» bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Primera Parte.- Personalidad de Jesucristo
I.- El Hijo del Hombre
1. La historia de un hombre es la inscripción de su personalidad en su tiempo, y el desciframiento de esa inscripción. La mayor parte de los hombres apenas tienen una historia; dejan en la arena la huella ligera de un insecto. Pero algunos llegan más hondo, alcanzan la roca, la rompen, la excavan, la modelan, y su surco permanece indeleble.
Está la historia de Napoleón. Poseemos también el Memorial de Napoleón. Si uno se interesa por él, no podría desdeñar el punto de vista de Napoleón sobre él mismo y sobre su vida. Jesucristo no nos dejó memorias, pero los Evangelios nos refieren bastante de sus hechos, gestos y palabras, para que podamos hacernos una idea de su punto de vista personal sobre él mismo.
Nos sorprende una primera particularidad. A lo largo de los Evangelios, una interrogación llega constantemente hacia Jesús, como la pleamar contra una escollera. "¿Quién eres? ¿Quién dices que eres? ¿Eres el que tiene que venir, o hemos de esperar a otro? Explícate sobre ti mismo." Amigos, enemigos, todos, un día u otro, le plantean la pregunta, y a veces él mismo se la planteaba a los demás: "¿Quién crees que soy yo?" Ni a Sócrates, ni a Alejandro, ni a Napoleón se les preguntaba quiénes eran: se creía saberlo, y se sabía en efecto.
Parece que Jesús se complacía en provocar y mantener a su alrededor esa atmósfera de interrogación sobre su origen y su verdadera misión. Sus respuestas no siempre eran netas, a veces eludía la pregunta, pero lo hacía todo para que volviera la pregunta. A veces respondía en enigmas y en parábolas; eso también es típico de él.
Un día, dio una respuesta asombrosa: "Yo existo desde antes que naciera Abraham" (Jn 8,58). Palabras sin comparación ninguna en boca de ningún otro hombre, palabras imposibles de inventar si no las hubiera dicho quien tenía derecho a decirlas. Palabras en que la eternidad irrumpe de improviso en el tiempo. Un evangelista impostor que hubiera querido engrandecer a su héroe hasta las dimensiones de la eternidad, hubiera hecho concordar los tiempos y hubiera escrito: "Yo existía desde antes que naciera Abraham". La tranquila afirmación de ese presente solemne, anterior a Abraham, yo existo es de una autoridad que deja sin aliento.
O bien habría que pensar que Jesús estaba loco, y esas palabras sólo se dijeron por azar; ¡hipótesis insostenible! Todas las acciones, todas las palabras de Jesús son de un hombre absolutamente dueño de sí y de perfecta lucidez. Pero entonces este testimonio decisivo de Jesús sobre sí mismo: "Yo existo desde antes que naciera Abraham" queda como una barrera infranqueable. ¡Ahí está, pues, el punto de vista de Jesús sobre él mismo! Sin explicar esa afirmación que desemboca en la eternidad, da, de golpe, las dimensiones del héroe de los Evangelios.
Pero para otros, para quienes no sean cristianos, esta pretensión es un escándalo insuperable. Sólo olvidando tales palabras puede el incrédulo, desde su punto de vista, intentar explicar quién fue ese hombre, Jesús. Pero ha perdido la clave, toda explicación se desmorona en incoherencia, y el Evangelio se pone a hormiguear de contradicciones. Sin embargo, el historiador naturalista se encarniza, compara los documentos, critica, distingue lo que considera auténtico y lo que considera apócrifo. Por un arrastre fatal, cada vez da más parte a lo apócrifo, hasta acabar por preguntarse si Jesús ha existido siquiera. "Yo existo desde antes que naciera Abraham". Más vale hacer como si no existiera esa declaración abrumadora. El historiador naturalista está obligado a pasarla en silencio, a omitirla, pues no podría darle un sentido. En efecto, escapa a toda explicación naturalista, más fantástica que todos los milagros, comprendido el de la Resurrección.
"Yo existo desde antes que naciera Abraham." Ese presente que rompe la frase, ese presente solo que no concuerda más que con su sujeto, debió evocar en sus oyentes las famosas palabras en que el mismo Dios se definió fuera del tiempo: "Yo soy el Yo-Soy", el que existo. Igualmente, cuando san Juan, en su vejez, vuelve con la memoria a lo que ha visto y oído, toma su punto de partida fuera del tiempo, con toda naturalidad: "En el principio -dice- existía la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y Dios era la Palabra... Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria".
