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La amarga Pasión de Cristo (IV)
Jesús ante Caifás
Jesús fue introducido en el atrio entre gritos, insultos y golpes. Al pasar cerca de Juan y de Pedro, los miró sin volver la cabeza, para no comprometerlos con su reconocimiento. En cuanto estuvo en presencia del Consejo, Caifás exclamó: «Al fin estás aquí, enemigo de Dios, blasfemo, que alteras la paz de esta santa noche.» La calabaza que contenía las acusaciones de Anás fue desatada del ridículo cetro colocado entre las manos de Jesús. Después de leerlas, Caifás arremetió a preguntas burlescas contra Nuestro Señor; los verdugos le pegaban y empujaban con unos palos puntiagudos, diciéndole: «¡Contesta de una vez! ¡Habla! ¿Te has quedado mudo?» Caifás, cuyo temperamento era mucho más soberbio y arrogante que el de Anás, había dirigido a Jesús un millar de preguntas una tras otra, pero Nuestro Señor permanecía en silencio, con la mirada baja. Los esbirros querían obligarle a hablar, reiterando los empujones y los golpes.
Los testigos fueron llamados a declarar. En primer lugar los de clase más baja, cuyas acusaciones eran incoherentes e inconsistentes, como lo habían sido en el Tribunal de Anás, y no sirvieron para nada. Luego, los principales testigos, los fariseos y saduceos reunidos en Jerusalén provenientes de todos los lugares del país. Hablaban con calma pero sus maneras y la expresión de sus caras delataban que estaban repitiendo acusaciones aprendidas a las que, por otra parte, Jesús ya había respondido mil veces. Que curaba a los enfermos y echaba a los demonios por arte de éstos; que violaba el sábado; que sublevaba al pueblo; que llamaba a los fariseos raza de víboras y adúlteros; que había predicho la destrucción de Jerusalén; que frecuentaba a los publicanos y los pecadores; que se hacía llamar rey, profeta, Hijo de Dios, que siempre hablaba de su reino; que repudiaba el divorcio; que se llamaba Pan de la Vida, y decía quien no comiera su carne y bebiera su sangre no tendría vida eterna, etc.
De esta manera, sus palabras, sus enseñanzas y sus parábolas fueron siendo desfiguradas, mezcladas con injurias y presentadas como crímenes. Pero se contradecían unos a otros y perdían el hilo de sus relatos. El uno decía: «Se autoproclama rey.» El otro: «No permite que lo llamen así, y cuando han querido proclamarlo rey él se ha marchado.» Un tercero gritaba: «Dice que es Hijo de Dios.» Algunos decían que los había curado, pero que habían vuelto a caer enfermos, que sus curas eran sólo sortilegios. Los fariseos de Seforis, con los cuales había discutido una vez sobre el divorcio, le acusaban de predicar falsas doctrinas; y un joven de Nazaret, a quien Jesús no quiso como discípulo, tuvo la bajeza de atestiguar contra él. Sin embargo, no eran capaces de establecer ninguna acusación bien fundamentada. Los testigos comparecían más bien para insultarlo que para citar hechos. Discutían entre sí, se contradecían, y mientras tanto Caifás y otros miembros del Consejo se dedicaban a injuriar a Jesús. «¿Qué clase de rey eres tú? Muéstranos tu poder. Llama a esas legiones de ángeles de las que hablaste en el huerto de los Olivos. ¿Qué has hecho del dinero de las viudas y los locos a quienes has engañado? Más te valdría haber callado ante gente de tan pocas luces: has hablado de más.»
Todos estos discursos estaban acompañados de golpes propinados por los empleados subalternos del Tribunal. Algunos miserables decían que era hijo ilegítimo; otros, al contrario, decían que su madre había sido una virgen piadosa en el Templo, que la habían visto casarse con un hombre temeroso de Dios. Reprochaban a Jesús y sus discípulos que no sacrificasen en el Templo. Esta acusación no tenía ningún valor, pues los esenios no hacían ningún sacrificio, y no estaban sujetos por ello a ninguna pena.
