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Capítulo II.- Aproximación bíblica
Es posible desarrollar de varios modos una indagación sobre el reconocimiento que Israel hace de sus culpas en el Antiguo Testamento y sobre el tema de la confesión de las culpas tal como ésta se presenta en las tradiciones del Nuevo Testamento [30] . La naturaleza teológica de la reflexión aquí llevada a cabo induce a privilegiar una aproximación de tipo prevalentemente temático, partiendo de la pregunta siguiente: ¿qué trasfondo ofrece el testimonio de la Sagrada Escritura a la invitación que Juan Pablo II hace a la Iglesia para que confiese las culpas del pasado?
1. El Antiguo Testamento
Confesiones de pecado y consecuentes peticiones de perdón se encuentran en toda la Biblia, tanto en las narraciones del Antiguo Testamento, como en los salmos, en los profetas, en los evangelios, así como, más esporádicamente, en la literatura sapiencial y en las cartas del Nuevo Testamento. Dada la abundancia y difusión de estos testimonios, se plantea la pregunta de cómo seleccionar y catalogar el conjunto de los textos significativos. Puede preguntarse acerca de los textos bíblicos relativos a la confesión de los pecados: ¿quién está confesando qué cosa (y qué género de culpa) a quién? Plantear así la cuestión ayuda a distinguir dos categorías principales de «textos de confesión», cada una de las cuales comprende diversas subcategorías, a saber: a) textos de confesión de pecados individuales; b) textos de confesión de los pecados del pueblo entero (y de aquellos de sus antepasados). En relación con la reciente praxis eclesial, de la que parte nuestra investigación, conviene restringir el análisis a la segunda categoría.
En ella pueden identificarse diversas posibilidades, según quién haga la confesión de los pecados del pueblo y quién esté asociado o no a la culpa común, prescindiendo de la presencia o no de una conciencia de la responsabilidad personal (madurada sólo de manera progresiva; cf. Ez 14,12-23; 18,1-32; 33,10-20). Basándose en estos criterios, pueden distinguirse los siguientes casos, por otra parte más bien flexibles:
Una primera serie de textos representa al pueblo entero (a veces personificado como un «Yo» singular), el cual, en un momento particular de su historia, confiesa o alude a sus pecados contra Dios sin ninguna referencia (explícita) a las culpas de las generaciones precedentes [31] .
Otro grupo de textos sitúa la confesión de los pecados actuales del pueblo, dirigida a Dios, en los labios de uno o más jefes (religiosos), que pueden o no incluirse explícitamente en el pueblo pecador por el cual oran [32] .
Un tercer grupo de textos presenta al pueblo o a uno de sus jefes en el acto de evocar los pecados de los antepasados, sin mencionar, no obstante, los de la generación presente [33] .
Con más frecuencia, las confesiones que mencionan las culpas de los antepasados las vinculan expresamente a los errores de la generación presente [34] .
De los testimonios recogidos resulta que en todos los casos donde son mencionados los «pecados de los padres» la confesión está dirigida únicamente a Dios y los pecados confesados desde el pueblo o por el pueblo son aquellos cometidos directamente contra Él, más bien que los cometidos (también) contra otros seres humanos (sólo en Núm 27,7 se hace alusión a una parte humana ofendida, Moisés) [35] . Surge la cuestión de por qué los escritores bíblicos no han sentido la necesidad de peticiones de perdón dirigidas a interlocutores presentes a propósito de culpas cometidas por los padres, a pesar de su fuerte sentido de la solidaridad entre las generaciones, tanto en el bien como en el mal (se piense en la idea de la personalidad corporativa). Varias hipótesis podrían avanzarse como respuesta a esta cuestión. Hay, sobre todo, el difuso teocentrismo de la Biblia, que da la precedencia al reconocimiento tanto individual como nacional de las culpas cometidas contra Dios. Además, actos de violencia perpetrados por Israel contra otros pueblos, que parecerían exigir una petición de perdón a aquellos pueblos o a sus descendientes, son comprendidos como la ejecución de directrices divinas respecto a ellos, como, por ejemplo, Jos 2-11 y Dt 7,2 (el exterminio de los cananeos) o 1 Sam 15 y Dt 25,19 (la destrucción de los amalecitas). En tales casos, el mandato divino implicado parecería excluir toda posible petición de perdón que habría de hacerse [36] . Las experiencias de malos tratos por parte de otros pueblos, sufridas por Israel, y la animosidad así suscitada, podrían haber militado también contra la idea de pedir perdón a estos pueblos por el mal causado a ellos [37] .
