fueron surgiendo colonias de monjes; las más famosas fueron las de Nitria y Escete. A pesar de convertirse en jefe de todos ellos, San Antonio se mantuvo siempre fiel a su vocación eremítica. El y sus discípulos vivían solos. Murió el año 356, a la edad de ciento cinco años, en el monte Colcín, cerca del mar Rojo, reconocido por todos como el fundador del tipo anacorético del monaquismo.
Según San Atanasio (Vita 72s), Antonio era un hombre de "sabiduría divina," lleno "de gracia y cortesía," aunque nunca aprendiera a leer o escribir. Cuando la gente se le burlaba por este defecto, él solía contestar: "Bien, ¿y qué me dices? ¿Qué es antes, el entendimiento o las letras? ¿Y quién es la causa de quién: el entendimiento de las letras o las letras del entendimiento?" Cuando le reconocían que el entendimiento es antes y es el que inventó las letras, Antonio les replicaba: "Por lo tanto, uno que tiene el entendimiento sano no tiene necesidad de letras." Acerca de esta actitud suya ante la literatura, Sócrates (Hist. eccl. 4,23) cuenta lo siguiente:
Vino a ver al buen Antonio un filósofo del día y le dijo: "Padre, ¿cómo consigues sostenerte, estando como estás privado del solaz de los libros?" Antonio le dijo:
"Filósofo, mi libro es la naturaleza, y así puedo leer a voluntad el lenguaje de Dios."
Su biógrafo hace esta observación: "Antonio no ganó renombre por sus escritos, ni por sabiduría humana, ni por ningún arte, sino únicamente por su servicio a Dios" (Vita 93).
Cartas
A pesar de ello, Antonio mantuvo correspondencia con los monjes, con los emperadores y con altos dignatarios. Sobre su carta a los emperadores, Atanasio nos informa lo siguiente:
La fama de Antonio llegó aun a oídos de los emperadores. Cuando Constantino Augusto y sus hijos Constancio Augusto y Constante Augusto se enteraron de estas cosas, le escribieron como a padre y le expresaron el deseo de recibir contestación suya. El, sin embargo, no dio mucha importancia a los escritos ni mostró alegría por las cartas; siguió siendo el mismo que era antes de que le escribieran los emperadores. Cuando le llevaron los documentos, llamó a los monjes y les dijo: "No debéis sorprenderos de que un emperador nos escriba, pues es hombre; en cambio, debéis sorprenderos de que Dios haya escrito la ley para los hombres y que nos haya hablado por medio de su Hijo." En efecto, no le agradaba recibir cartas de esta clase; decía que él no sabía qué contestar a tales cosas. Pero, persuadido por los monjes, que insistían en que los emperadores eran cristianos y que podían sentirse ofendidos al verse ignorados, permitió que se las leyeran. Les contestó, alabándoles por adorar a Cristo y dándoles el saludable consejo de no estimar mucho las cosas de este mundo y tener, en cambio, presente el juicio venidero y saber que sólo Cristo es rey eterno y verdadero. Les rogó que se mostraran humanos y atendieran a la justicia y a los pobres. Ellos se alebraron de recibir su respuesta (Vita 81).
Atanasio conoce también una carta dirigida a Balacius, funcionario imperial, "quien, en su parcialidad en favor de los execrables arrianos, nos perseguía a los cristianos encarnizadamente." Como era tan bárbaro, que llegaba incluso a pegar a las vírgenes y a despojar y azotar a los monjes, Antonio le envió una carta con el siguiente mensaje: "Veo que el juicio de Dios se cierne sobre ti; cesa, pues, de perseguir a los cristianos, para que no te agarre el juicio, que está ya a punto de alcanzarte" (ibid., 86).
Ninguna de estas cartas se conserva. En cambio, se han salvado, en traducciones, siete que dirigió a distintos monasterios de Egipto. El primero que las menciona es San Jerónimo (De vir. ill. 88), que las había leído, pero no en copto - lengua en que las dictó, muy probablemente, San Antonio -, sino en griego. F. Klejna ha conseguido probar que la colección ha llegado completa hasta nosotros en latín, en tardías traducciones de traducciones: una, muy pobre por cierto, que hizo Valerio de Sarasio del griego y editó Symphorianus Champerius en París el año 1515 (PG 40,977-1000); la segunda la hizo de un manuscrito árabe el maronita Abrahán Ecchellensis. También ésta fue publicada en París el año 1641 (PG 40,999-1066); comprende las Ep. 1-7 en un conjunto de cartas; las restantes no las escribió San Antonio, sino que algunas son de su discípulo y sucesor, Ammonas, y otras, de autores desconocidos. De las siete auténticas, la primera existe también en siríaco. Tenemos, además, en copto la séptima, el comienzo de la quinta y el final de la sexta. Recientemente, G. Garitte ha descubierto una versión georgiana de las siete.