Algunos dijeron que había celebrado la Pascua en la víspera, y que eso iba contra la ley, y que el año anterior había hecho modificaciones en la ceremonia. Pero los testigos se contradecían tanto que Caifás y los suyos estaban llenos de rabia y de vergüenza, al ver que no encontraban contra Él ni un sólo argumento. Nicodemo demostró con textos antiguos que, desde tiempo inmemorial, los galileos tenían el permiso para celebrar la Pascua un día antes, añadiendo que por tanto la ceremonia había sido conforme a la ley y que algunos empleados del Templo habían participado en ella. Los fariseos lo miraron con furia e hicieron que continuara la audiencia de los testigos cada vez con más precipitación e imprudencia, con lo que no hacían más que revelar que sus únicos motivos eran la envidia y la maldad. Finalmente, presentaron dos testigos que dijeron: «Jesús aseguró que derribaría el Templo edificado por las manos de los hombres y que en tres días lo reedificaría sin intervención humana.» Pero tampoco éstos se pusieron totalmente de acuerdo en a qué Templo se refería Jesús, si al de Jerusalén o al lugar donde había celebrado la Cena pascual.
La cólera de Caifás era indescriptible, pues las crueldades ejercidas contra Jesús, las contradicciones de los testigos y la infatigable paciencia del Salvador, empezaban a producir una viva impresión sobre muchos de los presentes. Algunas veces la multitud silbaba a los testigos, el silencio de Jesús conmovía a algunos de los presentes, y diez soldados se sintieron tan trastornados por lo que estaban viendo que se retiraron bajo el pretexto de que estaban enfermos. Al pasar cerca de Pedro y de Juan les dijeron: «El silencio de Jesús de Nazaret ante un trato tan cruel es sobrehumano y partiría hasta un corazón de hierro. Decidnos, ¿adónde debemos ir?» Los dos apóstoles desconfiaban de ellos, pues reconocieron en ellos a algunos de los que habían prendido a Jesús, por lo que les respondieron en tono melancólico: «Si la verdad os llama, seguidla, y ella os guiará.» Entonces aquellos hombres salieron de la ciudad, encontraron a otros que los condujeron al otro lado del monte de Sión, a las grutas al sur de Jerusalén; hallaron en ellas a muchos discípulos escondidos que tuvieron miedo de ellos, pero los soldados pronto calmaron a sus hombres y les contaron los padecimientos de Jesús.
El intemperante Caifás, ya totalmente exasperado por los discursos contradictorios de los testigos, se levantó, bajó dos escalones y dijo a Jesús: «¿Es que no vas a responder nada a lo que aquí está diciéndose de ti?»
Estaba muy irritado porque Jesús no le miraba. Entonces los esbirros, asiéndolo por los cabellos, le echaron la cabeza atrás y lo llenaron de golpes, pero los ojos de Jesús permanecieron bajos. Caifás levantó las manos con viveza y dijo con tono de rabia: «Yo te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios.» Se hizo un profundo silencio, y Jesús, con una voz llena de indecible majestad, hablando por su boca el Verbo Eterno, dijo: «Tú lo has dicho. Y yo te digo más: Veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Padre, entre las nubes del cielo.» Mientras Jesús decía estas palabras, yo le vi resplandecer, el cielo se abrió sobre él; no hay palabras humanas para expresarlo, vi a Dios, Padre Todopoderoso, vi a los ángeles y la oración de los justos como si clamasen y rezasen por Jesús. Me parecía oír la voz del Padre Divino a la vez que la de Jesús. Al mismo tiempo, vi abrirse el infierno debajo de Caifás, como una bola de fuego oscura llena de horribles figuras. Parecía sólo que una fina tela lo separase de él. Vi toda la rabia de los demonios concentrada contra Jesús. Vi muchos espectros horrendos entrar en la mayor parte de los asistentes. Y en ese momento, Nuestro Señor pronunció sus solemnes palabras: «Yo soy el Cristo, el hijo del Dios vivo.»