Queda, a pesar de todo, como algo relevante en el testimonio bíblico el sentido de la solidaridad intergeneracional en el pecado (y en la gracia), que se expresa en la confesión ante Dios de los «pecados de los antepasados», tanto que, citando la espléndida oración de Azarías, Juan Pablo II ha podido afirmar: «"Bendito eres tú, Señor, Dios de nuestros padres [...] nosotros hemos pecado, hemos actuado como inicuos, alejándonos de ti, hemos faltado en todo modo y manera. No hemos obedecido tus mandatos" (Dan 3,26.29). Así oraban los hebreos después del exilio (cf. también Bar 2,11-13), haciéndose cargo de las culpas cometidas por sus padres. La Iglesia imita su ejemplo y pide perdón por las culpas también históricas de sus hijos» [38] .
2. El Nuevo Testamento
Un tema fundamental, unido a la idea de la culpa y ampliamente presente en el Nuevo Testamento, es el de la absoluta santidad de Dios. El Dios de Jesús es el Dios de Israel (cf. Jn 4,22), invocado como «Padre santo» (Jn 17,11), llamado «el Santo» en 1 Jn 2,20 (cf. Ap 6,10). La triple proclamación de Dios como «santo» en Is 6,3 retorna en Ap 4,8, mientras que 1 Pe 1,16 insiste en el hecho de que los cristianos deben ser santos «porque está escrito: vosotros seréis santos, porque yo soy santo» (cf. Lev 11,44-45; 19,2). Todo esto refleja la noción véterotestamentaria de la absoluta santidad de Dios. Sin embargo, para la fe cristiana la santidad divina ha entrado en la historia en la persona de Jesús de Nazaret: la noción véterotestamentaria no se ha visto abandonada, sino desarrollada, en el sentido de que la santidad de Dios se hace presente en la santidad del Hijo encarnado (cf. Mc 1,24; Lc 1,35; 4,34; Jn 6,69; Hch 4,27.30; Ap 3,7), y la santidad del Hijo está participada por los «suyos» (cf. Jn 17,16-19), hechos hijos en el Hijo (cf. Gál 4,4-6; Rom 8,14-17). No puede darse, sin embargo, aspiración alguna a la filiación divina en Jesús mientras no se dé amor al prójimo (cf. Mc 12,29-31; Mt 22,37-38; Lc 10,27-28).
Este motivo, decisivo en la enseñanza de Jesús, se convierte en el «mandamiento nuevo» en el evangelio de Juan: los discípulos deberán amar como Él ha amado (cf. Jn 13,34-35; 15,12.17), es decir, perfectamente, «hasta el fin» (Jn 13,1). El cristiano, por tanto, está llamado a amar y a perdonar según una medida que trasciende toda medida humana de justicia y produce una reciprocidad entre los seres humanos, que refleja la existente entre Jesús y el Padre (cf. Jn 13,34s; 15,1-11; 17,21-26). En esta óptica se da un gran relieve al tema de la reconciliación y del perdón de las ofensas. A sus discípulos Jesús les pide estar siempre dispuestos a perdonar a cuantos les hayan ofendido, así como Dios mismo ofrece siempre su perdón: «Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12.12-15). Quien se halla en grado de perdonar al prójimo demuestra haber comprendido la necesidad que personalmente tiene del perdón de Dios. El discípulo está invitado a perdonar «hasta setenta veces siete» a quien le ofende, incluso aunque éste no pidiera perdón (Mt 18,21-22).
