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XXIV.- La Resurrección (VII)

97. Mi tarea, ahora, es abordar el relato más circunstanciado de la Resurrección, basándome principalmente en Mateo, Lucas y Juan, que se completan. Está claro que los evangelistas, aquí más que en cualquier otro punto, se preocupan menos de la armonización de los detalles que de establecer bien sus testimonios sobre el hecho esencial. Ocurre que un evangelista habla de un ángel donde otro menciona dos; Mateo habla de las mujeres discípulas de Jesús, en general, mientras que Juan sólo menciona a María Magdalena; uno pone el acento en las apariciones en Galilea, otro en las de Judea. Por su arte, Pablo no habla de la tumba hallada vacía, pero no disocia la sepultura de Cristo y su resurrección. En lo esencial están de acuerdo todos, Hechos de los Apóstoles, Pablo, Evangelios. ¿Qué es esencial? La sepultura de Jesucristo, prueba de su muerte, sus apariciones corporales, prueba de su resurrección de entre los muertos. Es el mismo hombre cuyo cadáver fue sepultado en la tumba de José de Arimatea, y que apareció a sus discípulos tres días después, haciéndoles tocar su cuerpo, ya vivo y glorioso. Sobre ese hecho prodigioso gira esencialmente testimonio apostólico.

No por ello es menos cierto que, en torno al hecho esencial, los diversos relatos de las circunstancias siguen siendo desordenados, difíciles de armonizar. Lo mismo pasa con todo acontecimiento excepcional, sorprendente, súbito, brutal. Aun en nuestra época, los testimonios inmediatos sobre el asesinato público del presidente Kennedy no concuerdan, salvo en el hecho mismo de que murió asesinado en Dallas (Texas) en noviembre de 1963. Es decir, que toda reconstitución de los hechos secundarios implica un margen de hipótesis y de elecciones personales entre varias posibilidades.

Mateo, que escribía en arameo, en la propia Jerusalén, y poco tiempo después del suceso, es el único que menciona el episodio de la guardia de la tumba. Ese episodio acaba en la payasada. A menudo he observado que en todo gran acontecimiento se mezcla un elemento burlón; parece que sea una marca de la autenticidad. Además, estamos acostumbrados a considerar con mucha gravedad las cosas de nuestra religión. Pero al mismo Jesucristo, que ese día había pasado desde el otro lado del mundo, ¿por qué se le iba a prohibir divertirse un poco precisamente ese día? Divertirse a expensas de los que fueron sus enemigos, a expensas, quizás, incluso de los que fueron sus amigos. Después de todo, había resucitado de entre los muertos, veía ya las cosas de otra manera, su estilo ya no es el mismo. ¿Qué tiene de extraño? El comportamiento de todo hombre es diferente en medio de la batalla y una vez ganada la victoria. ¡Y qué victoria para Jesús! Esa jornada es suya. En los días de su mayor gloria, los mayores capitanes guardan una punta de humor. Resucitado de entre los muertos, Jesucristo no deja de ser un hombre, un gran hombre y un gran capitán.

No desdeñó, pues, lanzar la púrpura del ridículo sobre los que le habían llevado a la muerte. Sin embargo, ellos habían creído retenerle bien; al fin y por primera vez estaban tranquilos; Jesús estaba muerto, bien muerto, prudente y definitivamente tendido en un banco de piedra, en la cámara oscura de una tumba. ¡Que pongan en esa tumba los sellos del gran sacerdote, y que para más seguridad pongan una guardia y centinelas ante esa tumba!

Mateo cuenta: "Y entonces hubo un gran terremoto: un ángel del Señor bajó del cielo, y se acercó a remover la piedra, sentándose encima. Su aspecto era como de relámpago, y su manto blanco como la nieve. Los centinelas se estremecieron de miedo ante él y quedaron como muertos...". (Mt. 28,2-3) Los que han vivido la última guerra saben lo que es la onda de expansión de una bomba de gran calibre, para no hablar de la bomba atómica. Evidentemente, allí pasó algo semejante. Los soldados quedaron derribados, y luego se palparon para comprobar que todavía estaban vivos, contaron sus miembros, recogieron a tientas sus armas y sus equipos, miraron quizá con prudencia el interior de la tumba, pues al fin y al cabo el deber es antes que todo, descubrieron con espanto que la tumba estaba vacía, no comprendieron absolutamente nada, y, aparte, celebraron consejo para saber qué habría que hacer. Como no había otra cosa que hacer, con las orejas gachas, y en columna de dos, se volvieron a Jerusalén, para dar cuenta a los príncipes de los sacerdotes. Habían quedado bien, dejando escapar a un muerto. Seguro que no escaparían del consejo de guerra... ¡Qué historial...