"En el principio..." Deliberadamente, Juan abre la historia de Jesucristo con la misma expresión que abre toda la historia del mundo, de la humanidad y de la salvación de esta humanidad en este mundo, tal como la describe el libro del Génesis, el primero de todo el Antiguo Testamento. Admiremos este relato: en un caso como en el otro, se trata de un comienzo absoluto en el tiempo, pero ese comienzo está adosado a la eternidad anterior de Dios:
"En el principio creó Dios el cielo y la tierra..."
"En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y Dios era la Palabra..."
En el principio, Dios, Dios solo: él es quien ha creado el mundo, quien ha hecho de él un lugar habitable, y quien crea la familia humana para habitarlo, en efecto. Es también Dios quien se hace carne, y quien viene a habitar este mundo, entre nosotros, como uno de nosotros, miembro también de esta familia humana.
Los descubrimientos científicos sobre la inmensidad del espacio, los orígenes de la vida y del hombre, no comprometen el relato del Génesis, como tampoco los descubrimientos arqueológicos o históricos podrían trastornar la sencilla declaración de Juan. El relato del Génesis sobre la creación del mundo y la declaración de Juan sobre la Encarnación se mueven en otro plano muy diverso: el de una revelación por Dios de hechos no comprobables naturalmente, pero que obligan a Dios mismo en su relación con el tiempo y la humanidad.
Muchos dicen que tal revelación no existe. Aquí no tengo el propósito de convencerles sobre ese punto. Sólo trato de definir en qué tradición y en qué contexto surgió ese hombre llamado Jesús.
Lo que todos pueden observar, es la prodigiosa coherencia de esa revelación extendida a través de milenios. Juan Evangelista continúa al redactor del Génesis con la misma naturalidad con que el mismo escritor pasa de un capítulo a otro en el mismo libro. Desde Abraham y Moisés, y sin duda desde antes (pues también fuera del pueblo judío se encuentran huellas de una revelación primitiva muy emparentada con el relato del Génesis), esa revelación progresó, se precisó, se hizo cada vez más urgente y completa, a través de decenas y decenas de generaciones, a través de las emigraciones, las guerras, los exilios, en el sopor de la prosperidad y bajo los golpes de la desgracia. Se comprende un poco la continuidad de la tradición católica, celosamente guardada por una autoridad doctrinal y un magisterio extremadamente vigilantes, pero los azares que Dios asumió con el pueblo judío superan a toda imaginación. La gloria de ese pueblo será para siempre haber llevado fielmente esa revelación durante milenios.
Bajo el Antiguo Testamento no hay ninguna continuidad jurídica para conservar y enriquecer la revelación: la tradición sacerdotal no se identifica con la transmisión profética.
Cada profeta es directamente investido por Dios, obedece a un impulso que no ha buscado ni merecido. En la mayor parte de los casos, se muere de miedo de tener que llevar tan grave mensaje. Sin embargo transmite su mensaje, y, casi siempre, la aventura justifica sus terrores acabando muy mal para él. Es perseguido, aprisionado, torturado, desterrado o incluso muerto. Pero el mismo pueblo que le ha perseguido o dejado perseguir, conserva preciosamente y transmite su mensaje. Cada profeta es un comienzo. A su muerte, no hay garantía humana de que la revelación no haya muerto con él. Se comprende y se admira la angustia de ese pueblo de Israel cuando pasaba una generación sin mensaje profético: "En aquel tiempo, no había profeta en Israel..." Y luego, de repente, todo vuelve a arrancar: En aquel tiempo, se levantó un profeta en medio de su pueblo..."
Todos esos profetas, grandes y pequeños, pastores o príncipes, jóvenes o viejos, iletrados o sabios, dispersados al azar de los siglos, vuelven a tomar el mismo mensaje, lo enriquecen, lo precisan. A veces parecen incluso contradecirse. Pero, por una adivinación sublime, el pueblo de Israel lo retiene todo, en una fidelidad oscura, tierna y feroz, concediendo confianza a un acontecimiento lejano que les dará la razón a todos, y que resolverá divinamente las aparentes contradicciones. La historia de esa revelación, desde un punto de vista sencillamente humano, es una epopeya grandiosa: ¿Cómo podría explicar jamás esa epopeya el historiador naturalista? Si esa continuidad profética era resultado de un cálculo racional, ¿por qué incluía contradicciones aparentes? Si era efecto de la emoción religiosa individual, no tendría ninguna coherencia, no tendría continuidad.