Entonces Caifás se irguió inspirado por el infierno, tomó el borde de su capa, lo cortó con su cuchillo y rasgándolo con solemnidad exclamó con voz grave: «¡Ha blasfemado! ¿Para qué necesitamos testigos? Todos hemos oído su blasfemia. ¿Cuál es vuestra sentencia?» Entonces, todos los presentes gritaron con voz terrible: «¡Es reo de muerte! ¡Es reo de muerte!» Durante este horrible griterío el furor del infierno llegó a su colmo. Parecía que las tinieblas celebraran su triunfo sobre la luz. Todos los que allí estaban y conservaban en ellos algo de bondad, fueron penetrados de tal horror que muchos se cubrieron la cabeza y se fueron. Los testigos más ilustres abandonaron turbados la sala donde ya no eran necesarios. Los demás se dirigieron al atrio, alrededor del fuego, donde les dieron de comer y de beber. El Sumo Sacerdote dijo a los esbirros: «Os entrego a este rey, rendid al blasfemo los honores que merece.» En seguida se retiró con los miembros del Consejo a la sala ovalada situada detrás del Tribunal, y que quedaba fuera de la vista del atrio.
En medio de su amarga aflicción, Juan se acordó de la Santísima Madre de Jesús. Temió que la terrible noticia de la condena de su hijo llegara a sus oídos por boca de un enemigo que se diera de la manera más dolorosa; miró a Nuestro Señor, y dijo en voz baja: «Señor, Tú sabes por qué me marcho», y se fue del Tribunal a ver a la Virgen, como un enviado del mismísimo Jesús. Pedro, lleno de angustia y dolor, y sintiendo más penetrante el frío de la mañana, se acercó tímidamente a la lumbre del atrio, donde mucha gente estaba calentándose. Intentó ocultar su pena ante ellos, pero no podía irse de allí y dejar a su amado Maestro.
Jesús es vejado e insultado
En cuanto Caifás salió del Tribunal con los miembros del Consejo, una multitud de miserables se precipitó sobre Nuestro Señor como un enjambre de avispas irritadas. Mientras se interrogaba a los testigos, los esbirros y otros miserables habían ido arrancando puñados de pelo de la barba de Jesús, le habían escupido, dado bofetadas, pegado con palos y pinchado con agujas. Ahora se entregaban ya sin freno a su rabia insensata. Le ponían sobre la cabeza coronas de paja y de corteza de árbol, y se las volvían a quitar saludándolo con expresiones insultantes. Le decían: «Ved aquí al Hijo de David llevando la corona de su padre.» «He aquí al más grande que Salomón.» Así ridiculizaban las verdades eternas, que Jesús había predicado en forma de parábolas a aquellos a quienes venía a salvar. Después le pusieron una nueva corona sobre la cabeza, le arrancaron las vestiduras y el escapulario y le echaron en su lugar sobre los hombros una capa vieja hecha jirones, que por delante le llegaba apenas a las rodillas, le rodearon el cuello con una larga cadena de hierro, cuyas pesadas puntas en forma de anillos con púas le ensangrentaban las rodillas al caminar. Le ataron de nuevo las manos sobre el pecho, colocaron una caña entre ellas y le escupieron a la cara. Habían vertido toda especie de inmundicias sobre su cabeza, sobre su pecho y sobre la parte superior de la ridícula capa. Le taparon los ojos con un sucio trapo y le pegaban y le gritaban: «Oh, Cristo, profetiza quién te ha pegado.» Jesús no abría la boca, rogaba por ellos interiormente y suspiraba. En este estado, lo arrastraron con la cadena hasta la sala adonde se había retirado el Consejo. «Adelante, rey de paja - gritaban, pegándole con palos nudosos-, tienes que presentarte ante el Consejo con las insignias que has recibido de nosotros.» Una vez dentro, redoblaron sus burlas, riéndose de las cosas más sagradas. Cuando le escupían y le echaban lodo en la cara, le decían: «Recibe la unción, tu unción regia.» Y a continuación: «¿Cómo te atreves a presentarte en este estado delante del Gran Consejo? Tú siempre hablas de purificación y tú mismo no estás purificado; pero nosotros vamos a lavarte.» Y cogiendo un vaso de agua sucia e infecta, se lo vertieron sobre la cara y los hombros, postrándose de rodillas ante él y diciendo: «Ésta es tu preciosa unción, tu agua de nardo que costó trescientos dinares, tu bautismo en la piscina de Betesda», parodiando así impíamente el bautismo, y a la Magdalena vertiendo perfume sobre su cabeza.