La acogida de los grandes sacerdotes fue sorprendente. No se encolerizaron, no denunciaron a Pilatos a la guardia por deserción del puesto, tomaron con asombrosa facilidad su parte en el asunto. En realidad -y eso es lo que me sorprende-, cuando fueron a verles los guardias, aturdidos y confusos, y les contaron que un ángel les había derribado, que la tumba estaba abierta y el cuerpo había desaparecido, los príncipes de los sacerdotes no dudaron un momento de que se encontraban ante un nuevo prodigio del que llamaban "el Impostor". Ellos, los enemigos de Jesús, en ese momento creyeron en el poder milagroso persistente de Jesús, creyeron más prontamente que la mayor parte de sus amigos. El odio tiene esas clarividencias... Ese hombre sería siempre para ellos como una serpiente, a la que habían creído aplastar la cabeza y que, de repente, la levantaba con más insolencia que nunca.

¿Qué hacer? Los grandes sacerdotes reflexionaron y resolvieron comprar el testimonio de los soldados. Mateo acaba su relato: "Ellos, reunidos con los ancianos, tomaron el acuerdo de dar a los soldados muchas monedas de plata, diciéndoles: -Decid: "Sus discípulos vinieron por la noche y le robaron mientras dormíamos". Y si se sabe algo de esto delante del gobernador, nosotros le convenceremos y os sacaremos salvos. Y esta historia se extendió entre los judíos hasta el día de hoy". (Mt.28, 12-15)

La terquedad del odio no retrocede ante nada y teme añadir absurdo al absurdo. En el momento en que los discípulos, consternados por el hundimiento de todas sus esperanzas, muertos de miedo de ser detenidos también, se encierran en una casa y no se atreven a sacar la nariz, se les acusa de haber dado un golpe de mano de un atrevimiento inverosímil. Eso se parece a las historias de caza en que la desgraciada liebre, cansada al fin de tener miedo, se pone a perseguir al cazador. Para colmo, en lugar de meter a los guardias en la cárcel por negligencia y abandono de puesto, les pagan de beber para que cuenten en todas partes la historia de su imperdonable debilidad. Se pagaron ronda tras ronda, a la salud del sumo sacerdote, y también de ese muerto fabuloso que atravesaba las paredes...

Muchas veces he observado que las mujeres no tienen el mismo comportamiento que los hombres ante un cadáver. Para ellas, el cadáver de un ser amado, es todavía el ser amado: le abrazan, lo lavan, lo visten con lo más precioso que tengan, lo cubren de perfumes y de flores, querrían retenerlo todo el tiempo posible antes de confiarlo a la tierra. Y luego, las mujeres son las visitadoras por excelencia de los cementerios. A menos que a veces tal visita esté por encima de sus fuerzas.

Para los hombres, todo es diferente. Los mejores son capaces de los mayores sacrificios, de la vida incluso, por la salvación de un amigo, pero una vez sobrevenida la muerte, el cadáver les estorba; que se le den los últimos honores y se acabe el asunto. Nada más sencillo, nada más expeditivo, nada más honorable también que la sepultura de un camarada en un campo de batalla. Y la vida continúa.

