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La amarga Pasión de Cristo (XI)
El sepulcro
Los hombres colocaron el sagrado cuerpo sobre unas angarillas de piel, recubiertas de una tela oscura. Eso me recordaba el Arca de la Alianza. Nicodemo y José llevaban en sus hombros los palos de delante, Abenadar y Juan los de atrás, los seguían la Virgen, María de Helí, Magdalena y María de Cleofás. Después las mujeres que habían estado al pie de la cruz: Verónica, Juana Cusa, María, madre de Marcos, Salomé, mujer de Zebedeo, María Salomé, Salomé de Jerusalén, Susana y Ana, sobrina de san José. Casio y los soldados cerraban la marcha; las otras mujeres estaban en Betania con Marta y Lázaro. Dos soldados con antorchas iban delante para alumbrar la gruta del sepulcro. Anduvieron así cerca de siete minutos, cantando salmos con voces dulces y melancólicas. Vi sobre una altura del otro lado del valle a Santiago el Mayor, hermano de Juan, que los vio pasar y se fue a contar a los demás discípulos lo que había visto. Se detuvieron a la entrada del jardín de José, lo abrieron y arrancaron de él algunas estacas que luego les servirían de palancas para hacer rodar hasta la entrada de la gruta, la piedra que debía tapar el sepulcro. Al llegar, trasladaron el sagrado cuerpo a una tabla cubierta con una sábana. La gruta que había sido excavada recientemente, había sido barrida por los criados de Nicodemo; el interior estaba limpio y resultaba agradable a la vista. Las santas mujeres se sentaron delante de la entrada. Los cuatro hombres entraron el cuerpo de Nuestro Señor, llenaron de aromas una parte del sepulcro y extendieron una sábana, sobre la cual pusieron el cuerpo; le testimoniaron una última vez su amor con sus lágrimas y salieron de la gruta. Entonces entró la Virgen, se sentó junto a la cabeza y se echó llorando sobre el cuerpo de su Hijo. Cuando salió de la gruta, Magdalena se precipitó en ella; había cogido en el jardín flores y ramos que echó sobre Jesús; cruzó las manos y besó, llorando, los pies de Jesús; habiéndole dicho los hombres que iban a cerrar el sepulcro, se volvió con las otras mujeres. Doblaron las puntas de la sábana sobre el pecho de Jesús y pusieron encima de todo una tela oscura, y salieron.
La gruesa piedra destinada a cerrar el sepulcro, que estaba a un lado de la puerta de la gruta, era muy pesada y sólo con palancas pudieron los hombres hacerla rodar hasta la entrada del sepulcro. La entrada de la gruta dentro de la cual estaba el sepulcro era de ramas entretejidas. Todo lo que se hizo dentro de la gruta tuvo que hacerse con antorchas, porque la luz del día nunca penetraba en ella.
El regreso desde el sepulcro. El sábado
El sábado iba a comenzar; Nicodemo y José entraron en Jerusalén por una pequeña puerta lateral próxima al jardín. Dijeron a la Santísima Virgen, a Magdalena, Juan y a algunas mujeres que volvían al Calvario para rezar, que hallarían esta puerta siempre abierta cuando llamaran, así como la del cenáculo. La hermana mayor de la Virgen, María de Helí, volvió a la ciudad con María, madre de Marcos y algunas otras mujeres. Los criados de José y de Nicodemo fueron también al Calvario para recoger los objetos que habían dejado allí en el momento del descendimiento. Los soldados se reunieron con los que guardaban la puerta más cercana al Calvario, y Casio se fue a casa de Pilatos con la lanza. Le contó lo que había visto y le prometió una relación exacta si le confiaba el mando de la guardia que los judíos no cesaban de pedir para el sepulcro. Pilatos escuchó sus palabras con terror secreto, pero sólo le dijo que las supersticiones alimentan la locura. José y Nicodemo encontraron en la ciudad a Pedro, a Santiago el Mayor y a Santiago el Menor; estaban todos deshechos en llanto. Pedro, sobre todo, sentía un dolor inconsolable; los abrazó, se acusó de no haber estado presente en la muerte de Nuestro Señor y les dio las gracias por haberle dado sepultura. Acordaron con ellos que les abrirían las puertas del cenáculo cuando llamasen y se fueron en busca de otros discípulos dispersos por varios sitios. Vi después a la Santísima Virgen y a sus compañeras entrar en el cenáculo. Abenadar llegó y, poco a poco, la mayor parte de los apóstoles y de los discípulos fueron reuniéndose allí. Las santas mujeres se dirigieron a la parte donde habitaba la Virgen. Tomaron algún alimento y pasaron algún rato reunidos, llorando y contándose unos a otros lo que habían visto. Los hombres se mudaron de vestido, y los vi observar el sábado a la luz de una lámpara. Comieron cordero en el cenáculo, pero sin ninguna ceremonia, pues habían comido la víspera el cordero pascual. Tenían el espíritu perturbado y estaban llenos de pena. Las santas mujeres rezaron también con María junto a una lámpara. Cuando fue noche cerrada, Lázaro, Marta, la viuda de Naim, Dina la Samaritana y María la Sufanita, llegaron de Betania. Les contaron de nuevo lo sucedido y todos derramaron lágrimas.
