» Actualidad » Constitución Europea. Europa y Cristianismo
Un aniversario trascendental
El libro de Dan Brown, llevado al cine, con amplia recaudación y movilización de fondos, ha puesto en marcha una nueva leyenda, entre las muchas que se han venido acumulando en torno al emperador Constantino, cuyo nombre ha sido borrado del mapa al sustituirlo por el de la «Sublime Puerta». Y, sin embargo, ahora que acaban de cumplirse mil setecientos años de su proclamación como augusto de las cuatro naciones de Occidente, entre ellas Hispania, que iniciaba entonces su andadura como nación, reivindicando la herencia romana y no otra alguna, parece oportuno que los historiadores fijemos la vista en esta efeméride, pues de ella se derivaron consecuencias trascendentales para los europeos. Roma había llegado a dominar el ecúmene, haciendo de él un «mar nuestro» rodeado de tierras, recogiendo además el patrimonio de una concepción del ser humano como persona, en términos de derecho, y no como individuo. Pero este avance, que permitía descubrir la existencia de un primer Motor, Causa del Universo, haciendo de éste una criatura, venía señalado también por profundas divisiones.
El «helenismo», como recordaría años más tarde el emperador Juliano al abandonar el cristianismo, había hecho progresos increíbles en el campo de la ciencia y del conocimiento de la persona humana, pero tropezaba con un obstáculo al parecer insalvable: encerraba al ser humano en una inmanencia radical, de la que no parecía haber otro medio de fuga que el de aceptar o rechazar abiertamente el placer; pues el mundo se encuentra ligado a un mecanismo que convierte a la existencia prácticamente en una angustia entre dos nadas. El «cristianismo» que recogía la herencia bíblica, ese salto en el tiempo como habría de recordarnos Jaspers al término de la Segunda Guerra mundial, afirmaba que, por ser Jesús Dios y Hombre, esa misma persona humana se trasciende a sí misma con una capacidad de amor hacia el mundo creado, hacia el prójimo y, en definitiva, hacia Dios, que es Trascendencia absoluta.
Muchas novelas y, después, películas del modelo «peplum» nos han inducido a error, como si el Imperio, durante doscientos cincuenta años, hubiese perseguido tenaz y cruelmente a los cristianos, montando espectáculos cooperadores de los que se desarrollaban en el circo máximo o en otros lugares semejantes. Conviene decir que, en ese gran monumento romano que aún sirve de meta a los turistas, nunca se produjeron cosas semejantes. Podríamos explicar la situación en otros términos. Roma dudó: el cristianismo aparecía sin duda como un gran peligro, una necesidad de cambio o una puerta que era necesario abrir para poder entender el humanismo que los helenistas preconizaban. Por eso había alternancias: momentos de dura y terrible persecución, a veces limitada a ciertas regiones, sucedidos por otros acordes con el consejo de Trajano a Plinio el Joven: procura no enterarte y así no tendrás que perseguir. El propio Diocleciano, a quien Constantino venía a suceder, vaciló durante la mayor parte de su gobierno y vino a ceder por las presiones de Galerio, un tradicionalista que quería anclarse en el tiempo y desarraigar las novedades. Comenzó la sistemática persecución, destinada a desarraigar el cristianismo. Y fracasó, como todos los totalitarismos que, hasta nuestros días, han intentado algo semejante.
En el verano del 306 Constantino, aclamado por los suyos -su poder viene de abajo y no de arriba- y reconocido en todo el Occidente, la futura Europa, toma una decisión que dura siglos: suspender la persecución y aceptar la libertad religiosa. Los obispos de Hispania, la más madura de todas las naciones de Occidente, aprovechan la nueva oportunidad para celebrar un Concilio en Iliberris, fijando bien las dimensiones de su fe. Importa mucho señalar, frente a las tonterías que se divulgan, que ya entonces la divinidad de Cristo, perfecto hombre, estaba en la base de partida para el reconocimiento de la persona. Galerio aprendió la lección y fue él quien, el 311, promulgó ese texto que hemos confundido con el edicto de Milán, declarando al cristianismo religión lícita. No, señor Dan Brown, no siga aprovechándose de la estulticia de muchas personas para contar mentiras. Ni las liebres corren el mar ni las sardinas trepan por el monte. Y quien se vale de la credulidad o ignorancia para hacer fortuna, causa, acaso sin pretenderlo, un daño irreparable.
Pues ahí está la clave. Hace mil setecientos años, al reunirse Constantino y Licinio en Milán, para trazar el futuro, se puso la primera piedra del edificio europeo, aquel que ahora muchos pretenden derrumbar arrancando una a una las piedras que se emplearon. Fue entonces cuando se atisbó la idea clave de la europeidad, libertad religiosa, que iba a permitir crear la síntesis definitiva entre esas tres grandes contribuciones al patrimonio europeo: el antropocentrismo helénico, el ius romano y la calidad de la persona humana capaz de trascenderse, que aportaba el cristianismo de raíz judía. Cuando en 1947 los fundadores de la nueva Europa, Schuman, De Gasperi, Adenauer -y ahora lo ha recordado la señora Merkel- pusieron en marcha la nueva etapa, estaban pensando en esto y no en nacionalismos ni en estructuras económicas. Había que rectificar errores: los derechos humanos no son el resultado de una opción o de un consenso, pues forman parte de la naturaleza humana. Y se edifican sobre tres piedras clave: vida, libertad y propiedad. La aceptación de esto, pese a los muchos desvíos y abandonos que hemos de registrar, permitió a Europa emprender un camino que la colocaría por delante de todas las culturas.
Esto debemos conmemorar ahora, diecisiete siglos después. Aquel gesto de Constantino, hijo de una cristiana, Helena, que desde aquel instante superaba las deficiencias jurídicas de su condición resultó decisivo. Tal vez no se daba mucha cuenta de lo que hacía. Por eso dos decenios más tarde, pidió a su amigo Osio que le ayudara a hacer de la comunidad cristiana una sólida unidad de pensamiento y doctrina, que no permitiera dudas. En el tramo final de su existencia tomó la decisión lógica: si yo descubro en mi mundo en torno una fuerza superior e indudable, no puedo tolerarla, sino que debo amarla. Y por eso se bautizó. Estaba construyendo un futuro. El Imperio, en su parte oriental, la más cristiana, iba a durar todavía más de un milenio. Una lección, no cabe duda, que nada tiene que ver con ese retorno a la magia y a la leyenda fantástica que ahora nos quieren introducir en vez de la verdad. Pero únicamente la Verdad hace libres, no lo olvidemos.
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