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XIII.- El Duelo con Satanás (III)
27. La tercera fase del duelo con Satanás es la más instructiva y la más inquietante. Se trata de una fantasmagoría que debió ser de una suntuosidad como para cortar el aliento. "El Diablo le lleva a una montaña altísima, y, enseñándole todos los reinos del mundo y su gloria, le dice: -Todo esto te daré todo este poder y la gloria de estos reinos, porque me ha sido dada, y yo se la doy a quien quiero; entonces, si te arrodillas delante de mí, será tuyo todo".
El director de escena ha salido de entre bastidores, se hace reconocer como quien lleva el juego, reivindica su condición de autor, y está dispuesto a tomar a Cristo como protagonista y héroe del drama que se desarrolla en todas las escenas del mundo, con una sola condición, esta vez muy clara: ser adorado y reconocido como Dios. Es una inversión prodigiosa de los papeles y las situaciones, el Diablo no se siente cohibido, está seguro de sí, muy seguro, y desea ser adorado. El sentido idolátrico de esta tentación ya no es una hipótesis exegética: resplandece en el texto mismo. El Evangelio nos dice que el dominio político es el terreno más propicio para la idolatría.
Después de la personalidad de los actores, lo más singular que hay en todo este diálogo, es la tranquila afirmación del Diablo de que todo el poder de todos los reinos de la tierra y toda su gloria le pertenecen por derecho; le han sido dados y él dispone de ellos a favor de quien quiere. Se afirma como la fuente de toda legitimidad política, y a tal título, reivindica la divinidad y los honores debidos a la divinidad. De creerle, todo el orden político le pertenecería, toda organización política sería mala porque, en contradicción con la soberanía de Dios, el Estado sería el Infierno, sirviendo al Estado se serviría al Diablo y toda obediencia a la autoridad política sería idolátrica. Evidentemente, el Diablo es un mentiroso...
La tentación del Diablo se presenta bajo forma de chalaneo: yo te doy lo que me pertenece, el poder político y la gloria que lleva consigo, y tú me das lo que te pertenece el homenaje de adoración de la criatura libre. La respuesta de Cristo es sorprendente por todo lo que deja en suspenso; está lejos de ser adecuada a la proposición del Diablo. Cristo no entra en el trato, ni siquiera dice que es "demasiado caro"; dice simplemente que no puede hacer el intercambio, pues ese homenaje de adoración de la criatura libre, que reclama el Diablo, sólo se puede dar a Dios. Jesús le dice: "Déjame, Satanás". Está escrito: "Al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo darás culto". En cuanto a lo demás, todos los reinos de la tierra, su poder y su gloria Cristo rehúsa interesarse; ni siquiera discutirá el precio, ni siquiera se rebaja a probar al Diablo que miente al pretender tener a su disposición ese dominio. En realidad, ¿miente? Y si miente, ¿en qué medida? Debo decirlo, las dos primeras tentaciones -cambiar las piedras en pan, tirarse desde lo alto de una torre sin hacerse daño- tomadas en sentido literal, no resultan muy serias a los ojos de un hombre de hoy; hemos hecho cosas mejores en la transformación de la materia y en la conquista de la gravitación. A menos que no se dé a esas dos tentaciones una interpretación más profunda que su apariencia, como he intentado hacerlo.
Pero la tercera tentación, y en los términos en que fue ofrecida, conserva aún una actualidad impresionante. Todos los reinos de la tierra, todo su poder, toda su gloria, hoy como entonces y como dentro de mil años, es una gran tentación, al alcance además del primero que llega. Cualquier niño de doce años, con un poco de imaginación, sueña ser algún día Alejandro y Napoleón. La excusa del niño de doce años es que no sabe con qué reniegos de conciencia hay que pagar habitualmente la gloria de ser Alejandro o Napoleón. Pero renegar de la conciencia para obtener el poder y la gloria sigue estando al alcance del hombre más mediocre: Ubu es un personaje común[2], y Hitler también era un personaje mediocre que llevó al crimen la lógica de unas ideas muy primarias, que no eran estrictamente suyas; al contrario, las ideas de Hitler corrían por las calles. Pero él las llevó al extremo.
Como dice también Simone Weil, la mayor parte de los hombres, exceptuados los santos, se imaginan de buena fe que, si obtuvieran el poder, ya poseen por sí mismos bastante justicia como para hacer el mejor uso de ese poder, para sí y para el mundo entero. El hombre más mediocre es muy capaz de decirse que si pudiera mandar en el tiempo, nunca haría más que buen tiempo. Tentación terrible: Cristo, que tenía en sí toda la justicia, para él y para el mundo entero, la rechaza. Ha rehusado el imperio del mundo, al serle ofrecido por esas manos. ¿Cuántos hombres son capaces de resistir a tal oferta?