El apresamiento de Joséde Arimatea
José de Arimatea volvió ya muy tarde del cenáculo a su casa; caminaba tristemente por las calles de Sión, acompañado de algunos discípulos y de algunas mujeres, cuando de pronto una tropa de hombres armados, emboscados en las inmediaciones del tribunal de Caifás, se abalanzó sobre ellos apoderándose de José, mientras sus compañeros huían dando gritos. Fue encerrado en una torre contigua a la muralla cerca del Tribunal. Caifás había encargado esta detención a soldados paganos que no tenían que observar el sábado. La intuición era dejar que José muriera de hambre y mantener su desaparición en secreto.
Los judíos ponen guardia en el sepulcro
En la noche del viernes al sábado, vi a Caifás y a los principales judíos consultarse sobre la mejor conducta a seguir con respecto a los prodigios que habían sucedido y el efecto que habían tenido sobre el pueblo. Al salir de esta reunión fueron por la noche a casa de Pilatos, y le dijeron que aquel farsante había asegurado que resucitaría el tercer día y por eso era menester guardar el sepulcro tres días, porque si no sus discípulos podían llevarse su cuerpo y difundir el rumor de su resurrección, y este nuevo engaño sería peor que el primero. Pilatos, no queriendo meterse en este asunto, les dijo: «Vosotros tenéis soldados, mandad que guarden el sepulcro si así lo deseáis.» Sin embargo, le dijo a Casio que estuviera vigilante de todo lo que pasaba para hacerle una relación exacta de lo que viera. Yo vi a esos hombres, eran doce, abandonaron la ciudad antes de amanecer, los soldados que los acompañaban no iban vestidos a la romana, eran soldados del Templo. Llevaban lámparas colgadas de largos palos para ver en la oscuridad de la noche y también para alumbrar la gruta del sepulcro.
En cuanto llegaron, se aseguraron de que estuviera allí el cuerpo de Jesús, después colocaron una cuerda atravesada delante de la entrada del sepulcro y otra segunda sobre la piedra gruesa que estaba delante y las sellaron con un sello semicircular. Los fariseos regresaron al pueblo, y los guardias se instalaron enfrente de la puerta exterior. Cada vez cinco o seis hombres vigilaban, turnándose con otros cinco o seis. Casio no se movía de su sitio. Estaba sentado o de pie delante de la gruta para poder ver el sepulcro donde reposaba Nuestro Señor. Casio había recibido grandes gracias interiores y le había sido dado comprender muchos misterios. No estando acostumbrado a este estado de iluminación espiritual, estaba como en trance, casi inconsciente del mundo exterior. Había cambiado por completo. Se convirtió en un hombre nuevo, y pasó el resto de la vida en penitencia y en oración.
Una mirada a los amigos de Jesús en el Sábado Santo
En el cenáculo había unos veinte hombres ataviados con túnicas largas y blancas, recogidas con cintos y celebrando el sábado. Tras su comida, se separaron para acostarse, y muchos se fueron a sus casas. El sábado por la mañana se reunieron otra vez, y estuvieron rezando y leyendo, alternativamente. Si un amigo llegaba, se levantaban y lo saludaban afectuosamente.
En la parte de la casa donde estaba la Santísima Virgen, había una gran sala con celdas separadas para los que querían pasar la noche allí. Cuando las piadosas mujeres volvieron del sepulcro, una de ellas encendió una lámpara colgada en el medio de la sala, y se sentaron a su luz, alrededor de la Virgen; rezaron con gran tristeza y recogimiento. Después se separaron para entrar en las celdas y descansar. A medianoche se levantaron y se reunieron de nuevo con la Virgen a la luz de la lámpara para rezar. Cuando la Madre de Jesús y sus compañeras acabaron este rezo nocturno, Juan llamó a la puerta de la sala con algunos discípulos, todos cogieron sus mantos y en seguida les siguieron al Templo.