Estas burlas establecían, sin darse cuenta, la semejanza entre Jesús con el cordero pascual, pues las víctimas de la Pascua habían sido lavadas primero en el estanque vecino a la puerta de las Ovejas, y después habían sido llevadas a la piscina de Betesda, donde habían recibido una aspersión ceremonial antes de ser sacrificadas en el Templo.
A continuación, arrastraron a Jesús alrededor de la sala, ante los miembros del Consejo, que continuaban dirigiéndose a él en un lenguaje insultante y abusivo. Vi que todo estaba lleno de figuras diabólicas. Pero alrededor de Jesús, desde que había dicho que era el Hijo de Dios, se veía un halo de luz. Muchos de los presentes debieron de percibir confusamente esto mismo, y veían con consternación que ni los ultrajes ni la ignominia alteraban su inexplicable majestad. Redoblábase con esto la rabia de ellos.
La negación de Pedro
Conteniendo a duras penas sus lágrimas y su tristeza, Pedro se había acercado a la lumbre del atrio, silencioso y ensimismado. Pero entre los que alardeaban de su mal trato hacia Jesús y contaban sus gestas, su silencio y su tristeza lo hacían sospechoso. La portera se acercó al fuego escuchando las conversaciones y entonces, mirando a Pedro abiertamente, le dijo: «Tú estabas también con Jesús el Galileo.» Pedro, asustado, temiendo ser maltratado por aquellos hombres groseros, respondió: «Mujer, yo no lo conozco; no sé por qué dices eso.» Entonces se levantó y queriendo apartarse de aquella compañía, se dirigió hacia el patio: en ese momento el gallo cantaba en la ciudad. No recuerdo haberlo oído, pero me parece que así fue. Cuando Pedro se iba, otra criada lo miró y dijo a los que estaban cerca: «Éste estaba también con Jesús de Nazaret», y los que habían junto a ella dijeron también: «Es cierto. ¿No eres tú uno de sus discípulos?» Pedro, cada vez más alarmado, replicó de nuevo, y dijo: «Yo no era su discípulo; no conozco a ese hombre.»
Atravesando el primer patio llegó al patio exterior. Lloraba y su angustia y su pena eran tan grandes, que apenas se acordaba de lo que acababa de decir. En el patio exterior había mucha gente, algunos se habían subido sobre la tapia para oír algo. Había allí también algunos amigos y discípulos de Jesús a quienes la inquietud había hecho salir de las cavernas de Hinnón. Se acercaron a Pedro y le hicieron preguntas; pero éste estaba tan agitado que les aconsejó en pocas palabras que se retirasen, porque corrían peligro. En seguida se alejó de ellos, y ellos se fueron a su vez para volver a sus refugios. Eran dieciséis y, entre ellos reconocí a Bartolomé, Natanael, Saturnino, Judas Barnabás, Simeón (que fue después obispo de Jerusalén), Zaqueo y Manahén, el ciego de nacimiento curado por Jesús.