Jesús insiste sobre la actitud requerida de la persona ofendida respecto a sus ofensores: ella está llamada a dar el primer paso, cancelando la ofensa mediante el perdón ofrecido «de corazón» (cf. Mt 18,35; Mc 11,25), consciente de ser ella misma pecadora ante Dios, quien jamás rechaza el perdón invocado con sinceridad. En Mt 5,23-24 Jesús pide al ofensor «ir a reconciliarse con el propio hermano, que tenga algo contra él», antes de presentar su ofrenda sobre el altar: no es agradable a Dios un acto de culto llevado a cabo por quien no quiera reparar primero el daño causado al propio prójimo. Lo que cuenta es cambiar el propio corazón y mostrar de manera adecuada que se quiere realmente la reconciliación. El pecador, no obstante, en la conciencia de que sus pecados hieren al mismo tiempo su relación con Dios y con el prójimo (cf. Lc 15,21), puede esperarse el perdón solamente de Dios, ya que solamente Dios es siempre misericordioso y dispuesto a cancelar los pecados. Éste es también el significado del sacrificio de Cristo, que de una vez para siempre nos ha purificado de nuestros pecados (cf. Heb 9,22; 10,18). Así, el ofensor y el ofendido son reconciliados por Dios en la misericordia suya, que a todos acoge y perdona.
En este cuadro, que podría ampliarse mediante el análisis de las cartas de Pablo y de las cartas católicas, no hay indicio alguno de que la Iglesia de los orígenes haya dirigido su atención a los pecados del pasado para pedir perdón. Lo cual puede explicarse por la fuerte conciencia de la novedad cristiana, que proyecta a la comunidad más bien hacia el futuro que hacia el pasado. No obstante, se encuentra una insistencia más amplia y sutil, que atraviesa el Nuevo Testamento: en los evangelios y en las cartas la ambivalencia propia de la experiencia cristiana se halla ampliamente reconocida. Para Pablo, por ejemplo, la comunidad cristiana es un pueblo escatológico, que vive ya la «nueva creación» (cf. 2 Cor 5,17; Gál 6,15), pero esta experiencia, hecha posible por la muerte y resurrección de Jesús (cf. Rom 3,21-26; 5,6-11; 8,1-11; 1 Cor 15,54-57), no nos libra de la inclinación al pecado, presente en el mundo a causa de la caída de Adán. Como resultado de la intervención divina en y a través de la muerte y resurrección de Jesús, hay ahora dos escenarios posibles: la historia de Adán y la de Cristo. Ambas discurren la una al lado de la otra y el creyente deberá contar sobre la muerte y la resurrección del Señor Jesús (cf., p. ej., Rom 6,1-11; Gál 3,27-28; Col 3,10; 2 Cor 5,14-15) para ser parte de la historia en la que «sobreabunda la gracia» (cf. Rom 5,12-21).
Una tal relectura teológica del acontecimiento pascual de Cristo muestra cómo la Iglesia de los orígenes tenía una conciencia aguda de las posibles deficiencias de los bautizados. Se podría decir que el entero corpus paulinum llama a los creyentes a un reconocimiento pleno de su dignidad, aun contando con la conciencia viva de la fragilidad de su condición humana: «Cristo nos ha liberado para que permanezcamos libres; manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud» (Gál 5,19). Un motivo análogo puede hallarse en las narraciones de los evangelios. Emerge incisivamente en Marcos, donde las carencias de los discípulos de Jesús son uno de los temas dominantes de la narración (cf. Mc 4,40-41; 6,36-37.51-52; 8,14-21.31-33; 9,5-6.32-41; 10,32-45; 14,10-11.17-21.50; 16,8). El mismo motivo retorna en todos los evangelistas, aunque se halle comprensiblemente difuminado. Judas y Pedro son, respectivamente, el traidor y el que reniega de su Maestro, si bien Judas llega a la desesperación por la acción cometida (cf. Hch 1,15-20), mientras que Pedro se arrepiente (cf. Lc 22,61s) y llega a la triple profesión de amor (cf. Jn 21,15-19). En Mateo, incluso durante la aparición final del Señor resucitado, mientras los discípulos lo adoran, «algunos todavía dudaban» (Mt 28,17). El cuarto evangelio presenta a los discípulos como aquellos a los cuales se les ha otorgado un amor inconmensurable, a pesar de que su respuesta esté hecha de ignorancia, deficiencias, negaciones y traición (cf. 13,1-38).