A las tres de la mañana, cuando fue sellado el sepulcro, vi a la Santísima Virgen ir al Templo acompañada de las otras santas mujeres, de Juan y otros discípulos. En esas fiestas, muchos judíos tenían costumbre de ir al Templo antes de amanecer, después de haber comido el cordero pascual. El Templo se abría a medianoche porque los sacrificios empezaban temprano. Pero como esta vez la fiesta se había interrumpido, todo estaba aún abandonado, y me pareció que la Virgen fue sólo a despedirse del Templo donde se había educado. Estaba abierto, según la costumbre de ese día, y el espacio reservado alrededor del Tabernáculo para los sacerdotes, estaba también abierto al pueblo, según se acostumbraba ese día; mas el Templo estaba solo, y no había más que algunos guardias y algunos criados. Todo estaba en desorden.
Los hijos de Simeón y los sobrinos de José de Arimatea, muy apenados por la prisión de su tío, recibieron a la Virgen y las santas mujeres y las condujeron por todas partes, pues estaban de guardia en el Templo; todos contemplaban con terror las señales de la ira de Dios. La Virgen fue a todos los sitios que Jesús había consagrado por su presencia; se prosternó para besarlos y los regó con sus lágrimas; sus compañeras la imitaron.
La Virgen se fue del Templo, vertiendo amargo llanto; la desolación y la soledad en que estaba, en un día tan santo, aún contrastaban más con su aspecto en una fiesta como la del día de la Pascua, y hacía más terribles los crímenes de su pueblo. María recordó que Jesús había llorado sobre el Templo diciendo: «Destruid este Templo y yo lo reedificaré en tres días.» María pensó que los enemigos de Jesús habían destruido el Templo de su cuerpo, y deseó con ardor ver llegar ese tercer día en que la palabra eterna debía cumplirse.
Amanecía cuando María y sus compañeras volvieron al cenáculo; una vez allí, se retiraron a la estancia situada a la derecha. Mientras, Juan y los discípulos llegaban a la sala, donde los hombres, en número de veinte, rezaban alternativamente debajo de la lámpara. Los que de vez en cuando iban llegando se dirigían compungidos al grupo de oración y se añadían a ellos llorando amargamente. Todos mostraban a Juan un gran respeto mezclado de confusión, porque había asistido a la muerte de Nuestro Señor. Juan era afectuoso para con todos, y para todos tenía una palabra de compasión. Los vi comer una vez durante ese día. El mayor silencio reinaba en la casa, y las puertas estaban cerradas, aunque no tenían nada que temer, pues la casa era propiedad de Nicodemo.
Las santas mujeres permanecieron en sus aposentos hasta que se hizo oscuro, y allí siguieron aun después, con las puertas cerradas y ventanas tapadas, a la luz de la lámpara, rezando o expresando su dolor de muchas maneras. Cuando mi pensamiento se unía al de la Virgen, que siempre estaba fijo en su Hijo, yo veía el sepulcro y los guardias sentados a la entrada.
Casio estaba cercano a la puerta, sumido en la meditación. La entrada al sepulcro seguía sellada y la piedra la cubría. Sin embargo, vi el cuerpo de Nuestro Señor rodeado de luz y de esplendor y los ángeles lo adoraban. Pero mientras mis pensamientos estaban fijos en el alma del Redentor, me fue mostrado un cuadro tan extenso y complicado del descendimiento a los infiernos, que sólo he podido acordarme de una pequeña parte que voy a contar como mejor pueda.
Jesús baja a los infiernos
Cuando Jesús, dando un grito, expiró, yo vi su alma celestial como una forma luminosa penetrar en la tierra, al pie de la cruz; muchos ángeles, en los cuales estaba Gabriel, la acompañaban. Vi su divinidad unida con su alma pero también con su cuerpo suspendido en la cruz. No puedo expresar cómo era eso aunque lo vi claramente en mi espíritu. El sitio adonde el alma de Jesús se había dirigido, estaba dividido en tres partes. Eran como tres mundos y sentí que tenían forma redonda, cada uno de ellos separado del otro por un hemisferio.