Jefferson, el autor de la Declaración de Independencia, que me parece el documento político más perfecto, mas completo, más equilibrado del mundo; Jefferson, que llegó a ser presidente de Estados Unidos, escribía: "Hay tres tipos de sociedades: las que no tienen gobierno, como nuestros indios; aquellas en que la voluntad de cada cual tiene una justa influencia en el gobierno, y las regidas por la fuerza. Es cuestión que mi espíritu no ha puesto en claro si la primera situación no será la mejor". Y para explicarse bien, añadía en otro punto: "Si ocurre alguna vez que el pueblo se vuelva desatento a los asuntos públicos, vosotros y yo, y el Congreso, y las asambleas, jueces y gobernadores, nos volveremos lobos todos. Parece que esa es la ley general de nuestra naturaleza, a pesar de excepciones individuales".
El campo de la política, es decir, del gobierno de los hombres por otros hombres, el orden establecido en el rebaño humano por pastores que tampoco son más que hombres, ese vasto campo, no pertenece por derecho al Diablo; de acuerdo; como todo lo que existe, pertenece por derecho a Dios. Pero parece que está particularmente abierto a las influencias corruptoras del que las Escrituras llaman a veces "el Príncipe de este mundo". Ese es por excelencia el dominio del engaño, de la restricción mental, de la propaganda, de la fuerza. No hay bajeza de las que se suelen atribuir a los lacayos en las comedias, no hay bribonada, que un político no sea capaz de hacer, aun el más alto de los políticos. Cuando el éxito corona sus despreciables esfuerzos, ya no habla de ellos como lacayo, Sino como señor, exigiéndonos a todos un respeto cercano a la adoración.
Los hombres de mi generación, que tenemos cerca de la edad del siglo, hemos visto demasiadas guerras fratricidas, demasiadas paces podridas, demasiados tratados monstruosos, demasiados perjurios evidentes, demasiadas victorias manchadas, demasiadas derrotas igualmente impuras y deshonrosas, demasiadas promesas vanas, demasiados salvadores y demasiados traidores para que tengamos derecho aún a hacernos alguna ilusión. Los ingleses tienen un axioma admirable: "El poder corrompe; el poder absoluto corrompe absolutamente". En política, la sabiduría quizás está en cambiar a menudo de dueños, para limitar por lo menos en el tiempo su corrupción. En efecto, ¿qué son las rapiñas, las violencias, los asesinatos que sobrevienen en la marcha ordinaria de las cosas, en comparación con los crímenes en masa y los inmensos bandidajes perpetrados por los Estados, y ello sin recurso posible, sin juicio, sin castigo, y habitualmente entre la indiferencia del mundo entero?
Una palabra cubre todas esas injusticias acumuladas, una de las palabras más despreciables de todo el vocabulario humano: la razón de Estado. Esta palabra no cubre nada confesable, sino el interés del Estado, ese monstruo frío, unido a la fuerza, es decir, al poder de encarcelar o matar, es decir, al poder de hacerse obedecer universalmente. Se dice a veces también "el interés superior del Estado" ¿superior a qué? Si se quiere decir superior al interés material e individual, es verdad, hay que saber morir por la comunidad. Pero casi siempre, eso Quiere decir que el Estado no tiene ninguna cuenta que dar a nadie, ni aun a Dios, que dispone del ciudadano entero, y aun de su alma, que su interés es superior a la justicia y que por lo demás basa su derecho en el hecho de que es el más fuerte. A Clemenceau se debe la fórmula perfecta de esa ignominia, que habría podido servir de divisa a todos los dictadores que hemos conocido, sin excepción: "Hay que dar al Cesar lo que es de Cesar... y todo es de Cesar". Lo más fuerte es que Clemenceau pasa por campeón de la democracia. En este siglo, verdaderamente, no nos falta por ver nada.
Nadie mejor que un cristiano hubiera debido estar preparado para afrontar este siglo de violencia y de mentira. Los cristianos estaban advertidos, no sólo por sus Libros santos, sino más recientemente por un documento extraordinario, que pasa por retrógrado y reaccionario, pero en el que veo -porque lo he leído atentamente- una carta de la libertad humana en el siglo XX, por supuesto a condición de que hubiera sido leído y comprendido a tiempo, y sobre todo obedecido por los cristianos. Es el Syllabus, que ya tiene cien años: lo que se creyó retrógrado no era más que profético. Se sabe que el Syllabus era un catálogo de proposiciones juzgadas peligrosas para la fe de los fieles y para la supervivencia de la sociedad humana y, a tal título, altamente condenadas como falsas y perniciosas. He aquí algunas cuyas meditaciones históricas pido al lector que medite:
"El Estado, siendo la fuente y el origen de todos los derechos, es titular de un derecho que no consiente ningún límite" (proposición 39, condenada).