Esta constante presentación de los discípulos llamados a seguir a Jesús, que titubean al abandonarse al pecado, no es simplemente una relectura crítica de los orígenes. Los relatos se hallan planteados de tal modo que se dirigen a todo discípulo sucesivo de Cristo que se halle en dificultad y contemple el Evangelio como la propia guía e inspiración. Por otra parte, el Evangelio está lleno de recomendaciones a portarse bien, a vivir un nivel más alto de compromiso, a evitar el mal (cf., p. ej., Sant 1,5-8.19-21; 2,1-7; 4,1-10; 1 Pe 1,13-25; 2 Pe 2,1-22; Jud 3-13; 1 Jn 1,5-10; 2,1-11.18-27; 4,1-6; 2 Jn 7-11; 3 Jn 9-10). No hay, sin embargo, ninguna llamada explícita, dirigida a los primeros cristianos, a confesar las culpas del pasado, si bien es ciertamente muy significativo el reconocimiento de la realidad del pecado y del mal en el interior del pueblo llamado a la existencia escatológica, propia de la condición cristiana (se piense sólo en los reproches contenidos en las cartas a las siete Iglesias del Apocalipsis). Según la petición que se encuentra en la oración del Señor, este pueblo invoca: «Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo deudor nuestro» (Lc 11,4; cf. Mt 6,12). Los primeros cristianos, en fin de cuentas, manifiestan ser bien conscientes de poder comportarse en manera no correspondiente a la vocación recibida, no viviendo el bautismo de la muerte y resurrección de Jesús, con el cual habían sido bautizados.
3. El Jubileo bíblico
Un significativo trasfondo bíblico de la reconciliación vinculada a la superación de situaciones pasadas lo representa la celebración del Jubileo, tal como está regulada en el libro del Levítico (cap. 25). En una estructura social hecha de tribus, clanes y familias se creaban inevitablemente situaciones de desorden cuando individuos o familias de condiciones precarias debían «rescatarse» a sí mismos de las propias dificultades, entregando la propiedad de su tierra o casa, siervos o hijos a aquellos que se encontraban en condiciones mejores que las suyas. Un sistema como éste producía el efecto de que algunos israelitas llegaban a sufrir situaciones intolerables de deuda, pobreza y esclavitud, para beneficio de otros hijos de Israel, en aquella misma tierra que les había sido dada por Dios. Todo esto podía traer consigo que, en períodos más o menos largos de tiempo, un territorio o un clan cayeran en las manos de pocos ricos, mientras que el resto de las familias del clan llegaba a encontrarse en una forma tal de endeudamiento o de esclavitud que les obligaba a vivir en total dependencia de los más acomodados.
La legislación de Lev 25 constituye un intento de subvertir todo esto (¡hasta el punto de poder dudar que jamás se haya puesto en práctica de una manera plena!); la legislación convocaba la celebración del Jubileo cada cincuenta años con el fin de preservar el tejido social del pueblo de Dios y restituir la independencia también a la familia más pequeña del país. Para Lev 25 es decisiva la repetición regular de la confesión de fe de Israel en el Dios que ha liberado a su pueblo a través del éxodo: «Yo soy el Señor, vuestro Dios, que os saqué de la tierra de Egipto, para daros la tierra de Canaán y ser vuestro Dios» (Lev 25,38; cf. vv.42.45). La celebración del Jubileo era una admisión implícita de culpa y un intento de restablecer un orden justo. Todo sistema que llevara a la alienación de cualquier israelita, esclavo en otro tiempo, pero ahora liberado por el brazo poderoso de Dios, venía de hecho a desmentir la acción salvífica divina en el éxodo y a través del éxodo.