Estas cartas contienen exhortaciones a la perseverancia y amonestaciones contra un posible regreso al mundo. A los destinatarios se les llama repetidas veces filii Israelitae, viri Israelitae sancti, por haber seguido la palabra del Señor: Exi de terra et de cognatione tua - señal de que se trata de montaje -. La primera carta es una introducción a la vida monástica para novicios. Otra que dirigió a los monjes de Arsinoe recibió de San Jerónimo una alabanza especial. En la séptima se narra el final desastroso de Arrio. Está claro que Antonio escribió a las distintas colonias monásticas para inmunizarlas contra toda propaganda arriana.
Estos mensajes brillan por su entusiasmo religioso, mas no entran en polémicas. De ellas está ausente toda clase de misticismo, pero predican un ascetismo sólido y sano. La primera obligación del monje es conocerse a sí mismo, porque únicamente los que se conocen a sí mismos serán capaces de conocer a Dios. Se concibe este conocimiento propio como una percepción creciente de la gracia divina que se comunica. La primera carta explica la obra del Espíritu Santo en la formación de un monje. Dice que son tres los caminos que llevan a la profesión monástica. El camino directo es el que tornan los que siguen la llamada de Dios desde una vida virtuosa y santa en el mundo. El segundo camino arranca de la lectura de la Sagrada Escritura. En este caso, el alma, al percatarse del fin terrible de quienes mueren en pecado y de los grandes dones celestes prometidos a los santos, decide buscar la perfección. El tercero es el camino del arrepentimiento después de una vida mala de impenitencia; son las aflicciones y las tribulaciones las que sacan al alma de esa vida. Las cartas presentan la vida monástica como un continuo combate para el cual el principiante debe armarse de mortificación exterior e interior. Por fortuna, en esta lucha cuenta con la ayuda del Espíritu Santo, quien le guía y le abre los ojos del alma para la gran tarea, que es la santificación del cuerpo y del alma, meta final de su vocación. Esto último no puede alcanzarse sin la extirpación de todas las pasiones. Hay tres clases de "emociones" en el hombre. Algunas son puramente naturales y están bajo el control del alma. Otras son consecuencia de excesos en la comida y en la bebida y excitan al cuerpo en contra del alma. La tercera clase es efecto de los malos espíritus, que atacan al alma directamente o a través del cuerpo. Hay un párrafo largo (PC 40,983-4) que trata de los múltiples ardides del demonio; pero no hay en él ninguna indicación de un "discernimiento de espíritus" en sentido moderno. Siguen recomendaciones sobre la purificación de los distintos sentidos, que irá preparando al hombre entero para la resurrección. Se trata, finalmente, de diversas pasiones, tales como soberbia, odio, envidia, cólera e impaciencia. Se superarán con la instrucción del Espíritu Santo; el que se someta a su dirección se salvará.
Tiene todas las señales de autenticidad la pequeña, pero interesante, carta de Antonio que reproduce íntegramente un contemporáneo de Atanasio, el obispo egipcio Ammón (PG 40, 1065). Está dirigida al archimandrita Teodoro y a sus monjes; cuenta en ella una revelación privada que se refiere al perdón de los pecados cometidos después del bautismo. Enseña a los monjes que Dios ha extirpado las ofensas de los que tienen contrición y penitencia sincera. Ammón la da en versión griega; el original estaba en copto.
La Regla
La llamada Regla de San Antonio no es auténtica. No la menciona San Atanasio en su biografía. El documento ha llegado nosotros en dos versiones latinas. Un detenido examen de su contenido basta a revelar su carácter de compilación. Fueron dos, por lo menos, los compiladores que contribuyeron a darle su forma actual. Una de las traducciones latinas fue hecha a base de un texto árabe; la publicó A. Ecchellensis en 1646. La otra la editó por vez primera L. Holstenius en 1661.
Sermones
Dice Atanasio que Antonio "enardecía con continuas discusiones el celo de los que eran ya monjes, y, en cuanto a los demás, incitaba a la mayoría a amar la vida ascética; bien pronto, a medida que su mensaje iba atrayendo a los hombres hacia él, los monasterios se fueron multiplicando y él era para todos como un padre y un guía" (Vita 15). Acaso haya sido debido a este pasaje el que se hayan atribuido erróneamente bastantes sermones al fundador del monaquismo. Hay una colección de veinte Sermones ad filios suos monachos y un Sermo de vanitate mundi et resurrectione mortuorum, que se conservan en latín (PG 40.961-1102). Ninguno parece auténtico. El único sermón de Antonio que poseemos es el que se encuentra en su biografía. Atanasio, que lo da en traducción griega (Vita 16-43), no deja de señalar que lo pronunció en copto. Es una plática a los monjes sobre las virtudes y dificultades de su vida. Hay razones para pensar que San Atanasio resumió en ella varias conferencias.
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