Cualquiera que fuera el destino desgraciado que a menudo Israel daba a sus profetas, los profetas hubieran sido imposibles sin el pueblo de Israel. Los profetas eran los elegidos de Dios, pero pertenecían al pueblo de Israel, y a ese pueblo es al que confiaban su mensaje, y ese pueblo es el que se cuidaba de él. Israel, pueblo todo él profético, hasta el punto de que san Pablo pudo decir que toda lo que le había pasado, le había pasado en parábolas. Hasta la muerte de Cristo, su historia es la historia misma de la economía de la salvación de los hombres. Israel fue el recipiente precioso que contuvo la esperanza de toda la raza humana. Visiblemente, tal destino, la continuidad, la constancia en ese destino, extendido a lo largo de milenios, desbordan la historia natural para emerger en un plano en que la humanidad se supera a sí misma en una vocación.
El fruto de esta vocación y de esta fidelidad milenaria debía ser una persona excepcional, a la vez el elegido de Dios y el elegido de este pueblo. Toda la historia del Israel antiguo no es sino la espera de ese ser excepcional que expresaría en sí la predilección que Dios tenía hacia su pueblo, así como el apego y la gratitud que Israel tenía hacia su Dios. A través de los siglos, millones de israelitas vivieron y murieron en esa espera y en esa esperanza. A través de siglos y siglos, millones de israelitas nutrieron en su corazón el violento deseo de contemplar el rostro del que había de venir. Muchos vertieron su sangre en afirmación de esa esperanza. Los profetas precisaban por adelantado los rasgos de ese glorioso retoño de Israel y los judíos piadosos se repetían todos los días los versículos que se referían a la figura del que llamaban el Mesías, el Cristo, es decir, el Ungido del Señor.
Ya es una cosa extraña que un hombre se vea llevado a hablar de sí mismo en tercera persona. Eso sólo les parece natural a los niños, o para expresar una alto misión, que supera al individuo mismo que está a su cargo. Luis XIV pudo decir "el Rey" hablando de sí mismo, pero en este caso no hay identidad entre la persona y la función. La pertenencia de la una a la otra es contingente y puede romperse, al menos por la muerte. Cesar, en sus Memorias, al hablar de sí mismo dice simplemente "Cesar".
El caso de Jesús es diferente. Esencialmente único. Hablando de él en tercera persona, no utiliza jamás su nombre propio, no dice "Jesús", como Cesar dice "Cesar". Tampoco utiliza el título de una función social o política: no tenía ninguna función oficial en la sociedad de entonces. Utiliza una designación que nos sorprende por su significado universal de apariencia, y su saber poético. Esta designación podría convenir a cualquiera de nosotros, y sin embargo tiene una irradiación sagrada, no sólo porque él la ha confiscado, sino también porque se baña en una vaguedad fabulosa. Jesús decía de sí mismo: "el Hijo del Hombre".
A primera vista, lo notable en tal apelación, es la solidaridad que confiesa, de ese hombre que era Jesús, con toda la raza humana, ya que tal calificación es tan universal como el género humano entero. Esa denominación podría pertenecer a cualquiera de nosotros, pero Jesús la ha hecho suya hasta el punto de que nadie después de él ha pensado siquiera en apropiársela. Por lo demás, no satisfaría la ambición de ningún hombre, porque precisamente no tiene nada de distintivo, no añade nada a la calidad de hombre. Sin embargo, es un gran atrevimiento, hablando de sí mismo, no subrayar más que esa cualidad. Ser hombre, plenamente hombre, no dejar de estar a la altura de esa cualidad, pero tampoco exagerarlo, es algo que debemos hacer todos en toda circunstancia, feliz o infeliz. ¿Quién puede lisonjearse de conseguirlo? La ambición de Jesús, si hubo alguna que nos revelara esa denominación, fue ser hombre, sencilla y plenamente, y colocarse así, en el centro de la historia humana, como un modelo realizado de humanidad.
El extraño título de "Hijo del Hombre" expresa sin duda todo eso. Históricamente, y en el medio en que lo utilizaba Jesús, era infinitamente más preciso y se insertaba en un lugar exacto en la gran tradición mesiánica de Israel. Para los oyentes de Jesús, este título era extremadamente evocador, extraído de una profecía muy célebre hecha cinco siglos antes por uno de los mayores profetas de Israel, en tiempos del gran apuro del pueblo elegido en el cautiverio de Babilonia. En efecto, leemos en el Libro de Daniel: "Miré en una visión de la noche, y he aquí que había como un Hijo de hombre que venía con las nubes del cielo y que se acercó hasta el Anciano de los días, y le presentaron ante sus ojos. Y éste le dio el poder y el honor y el Reino. Y todos los pueblos, todas las tribus y todas las lenguas le servirán. Su poder es un poder eterno, no cesará; su reino no acabará".