"Una injusticia coronada de éxito no agravia a la santidad del derecho" (Proposición 61, condenada).
"No hay que reprobar, sino que hay que creer permitidas y juzgar dignas de las más altas alabanzas la violación del más santo de los juramentos, o no importa qué acciones criminales e injuriosas, con tal que se cometan por amor a la patria" (Proposición 64, condenada).
Si el Syllabus hubiera sido comprendido y obedecido plenamente por los cristianos europeos, Europa sin duda se hubiera ahorrado a Hitler y los fascismos, Rusia se hubiera ahorrado a Lenin y Stalin, Francia se hubiera ahorrado algunas experiencias más mediocres pero no menos deshonestas, y no veo absolutamente que perdería con ello la libertad del hombre. Pero esta generación de cristianos en Europa es una colección de fardos que se han dejado cargar en cualquier barco para cualquier destino. En todas las aventuras políticas de la Europa contemporánea, los cristianos han servido de poso, eso es todo. Y en lugar de tener vergüenza de sí mismos, llevan la necedad hasta tener vergüenza del Syllabus.
En toda la historia política del mundo, aun la del Occidente "cristiano", se tiene la impresión de que, cuando se trata del Estado, los triunfos de la justicia son casi accidentes, anomalías. Los cristianos, más que otros, deberían ser sensibles a la tiranía de la razón de Estado, no sólo porque deberían estar más atentos a la justicia que otros, sino también porque su fundador, Jesucristo, y tantos de sus mártires, hasta los más recientes, fueron condenados por razón de Estado, por jueces ni mejores ni peores que tantos otros, bajo leyes ni mejores ni peores que las nuestras. La razón de Estado no admite ser discutida, es una fórmula idolátrica por excelencia: se pone en el lugar de Dios y pretende ser adorada.
Pero la verdad verdadera, bajo todas las apariencias, es ésta, y la tercera tentación de Cristo nos da su revelación: por grande que sea un jefe de Estado, no es él quien hace la historia, o más bien, no la hace sino en obediencia inmediata a otro: o Dios ha hecho pasar la justicia y el honor incluso por delante del interés de Estado, o el Diablo pretende poner el Estado por encima de toda justicia y de toda moralidad. Los hombres de Estado "realistas" son también marionetas manipuladas. Por trágico que sea su destino, no deja de tener un carácter bufo. Al fin de la guerra, era impresionante ver en el cine cómo Hitler y Mussolini habían tomado, incluso físicamente, ese aspecto grotesco de marionetas dislocadas.
Es imposible que haya una entente absolutamente cordial, sin reticencias y sin reservas, entre el Estado y los cristianos. Por cuanto los cristianos son cristianos, les es imposible tomar en serio el Estado y su razón. El Israel antiguo ya era un "pueblo de sacerdotes", los cristianos, en la medida en que son fieles a su vocación, son además un pueblo de reyes y un pueblo de jueces. Imágenes de Dios como todos los hombres, están por ello encima del orden entero de la naturaleza, encima del orden social. Rescatados por la sangre de Jesucristo, participan por el bautismo en su naturaleza divina, y también en su sacerdocio, en su realeza, en su judicatura. ¿Qué son todos los reinos de la tierra, su poder y su gloria, al lado de tal dignidad sobrenatural? Por su dignidad más íntima, todo cristiano está por encima del Estado, y le juzga. En todo hombre y en todo cristiano hay una parte inalienable de sí mismo que sólo proviene de Dios, y esa parte infinitamente preciosa es ingobernable, a no ser por Dios.
Entonces, añade el Evangelio, el Diablo, habiendo agotado toda tentación, dejó a Cristo, y los ángeles, acercándose a éste le sirvieron.
Es una magnífica imagen, para cerrar este interminable capítulo, la de ese hombre extenuado por el ayuno y el combate, que se acerca a esa inmensa mesa, cubierta de vinos y platos deliciosos, puesta en pleno desierto y servida por los ángeles.
Notas
[2] Alusión al protagonista de la farsa Ubu rey, de Alfred Jarry (1873-1907), tiranuelo grotesco y desaforado. (N. del T.)
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