Esta vez también fue así. Se adivina entre líneas en el Evangelio. Entre los discípulos de Jesús, las mujeres y los hombres tienen comportamientos opuestos. Para los hombres, se acabó, su esperanza ha quedado destruida, están aturdidos por el golpe, lo acusan, pero finalmente tornan su partido. ¿Qué hacer, por lo demás? La vida continúa: mañana, cada cual volverá a su oficio de antes, el pescador a su barca, el campesino a su arado. Los que se llaman los dos discípulos de Emaús expresan bien la situación. Hablando de Jesús de Nazaret, explican: " ...Lo de Jesús el Nazareno, que llegó a ser profeta poderoso en obra y palabra ante Dios y todo el pueblo: cómo le entregaron nuestros sacerdotes a la pena de muerte y le crucificaron. Nosotros, teníamos la esperanza de que éste fuera el que iba a liberar a Israel..."(Lc. 24,19-20) Pero ¿qué? Ha muerto, y esa esperanza yace a sus pies, como una herramienta rota, para tirar a la basura. Entonces, entran otra vez en sus casas para reanudar la tarea cotidiana, licenciados de un gran sueño y de una gran conquista, soldados desmovilizados de una revolución bien iniciada, y ya fracasada.

Pero ¿las mujeres? ¡Ah!, Las mujeres, es muy diferente. No toman su partido por nada. Saben que Jesús ha muerto, le han visto enterrar, ellas estaban allí. Pero aun más que su esperanza, Jesús era su amor, más allá la muerte sigue siéndolo. Ese amor no está roto, la muerte del amado no ha hecho más que endurecer ese amor como el diamante. Esas muchachas judías, acunadas desde la niñez con las asombrosas estrofas del Cantar de los cantares, han reconocido intuitivamente en Jesús al Príncipe de este cántico. Saben de memoria los versos admirables:

Ponme como un sello en tu corazón,

Como un sello en tu brazo,

Pues el amor es tan fuerte como la muerte,

Los celos, fuertes como el infierno.

Sus lámparas son lámparas de fuego y llamas,

Las muchas aguas no pudieron apagar el amor, Y los ríos no lo sumergirán...

No tenemos idea de la importancia de los perfumes en las civilizaciones antiguas. En el Cantar de los Cantares, se habla tanto de perfumes como de belleza y de amor. No hay, en toda la historia humana, cosa tan conmovedora como los preparativos de esas pocas mujeres que, en cuanto acaba el Sabbat, al despuntar el día, no se ocupan absolutamente más que de perfumes, pero que serían absolutamente capaces de remover cielo y tierra por perfumes; en cuanto suenan las trompetas del Templo, al final de la noche, para anunciar que ha terminado el Gran Sabbat, salen de sus casas y echan a correr por las callejuelas, van a las tiendas de los perfumistas, llaman para que las abran, y, cargadas de preciosas ánforas, se dirigen, en el alba naciente, hacia el jardín de José de Arimatea. Quizás era el primer buen día de primavera que empezaba, los pájaros se despertaban, había mucha alegría en toda la naturaleza, y todas esas mujeres corrían por los caminos, calzadas con sus sandalias.

No se sabe si llegaron todas juntas. Es probable que María Magdalena, más joven, más deportiva, más amorosa también que todas las demás, fuera la más rápida. Los guardias ya se habían ido cuando llegó a la tumba. Fue grande su desesperación al encontrarla abierta y vacía. Como una gacela infatigable, volvió a echar a correr, volvió derecha a Jerusalén, a la casa donde estaban Juan y Simón Pedro, entró, les sacudió, les despertó, y, sin aliento, les aulló en los oídos. "¡Han quitado al Señor del sepulcro, no sabemos dónde le han puesto!"(Jn. 20,2) Tampoco a ella se le ha ocurrido la idea de que Jesús haya resucitado. Pero no dice "el cuerpo" ni "el cadáver", sino "el Señor", y esta personalización es admirable.

Luego, al amanecer, hay una serie de idas y venidas innumerables por caminos diversos, en que ellos se encuentran, dejan de encontrarse más aún, ven ángeles, no los ven, y todo el mundo parece jugar al escondite con todo el mundo. Es la atmósfera de un golpe de escena, inverosímil, increíble, pero verdadero, ineluctablemente verdadero y real. Admirable táctica de Jesús, que sigue siendo el poeta que ha sido siempre. Hacía falta ante todo sacar a sus discípulos de su aturdimiento, de su postración, de su desesperanza, de su duelo, y sumergirles hasta las orejas en la inquietud y la interrogación.