Delante del limbo había un lugar más claro y hermoso; en él vi entrar las almas libres del purgatorio antes de ser conducidas al cielo. La parte del limbo donde estaban los que esperaban la redención, estaba rodeado de una esfera parda y nebulosa, y dividido en muchos círculos. Nuestro Señor, rodeado por un resplandeciente halo de luz, era llevado por los ángeles por en medio de dos círculos: en el de la izquierda estaban los patriarcas anteriores a Abraham; en el de la derecha, las almas de los que habían vivido desde Abraham hasta san Juan Bautista. Al pasar Jesús entre ellos no lo reconocieron, pero todo se llenó de gozo y esperanzas y fue como si aquellos lugares estrechos se expandieron con sentimientos de dicha. Jesús pasó entre ellos como un soplo de aire, como una brillante luz, como el refrescante rocío. Con la rapidez de un viento impetuoso llegó hasta el lugar cubierto de niebla, donde estaban Adán y Eva; les habló y ellos lo adoraron con un gozo indecible y acompañaron a Nuestro Señor al círculo de la izquierda, el de los patriarcas anteriores a Abraham. Este lugar era una especie de purgatorio. Entre ellos había malos espíritus que atormentaban e inquietaban el alma de algunos. El lugar estaba cerrado pero los ángeles dijeron: «Abrid estas puertas.» Cuando Jesús triunfante entró, los espíritus diabólicos se fueron de entre las almas llenas de sobresalto y temor. Jesús, acompañado de los ángeles y de las almas libertadas, entró en el seno de Abraham.
Este lugar me pareció más elevado que las partes anteriores, y sólo puedo comparar lo que sentí con el paso de una iglesia subterránea a una iglesia superior. Allí se hallaban todos los santos israelitas; en aquel lugar no había malos espíritus. Una alegría y una felicidad indecibles entraron entonces en estas almas, que alabaron y adoraron al Redentor. Algunos de éstos fueron a quienes Jesús mandó volver sobre la tierra y retomar sus cuerpos mortales para dar testimonio de Él. Este momento coincidió con aquel en que tantos muertos se aparecieron en Jerusalén. Después vi a Jesús con su séquito entrar en una esfera más profunda, una especie de Purgatorio también, donde se hallaban paganos piadosos que habían tenido un presentimiento de la verdad y la habían deseado. Vi también a Jesús atravesar como libertador, muchos lugares donde había almas encerradas, hasta que, finalmente, lo vi acercarse con expresión grave al centro del abismo.
El infierno se me apareció bajo la forma de un edificio inmenso, tenebroso, cerrado con enormes puertas negras con muchas cerraduras; un aullido de horror se elevaba sin cesar desde detrás de ellas. ¿Quién podría describir el tremendo estallido con que esas puertas se abrieron ante Jesús? ¿Quién podría transmitir la infinita tristeza de los rostros de los espíritus de aquel lugar?
La Jerusalén celestial se me aparece siempre como una ciudad donde las moradas de los bienaventurados tienen forma de palacios y de jardines llenos de flores y de frutos maravillosos. El infierno lo veo en cambio como un lugar donde todo tiene por principio la ira eterna, la discordia y la desesperación, prisiones y cavernas, desiertos y lagos llenos de todo lo que puede provocar en las almas el extremo horror, la eterna e ilimitada desolación de los condenados. Todas las raíces de la corrupción y del terror producen en el infierno el dolor y el suplicio que les corresponde en las más horribles formas imaginables; cada condenado tiene siempre presente este pensamiento, que los tormentos a que está entregado son consecuencia de su crimen, pues todo lo que se ve y se siente en este lugar no es más que la esencia, la pavorosa forma interior del pecado descubierto por Dios Todopoderoso.
Cuando los ángeles, con una tremenda explosión, echaron las puertas abajo, se elevó del infierno un mar de imprecaciones, de injurias, de aullidos y de lamentos. Todos los allí condenados tuvieron que reconocer y adorar a Jesús, y éste fue el mayor de sus suplicios. En el medio del infierno había un abismo de tinieblas al que Lucifer, encadenado, fue arrojado, y negros vapores se extendieron sobre él. Es de todos sabido que será liberado durante algún tiempo, cincuenta o sesenta años antes del año 2000 de Cristo. Las fechas de otros acontecimientos fueron fijadas, pero no las recuerdo, pero sí que algunos demonios serán liberados antes que Lucifer, para tentar a los hombres y servir de instrumento de la divina venganza.