Pedro no podía hallar reposo y su amor a Jesús lo llevó de nuevo al patio interior que rodeaba el edificio. Lo dejaban entrar porque José de Arimatea y Nicodemo lo habían introducido al principio. No entró en el atrio, sino que torció a la derecha y entró en la sala ovalada de detrás del Tribunal, en donde la chusma paseaba a Jesús en medio del griterío. Pedro se acercó tímidamente y, aunque vio que lo observaban como a un hombre sospechoso, no pudo evitar mezclarse con la gente que se agolpaba a la puerta para mirar. Jesús llevaba su corona de paja sobre la cabeza y miró a Pedro con tal tristeza y severidad que a éste se le partió el corazón. Pero no había superado su miedo y como oía decir a algunos «¿Quién es este hombre?», se volvió perturbado al patio; como allí también lo observaban, se acercó a la lumbre del atrio y se sentó un rato junto al fuego. Pero algunas personas que habían observado su agitación, se pusieron a hablarle de Jesús en términos injuriosos. Una de ellas le dijo: «Tú eres también uno de sus partidarios; eres galileo, tu acento te delata.» Cuando Pedro procuraba retirarse, un hermano de Maleo, acercándosele, le dijo: «¿No eres tú el que estaba con ellos en el huerto de los Olivos, el que le ha cortado la oreja a mi hermano?» Pedro, casi enloquecido de terror, empezó a balbucear jurando que no conocía a aquel hombre, y se fue corriendo del atrio al patio interior. Entonces el gallo cantó de nuevo, y Jesús, que en ese momento era conducido a la prisión a través del patio volvió a mirar a su apóstol con pena y compasión. Esa mirada le llegó a Pedro hasta lo más hondo, y recordó entonces las palabras de Jesús: «Antes de que el gallo cante dos veces tú me negarás tres veces.» Había olvidado sus promesas de morir antes que negarlo, y había olvidado sus advertencias; pero, cuando Jesús lo miró, sintió cuán enorme era su culpa y su corazón se consumió de tristeza. Había negado a su Maestro cuando estaba siendo ultrajado, cuando había sido entregado a jueces inicuos, mientras sufría en silencio y con paciencia todos sus tormentos. Abatido por el arrepentimiento, volvió al patio exterior, con la cabeza cubierta, llorando amargamente. Ya no temía que le interpelaran; en esos momentos hubiera dicho a todo el mundo quién y cuán culpable era. ¿Quién, en medio de tantos peligros, de la aflicción, la angustia, entregado a una lucha tan violenta entre el amor y el miedo, exhausto, asediado por el miedo y una pena enloquecedora, con una naturaleza ardiente y sencilla como la de Pedro, se atreve a decir que hubiese sido más fuerte que él? Nuestro Señor lo dejó abandonado a sus propias fuerzas y Pedro fue débil, como todos los que olvidan sus palabras: «Velad y orad para que no caigais en la tentación.»
María en casa de Caifás
La Santísima Virgen estaba constantemente en comunicación espiritual con Jesús. María sabía todo lo que le sucedía; sufría con Él, rogaba como Él por sus verdugos, pero su corazón materno suplicaba también a Dios para que no permitiera que se consumara este crimen, para que apartara aquel sufrimiento de su Santísimo Hijo, y tenía un deseo irresistible de acercarse a Jesús. Cuando Juan llegó a casa de Lázaro y le contó el horrible espectáculo a que había asistido, le pidió que, junto con
Magdalena y algunas de las santas mujeres la acompañara al lugar donde Jesús estaba sufriendo. Juan, que sólo se había alejado de su Divino Maestro para consolar a la que estaba más cerca de su corazón después de Él, accedió al instante, y condujo a las santas mujeres por las calles iluminadas por la luna, cruzándose con gente que volvía a su casa. Las mujeres iban con la cabeza cubierta, pero sus sollozos atrajeron sobre ellos la atención de algunos grupos, y tuvieron que oír palabras injuriosas contra Jesús. La Madre de Jesús, que había contemplado en espíritu el suplicio de su Hijo, guardó todas esas cosas en su corazón, junto con todo lo demás. Como Él, sufría en silencio pero más de una vez cayó sin conocimiento. Una de las veces que yacía desmayada en los brazos de las santas mujeres, bajo un portal de la villa interior, algunas gentes bien intencionadas que volvían de la casa de Caifás la reconocieron y se pararon un instante llenos de sincera compasión y la saludaron con estas palabras: ¡Te saludamos, desgraciada Madre!, ¡oh, la más afligida de las Madres!, ¡oh, Madre del Más Sagrado Descendiente de Israel!» María volvió en sí y les dio las gracias con afecto, y después continuó su triste camino.