El estilo del Apocalipsis judío, utilizado aquí por Daniel, quizá nos parezca extraño: era tradicional, casi convencional, incluyendo significados muy precisos, tan precisos como nuestros términos actuales de física o de electrónica. El "Anciano de los días" era Dios mismo, considerado como creador del tiempo, y anterior a toda sucesión. Ese ser fabuloso que es "como un Hijo de hombre", es también un ser de origen celeste, que viene con las nubes del cielo.
Recibe directamente de Dios el Reino sobre toda la humanidad, sus razas, sus lenguas: por derecho natural, es Rey de todas las razas, de todas las políticas, de todas las culturas, de todas las civilizaciones. La potencia de ese Hijo del hombre es eterna como Aquel que la da.
Se mide mejor el carácter audaz de esta denominación de "Hijo del Hombre", que Jesús toma directamente de Daniel para designarse a sí mismo, y que a su vez explica y enriquece, al suprimir, como veremos, toda ambigüedad sobre la reivindicación que implica
Los judíos que rodean a Jesús no se engañan al reconocer en ese título de Hijo del Hombre la más alta pretensión posible, blasfematoria a ojos de algunos: la de una igualdad con Dios mismo en la eternidad, en la potencia celeste y terrestre, en el Reino universal e incorruptible, y en el Juicio que implica tal potencia. En realidad, ese título de "Hijo del hombre" confiscado por Jesús, si se mide con el peso de la profecía de Daniel, está tan cargado de autoridad como la extraordinaria declaración: "Yo existo desde antes que naciera Abraham".
Se ve mejor cómo la manera de empezar Juan su Evangelio, tomando apoyo fuera del tiempo y en Dios mismo, no es del toda una Interpretación personal, un agrandamiento intencional de su héroe. Es el punto de vista de Jesús sobre sí mismo. Esta conciencia que tenía Jesús de dominar el tiempo, de ser el igual de Dios, de estar revestido por él de un poder universal y de un juicio incorruptible sobre toda la raza humana, la hallamos expresada a todo lo largo de los Evangelios. En ellos, es impresionante hasta la parábola, por el clamoroso contraste con la aventura histórica y temporal de Jesús que, desde un punto de vista político, por ejemplo, es una aventura banal y muy mediocre. Sin embargo, esa pretensión extraordinaria de Jesús sobre sí mismo es lo que da a los Evangelios su luz propia, fuera de la cual se borran en la incoherencia y en la noche.
Por extraño que nos pueda parecer esa pretensión por parte de un hombre, una vez establecida y proclamada, no puede ser sino verdadero o falsa; no hay término medio. Si es falsa, es que Jesús se engañó sobre sí mismo o nos engañó. En el caso de Jesús, la mentira parece insostenible: se creía seguramente lo que decía ser. Sólo le quedan al historiador dos hipótesis: o bien Jesús se engañó, víctima él mismo del fanatismo religioso y mesiánico de su raza, o bien hay que tomar buenamente las cosas como se presentan y aceptar el punto de vista de Jesús sobre sí mismo. Mi propósito es probar, en cuanto me sea posible, la credibilidad de esta segunda hipótesis.
La dificultad comienza ahí ¿ Cómo hacer la historia de un hombre que pretende eliminar el tiempo? Si la historia es la de su personalidad en su tiempo, ¿qué será la historia de una personalidad que abraza el tiempo entero, porque es anterior a él y lo crea? Para que esa historia sea verdadera, hará falta que, de cierta manera, abrace todo el tiempo. La primera confirmación de que el punto de vista de Jesús sobre sí mismo es sin duda verdadero, es que, en efecto, es imposible escribir su historia sin dominar el desarrollo entero del tiempo.
Así, desde el primer paso que arriesgamos en esa historia de Jesucristo, se encuentra que es la noción misma de historia lo que estamos obligados a flexibilizar y ensanchar singularmente, hasta hacerle significar una relación posible y preciso con la eternidad. La relación de Jesús con su tiempo es esencialmente ambivalente: como heredero del Anciano de los días, domina el tiempo y por consiguiente su tiempo. Como hombre verdadero, pertenece a su tiempo. Claro que, en lo concreto de los acontecimientos, nada queda tan resuelto. Muchas veces las palabras y los gestos de Jesús nos parecen ambiguos y ano rotos, como esa frase "Yo existo desde antes que naciera Abraham", que rompe la concordancia de los tiempos. Esa ambigüedad, esa ruptura aparente quizá no son más que el efecto de una clarividencia sobrehumana, inexpresable en nuestro lenguaje humano, esencialmente medida por el tiempo. La personalidad de Jesús atraviesa la eternidad y el tiempo, como un palo metido en el agua atraviesa dos medios ópticos.
Veremos cómo este fenómeno de refracción, una vez se ha observado, ilumina los Evangelios y ayuda a comprenderlos.
Del director
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