Pues, en definitiva, al comienzo de esa mañana fantástica, hubo un momento, que duró quizá varías horas, en que cada cual se preguntó qué había ocurrido realmente. Digo cada cual, amigos, enemigos, y tanto los grandes sacerdotes como los apóstoles. Durante ese largo momento, en las pocas casas de Jerusalén en que ya se sabía que la tumba de Jesús estaba abierta y vacía, hubo la inquietud solemne que reina en un país, que sabe que en su frontera se desarrolla en ese día mismo la batalla decisiva de que depende su destino, y que no conoce aun su resultado. ¡Qué espera agonizante y pesada! ¿Qué era de ese cuerpo desaparecido como por encanto?

Mientras que, por su parte, María Magdalena galopaba enloquecida por los caminos, las demás mujeres llegaban a la tumba. Allí observaban un ángel (Lucas menciona dos), que les afirmaba que Jesús había resucitado. Marcos y Lucas hablan de los ángeles como hombres desconocidos, vestidos solamente de túnicas deslumbrantes, y que fueron por delante de esas pobres muchachas ya más que intimidadas. Los dos evangelistas hacen decir a los ángeles que Jesús precederá a sus discípulos a Galilea. Ahora bien, después, Jesús apareció en Judea antes de aparecer en Galilea. Quizás aquí la Vulgata ha orientado mal a los traductores: pues la palabra griega correspondiente quiere decir no sólo "preceder", sino también a veces "conducir", "llevar consigo".

Por mi parte, pienso también en otra explicación. Tratamos de introducir nuestras coherencias racionales en el espíritu de Jesucristo. Según esas coherencias racionales, Jesús no pudo hacer decir a sus ángeles que precedería a sus discípulos a Galilea, cuando tenía la intención de aparecérseles antes en Judea. Pero ¿por qué no atribuir a ese hombre que es Jesús también los movimientos de un corazón de hombre? ¿Por qué no iba a cambiar de opinión? La prisa por volver a ver a los suyos y hacerse reconocer por ellos -tras la terrible separación de la muerte- pudo alterar su plan original. La precipitación de su corazón le impidió esperar y dejar para más tarde el encuentro con los que amaba y por los cuales había muerto. Entre Jesús y los ángeles, habría habido entonces falta de enlace, ¿qué importaban los ángeles? En la mañana de Pascua, no eran más que domésticos; los discípulos seguían siendo los amigos bien amados. De los hombres era de quien se preocupaba principalmente Jesús en esa mañana, no de los ángeles; y el peso de su corazón le arrastraba irresistiblemente hacia los hombres. Pues aun la omnipotencia de Dios parece incapaz de resistir al amor.

Las mujeres vuelven a Jerusalén, aterrorizadas. Pedro y Juan, advertidos por María Magdalena, corren a la tumba. Juan, más joven, llega el primero. Por respeto al más anciano, le espera para dejarle entrar antes. Es hermosa esa espera de Juan, en que el respeto a la autoridad embrida la impaciencia del amor. Uno y otro están ahora completamente despiertos. Como hombres responsables, quieren saber y darse cuenta de los menores detalles. En efecto, un detalle les impresiona: las vendas que envolvían el cadáver están tiradas por el suelo, y el sudario que le cubría está cuidadosamente doblado y arrollado en un rincón. Si el cuerpo hubiera sido robado, se lo habrían llevado tal como estaba, con sus vendas, y no se habrían tomado luego el trabajo de arreglar las cosas. Entonces, Juan pensó que estaba ante un nuevo milagro de su Maestro, y creyó. (Jn. 20,3-10)

Testimonio importante éste. No se inventa tal puesta en escena. Hombres capaces de inventar que Jesús había resucitado -y los discípulos eran incapaces- no se habrían cuidado a la vez de las vendas y del sudario, no habrían pensado en darles un destino. Eso podría pasar en Conan Doyle, pero para crímenes premeditados con mucha anticipación. La muerte de su Maestro sobrevino para los apóstoles como el rayo, sin dejarles tiempo para ninguna premeditación. Un detective que llega al lugar donde se acaba de cometer un crimen -exactamente como llegaron a la tumba Pedro y Juan- sabe que en ese primerísimo momento en que todo está todavía en su sitio, cada detalle puede abrir una pista sobre la verdad.

Un Strauss, un Renan, un Loisy, no tienen nada de detectives. Son intelectuales que hacen teorías, mientras haría falta abrir los ojos y observar minuciosamente.

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