La liberación de las víctimas y de los que sufren se convierte en parte del más amplio programa de los profetas. El Déutero-Isaías, en los poemas del Siervo sufriente (Is 42,1-9; 49,1-6; 50,13-53,12), desarrolla estas alusiones a la práctica del Jubileo juntamente con los temas del rescate y de la libertad, del retorno y de la redención. Isaías 58 es un ataque contra la observancia ritual que no tiene en cuenta la justicia social, una llamada a la liberación de los oprimidos (Is 58,6), centrada específicamente en las obligaciones de parentesco (v.7). Más claramente, Isaías 61 usa las imágenes del Jubileo para representar al Ungido como el heraldo de Dios enviado a «evangelizar» a los pobres, a proclamar la libertad a los prisioneros y a anunciar el año de gracia del Señor. Significativamente es este mismo texto, con una alusión a Isaías 58,6, el que Jesús usa para presentar la finalidad de su vida y de su ministerio en Lucas 4,17-21.
4. Conclusión
De todo lo dicho se puede concluir que la llamada dirigida por Juan Pablo II a la Iglesia para que caracterice el año jubilar con una admisión de culpa por todos los sufrimientos y las ofensas de que se han hecho responsables en el pasado sus hijos [39] , así como la praxis unida a ello, no encuentran una verificación unívoca en el testimonio bíblico. Sin embargo, se basan en todo lo que la Sagrada Escritura afirma respecto a la santidad de Dios, a la solidaridad intergeneracional de su pueblo y al reconocimiento de su ser pecador. La apelación del Papa asume, además, correctamente el espíritu del Jubileo bíblico, que requiere que sean llevados a cabo actos destinados a restablecer el orden del designio originario de Dios sobre la creación. Esto exige que la proclamación del hoy del Jubileo, iniciado por Jesús (cf. Lc 4,21), se continúe en la celebración jubilar de su Iglesia. Además, esta singular experiencia de gracia empuja al pueblo de Dios todo entero, así como a cada uno de los bautizados, a tomar una conciencia todavía mayor del mandato recibido del Señor para estar siempre dispuestos a perdonar las ofensas recibidas.
Notas
[30] TMA 36.
[31] Cf. RP 16.
[32] Cf. Mt 13,24-30.36-43; SAN AGUSTÍN, De civitate Dei I, 35: CCL 47, 33; XI, 1: CCL 48, 321; XIX, 26: CCL 48, 696.
[33] Sobre los diversos métodos de lectura de la Sagrada Escritura, cf. el documento de la Pontificia Comisión Bíblica La interpretación de la Biblia en la Iglesia (1993).
[34] A esta serie pueden referirse como ejemplos: Dt 1,41 (la generación del desierto reconoce haber pecado rechazando avanzar para entrar en la tierra prometida); Jue 10,10.12 (en el tiempo de los Jueces el pueblo dice por dos veces «hemos pecado» contra el Señor, refiriéndose a haber servido a los baales); 1 Sam 7,6 (el pueblo del tiempo de Samuel afirma: «¡Hemos pecado contra el Señor!»); Núm 21,7 (este texto se distingue por el hecho de que el pueblo de la generación mosaica admite que, al lamentarse respecto a la comida, se ha hecho culpable de «pecado» por haber hablado contra el Señor y también contra su guía humano, Moisés); 1 Sam 12,19 (los israelitas de la época de Samuel reconocen que, al pedir tener un rey, han añadido éste «a todos sus pecados»); Esd 10,13 (el pueblo reconoce ante Esdras haber «pecado en esta materia» grandemente, casándose con mujeres extranjeras); Sal 65,2-2; 90,8; 103,10 (107,10-11.7); Is 59,9-15; 64,5-9; Jer 8,14; 14,7; Lam 1,14.18a.22 («Yo» = personificación de Jerusalén); 3,42 (4,13); Bar 4,12-13 (Sión evoca las culpas de sus hijos que han conducido a la devastación); Ez 33,10; Miq 7,9 («Yo»). 18-19.