Vi multitudes innumerables de almas de redimidos elevarse desde el purgatorio y el limbo detrás del alma de Jesús, hasta un lugar de delicias debajo de la Jerusalén celestial. Vi a Nuestro Señor en varios sitios a la vez; santificando y liberando toda la creación; en todas partes los malos espíritus huían delante de Él y se precipitaban en el abismo. Vi también su alma en diferentes sitios de la tierra, la vi aparecer en el interior del sepulcro de Adán debajo del Gólgota, en las tumbas de los profetas y con David, a todos ellos revelaba los más profundos misterios y les mostraba cómo en Él se habían cumplido todas las profecías.
Esto es lo poco de que puedo acordarme sobre el descendimiento de Jesús al limbo y a los infiernos y la libertad de las almas de los justos. Pero además de este acontecimiento, Nuestro Señor desplegó ante mí su eterna misericordia y los inmensos dones que derrama sobre aquellos que creen en Él. El descendimiento de Jesús a los infiernos es la plantación de un árbol de gracia destinado a las almas que padecen. La redención continua de estas almas, es el fruto producido por este árbol en el jardín espiritual de la Iglesia en todo tiempo. La Iglesia debe cuidar este árbol y recoger los frutos para entregárselo a la Iglesia que no puede recogerlos por sí misma. Cuando el día del Juicio Final llegue el dueño del árbol nos pedirá cuentas, y no sólo de ese árbol, sino de todos los frutos producidos en todo el jardín.
La víspera de la Resurrección
Cuando se acabó el sábado, Juan fue con las santas mujeres, y las consoló, pero no podía contener sus propias lágrimas, por lo que se quedó con ellas sólo un breve espacio de tiempo. Entonces, Pedro y Santiago el Menor fueron también a verlas con el mismo propósito de confortarlas. Ellas prosiguieron con su pena después de que ellos se marcharan.
Mientras la Santísima Virgen oraba interiormente llena de un ardiente deseo de ver a Jesús, un ángel vino a decirle que fuera a la pequeña puerta de Nicodemo, porque Nuestro Señor estaba cerca. El corazón de María se inundó de gozo; se envolvió en su manto y se fue, dejando allí a las santas mujeres sin decir nada a nadie. La vi encaminarse de prisa hacia la pequeña puerta de la ciudad por donde había entrado con sus compañeras al volver del sepulcro. La Virgen caminaba con pasos apresurados, cuando la vi detenerse de repente en un sitio solitario. Miró a lo alto de la muralla de la ciudad y el alma de Nuestro Señor, resplandeciente, bajó hasta su Madre acompañada de una multitud de almas y patriarcas. Jesús, volviéndose hacia ellos y señalando a la Virgen, dijo: «He aquí a María, he aquí a mi Madre.» Pareció darle un beso y luego desapareció. La Santa Virgen cayó de rodillas y besó el lugar donde así había aparecido. Debían de ser las nueve de la noche. Sus rodillas y sus pies quedaron marcados sobre la piedra. La visión que había tenido la había llenado de un gozo indecible, y regresó confortada junto a las santas mujeres, a quienes halló ocupadas en preparar ungüentos y perfumes. No les dijo lo que había visto, pero sus fuerzas se habían renovado; consoló a las demás y las fortaleció en su fe.
La Santa Virgen se unió a la preparación de los bálsamos que las santas mujeres habían empezado a elaborar en su ausencia. La intención de ellas era ir al sepulcro antes del amanecer del siguiente día, y verter esos perfumes sobre el cuerpo de Nuestro Señor.
José de Arimatea milagrosamente liberado
Poco después de la vuelta de la Santísima Virgen junto a las santas mujeres, vi a José de Arimatea rezando en prisión. De pronto, su celda se llenó de luz y oí una voz que lo llamaba por su nombre. El tejado se levantó dejando una abertura, y vi allí una forma luminosa que le echaba una sábana que me recordó mucho la que había servido para amortajar a Jesús. José la cogió con ambas manos y se dejó alzar hasta la abertura, que se cerró detrás de él. Cuando llegó a lo alto de la torre, la aparición desapareció.
José siguió la muralla hasta cerca del cenáculo, que estaba en las inmediaciones de la muralla meridional de Sión. Entonces bajó y llamó a la puerta. Los discípulos estaban muy afligidos por la desaparición de José, y creían que habría sido muerto y arrojado a una acequia. Cuando le vieron entrar, su alegría fue inmensa. Contó lo que le había sucedido; ellos dieron gracias a Dios. Después de comer un poco de lo que los discípulos le ofrecieron, se fue de Jerusalén por la noche y se dirigió a Arimatea, su patria. Allí permaneció hasta que supo que ya no corría peligro.
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