Conforme se acercaba a la casa de Caifás, al pasar por el lado opuesto a la entrada, se tropezaron con un nuevo dolor, pues tuvieron que atravesar por un lugar donde estaban construyendo la cruz de Jesús debajo de una tienda. Los enemigos de Jesús habían mandado preparar una cruz en cuanto fueron a prenderlo, a fin de ejecutar la sentencia en cuanto fuese pronunciada por Pilatos, a quien confiaban en convencer fácilmente. Los romanos habían preparado ya cruces para dos ladrones y los trabajadores que tenían que hacer la de Jesús, maldecían por tener que trabajar por la noche; sus palabras atravesaron el corazón de María, que rogó por aquellas ciegas criaturas que construían blasfemando el instrumento de la redención de ellos y del suplicio de su Hijo. María, Juan y las santas mujeres, atravesaron el patio interior de la casa de Caifás y se detuvieron en la entrada de la sala. Ella estaba impaciente porque la puerta fuera abierta, pues sentía que sólo ella la separaba de su Hijo, quien al segundo canto del gallo había sido conducido a un calabozo que estaba debajo de la casa. La puerta se abrió al fin lentamente y Pedro se precipitó afuera, las manos extendidas, la cabeza cubierta y llorando amargamente. Reconoció a Juan y a la Virgen a la luz de las antorchas y de la luna, y fue como si su conciencia, despierta por la mirada del Hijo, redoblara ahora sus remordimientos ante la persona de la Madre. María le preguntó: «Simón, ¿qué ha sido de Jesús, mi Hijo?» Y estas palabras penetraron hasta lo íntimo de su alma, de forma que no pudo resistir su mirada y le dio la espalda retorciéndose las manos; pero María se acercó a él y le dijo con una profunda tristeza: «Simón, hijo de Juan, ¿por qué no me respondes?» Entonces Pedro exclamó llorando: «¡Oh, María!, tu Hijo está sufriendo más de lo que puedo expresar, no me hables. Ha sido condenado a muerte, yo he renegado de Él tres veces.» Juan se acercó para hablarle, pero Pedro, como fuera de sí, huyó del patio y se fue a la caverna del monte de los Olivos donde la piedra conservaba la huella de las manos de Jesús. Yo creo que en esa misma caverna fue donde nuestro padre Adán se refugió para llorar tras la caída.
La Santísima Virgen sentía en su herido corazón una inexpresable aflicción con este nuevo dolor de su Hijo, negado por el discípulo que lo había reconocido el primero como Hijo de Dios; incapaz de aguantarse en pie, cayó desfallecida cerca de la piedra en que se apoyaba la puerta y la marca de su mano y de su pie se imprimieron en ella. Las puertas del patio se quedaron abiertas a causa de la multitud que se retiraba después del encarcelamiento de Jesús. Cuando la Virgen volvió en sí, quiso acercarse a su Hijo. Juan la condujo delante de donde Nuestro Señor estaba encerrado. María oyó los suspiros de su Hijo y las injurias de los que lo rodeaban. Las santas mujeres no podían permanecer allí mucho tiempo sin ser vistas. Magdalena mostraba una desesperación demasiado evidente y muy violenta; en cambio, la Virgen por la gracia de Dios Todopoderoso, en lo más profundo de su dolor, conservaba la calma y la dignidad exterior. Entonces, fue reconocida y tuvo que oír estas crueles palabras: «¿No es ésta la Madre del Galileo? Su Hijo va a ser crucificado, pero no antes de la fiesta. A no ser que en efecto sea uno de los más grandes criminales.»
La Santísima Virgen abandonó el patio y se fue junto a la lumbre, en el atrio, donde todavía quedaba un resto del populacho. En el sitio exacto donde Jesús había dicho que era el Hijo de Dios y donde los hijos de Satanás habían gritado «Es reo de muerte», María perdió el conocimiento, y Juan y las santas mujeres tuvieron que recogerla, más muerta que viva. La gente no dijo nada y guardó un extraño silencio; como si un espíritu celestial hubiera atravesado el infierno. Las santas mujeres y Juan volvieron a pasar por el sitio donde estaban construyendo la cruz. Los obreros parecían encontrar tantas dificultades para acabarla como los jueces habían encontrado para poder pronunciar la sentencia. Sin cesar tenían que traer madera porque tal o cual pieza no servía o se rompía, hasta que los diferentes tipos de madera estuvieran combinados del modo que Dios quería. Vi que los santos ángeles los obligaban a empezar de nuevo hasta que todo fuese hecho como estaba escrito; pero no recuerdo muy bien todas las circunstancias, así que lo dejaré correr.
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