[35] Por ejemplo: Éx 9,27 (el faraón dice a Moisés y a Aarón: «Esta vez he pecado, el Señor tiene razón; yo y mi pueblo somos culpables»); 34,9 (Moisés invoca: «Perdona nuestra culpa y nuestro pecado»); Lev 16,21 (el sumo sacerdote confiesa los pecados del pueblo sobre la cabeza del «chivo expiatorio» el día de la expiación); Éx 32,11-13 (cf. Dt 9,26-29: Moisés); 32,31 (Moisés); 1 Re 8,33ss (cf. 2 Crón 6,22s: Salomón reza para que Dios perdone eventuales pecados futuros del pueblo); 2 Crón 28,13 (los jefes de los israelitas afirman: «Nuestra culpa es grande»); Esd 10,2 (Sekanías dice a Esdras: «Nosotros hemos sido infieles hacia nuestro Dios, casándonos con mujeres extranjeras»); Neh 1,5-11 (Nehemías confiesa los pecados cometidos por el pueblo de Israel, por sí mismo y por la casa de su padre); Est 4,17n (Ester confiesa: «Hemos pecado contra ti y nos has entregado en las manos de nuestros enemigos por haber dado gloria a sus dioses»); 2 Mac 7,18.32 (los mártires judíos afirman que están sufriendo a causa de «nuestros pecados» contra Dios).
[36] Entre los ejemplos de este tipo de confesión nacional se puede remitir a: 2 Re 22,13 (cf. 2 Crón 34,21: Josías teme la cólera del Señor «porque nuestros padres no han escuchado las palabras de este libro»); 2 Crón 29,6-7 (Ezequías afirma: «Nuestros padres han sido infieles»); Sal 78,8ss (un «yo» reasume los pecados de las generaciones pasadas a partir del Éxodo). Cf. también el dicho popular citado en Jer 31,29 y Ez 18,2: «Los padres comieron agraces y los hijos sufren la dentera».
[37] Es el caso de textos como los siguientes: Lev 26,40 (los exiliados son llamados a «confesar su iniquidad y la iniquidad de sus padres»); Esd 9,5b-15 (oración penitencial de Esdras, v.7: «Desde los días de nuestros padres hasta el día de hoy nos hemos hecho muy culpables»; cf. Neh 9,6-37); Tob 3,1-5 (en su oración, Tobías invoca: «No me condenes por mis pecados, mis errores y los de mis padres», v.3 y prosigue con la constatación: «no hemos observado tus decretos», v.5); Sal 79,8-9 (este lamento colectivo implora a Dios que «no recuerdes contra nosotros culpas de antepasados [...] líbranos y borra nuestros pecados»); 106,6 («hemos pecado como nuestros padres»); Jer 3,25 («contra Yahvé nuestro Dios hemos pecado nosotros como nuestros padres»); Jer 14,19-22 («reconocemos, Yahvé, nuestras maldades, la culpa de nuestros padres», v.20); Lam 5 («nuestros padres pecaron, ya no existen; y nosotros cargamos con sus culpas», v.7; «¡Ay de nosotros, que hemos pecado!», v.16b); Bar 1,153,18 («hemos pecado ante el Señor», 1,17 [cf. 1,19.21; 2,5.24], «no te acuerdes de las iniquidades de nuestros padres», 3,5 [cf. 2,33; 3,4.4]); Dan 3,26-45 (la oración de Azarías: «Pues con verdad y justicia has provocado todo esto, por nuestros pecados», v.28); Dan 9,4-19 («pues, a causa de nuestros pecados y de las iniquidades de nuestros padres, Jerusalén [...] es el escarnio de todos [...]», v.16).
[38] Éstos incluyen falta de confianza en Dios (así, p. ej., Dt 1,41; Núm 14,10), idolatría (como en Jue 10,10-15), exigencia de un rey humano (1 Sam 12,9), matrimonios con mujeres extranjeras, en contraste con la Ley divina (Esd 9-10). En Is 59,13b el pueblo dice de sí «hablar de opresión y revueltas, concebir y musitar en el corazón palabras engañosas».
[39] Cf. el caso análogo del repudio de las mujeres extranjeras por parte de los judíos, narrado en Esd 9-10, con todas las consecuencias negativas que habría tenido sobre las mujeres implicadas. La cuestión de una petición de perdón dirigida a ellas (y o a sus descendientes) no se plantea propiamente, en cuanto que el repudio es presentado como una exigencia de la Ley divina (cf. Dt 7,3) en todos estos capítulos.
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