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De centinela
Cuando se planteó la candidatura de Oriana Fallaci a uno de los Premios Príncipe de Asturias no tardó en surgir el debate público sobre si cabría considerar políticamente correcto otorgar tal reconocimiento. Desde tal perspectiva, parece obligado situarse ante un dilema diabólico: o la adhesión inquebrantable (todo lo dicho por el homenajeado ha de considerarse puntualmente compartido, incluido el cómo se dijo) o el silencio. Pasó el tiempo y el propio Príncipe de Asturias haría solemne entrega en la casa de ABC del Premio Luca de Tena, con el que se reconoció su trayectoria periodística. El jurado estimó sin duda como mérito su inquebrantable rechazo a lo políticamente correcto.
La libertad de expresión goza hoy entre nosotros del máximo reconocimiento jurídico. Significativo al respecto es que el Tribunal Constitucional considere que su condición de derecho fundamental «convierte en insuficiente el criterio subjetivo del «animus iniuriandi», tradicionalmente utilizado por la jurisprudencia penal» a la hora de condenar los posibles delitos contra el honor. Habrá que examinar primero si se dio un efectivo ejercicio del derecho fundamental, que sería contradictorio considerar «antijurídico». Tratándose de un asunto de interés general, sólo si no fuera ese el caso -por haberse empleado, por ejemplo, expresiones vejatorias innecesarias-, tendría sentido plantear una posible sanción penal. Pero su protección constitucional va más allá: tanto la libertad de expresión como el derecho a la información «no sólo son derechos fundamentales de cada persona, sino que también significan el reconocimiento y garantía de la opinión pública libre, que es una institución ligada de manera inescindible al pluralismo político, valor esencial del Estado democrático, estando, por ello, esas libertades dotadas de una eficacia que transciende a la que es común y propia de los demás derechos fundamentales».
El panorama resultaría pues idílico, si no entraran en juego los distorsionantes efectos de lo políticamente correcto. El portillo de entrada es el desdibujamiento de la justicia por un planteamiento «buenista» de la tolerancia, que la malentiende como reconocimiento de derechos; me explico. El reconocimiento de derechos no es tarea propia de la tolerancia sino de la justicia, que es la que exige (llegando a recurrir a la coacción, si necesario fuera) dar a cada uno lo suyo. La tolerancia, por el contrario, es fruto de la generosidad, en la medida en que anima a dar al otro más de lo que en justicia podría exigir.
Si aplicamos tal esquema a las conflictivas caricaturas de Mahoma, resulta claro que sería antijurídico (por contrario a la justicia) cualquier dibujo inequívocamente vejatorio, por dañar los derechos de libertad religiosa de los creyentes en el profeta. Asunto distinto es pretender imponer «urbi et orbi» el veto islámico a dibujar efigies humanas, para evitar querencias idolátricas. La conciencia de que dichos dibujos pueden molestar a un sector de la población podría servir de fundamento a una generosa y tolerante renuncia. Pretender, sin embargo, arrogarse el derecho a impedirlo nos llevaría de lleno a lo antijurídico. Admitir que hay cuestiones sobre las que no cabe hablar, escribir o dibujar vulnera una de las más elementales consecuencias de la libertad de expresión y del derecho a la información: «El ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa» (art. 20.2 CE).
La conversión de la tolerancia generosa en conducta jurídicamente exigible es ya un disparate, pero se queda en nada si se la compara con la criminalización como «fobia», de la mano de lo políticamente correcto, de meras manifestaciones de libertad de expresión. El principio de «mínima intervención penal» se ha venido considerando inseparable de todo Estado respetuoso con las libertades, que ha de recurrir siempre a cualquier otro instrumento jurídico antes de ejercer una coacción de tal intensidad. El acrítico celo alimentado por lo políticamente correcto justifica inconfesadamente como novedoso principio el de «intervención penal, como mínimo». El que vulnere sus implícitos dogmas irá a la cárcel, acusado de la «fobia» que corresponda; luego, si le quedan ánimos, cabrá continuar el debate.
Una conducta que no ha mucho se consideraba delictiva (lo sigue siendo, sorprendentemente, dentro del territorio de algunos países occidentales) pasa a verse despenalizada en aras de la tolerancia. Bien pronto se ve convertida en dogma, por encima de la convocada alianza de civilizaciones, sospechosamente unánime al respecto. Se activan, como consecuencia, las baterías de la nueva ortodoxia. Se desmantela una institución milenaria, negando a la mayoría lo que era suyo. Se la incluye en el catecismo de lo políticamente correcto («Educación para la ciudadanía», para entendernos) y se abren por vía penal a los «homófobos» (de ambas civilizaciones) las puertas del infierno civil. Desde su observatorio la Fallaci, como era de imaginar, no se quedó callada.
Lo más meritorio del asunto es que todo ello se lleva implacablemente a cabo en un contexto de dictadura del relativismo. Se pasa insensiblemente de la salmodia «buenista» de que no cabe imponer convicciones a los demás (por lo visto, lo del carnet por puntos no aspira a resultar convincente...), al veto formal a que alguien se atreva a expresar con libertad su propio código moral. Bentham, poco sospechoso de iusnaturalista, patentó la actitud del buen ciudadano ante la ley positiva: «obedecer puntualmente y criticar libremente». Bobbio rechazó también con energía lo que tildó de «positivismo ideológico»: la peregrina idea de que una ley, por el sólo hecho de ser legítimamente puesta, genere una obligación moral de obediencia. Lo políticamente correcto, por el contrario, nos lleva al lejano oeste: prohibido prohibir, porque aquí nada puede considerarse verdad ni mentira, pero yo no lo haría, forastero...
Visto el panorama, pocos servicios más decisivos a la libertad de expresión que la rebeldía de la Fallaci, al recordar una y otra vez su dimensión de justicia, negándose a someterse a una contradictoria tolerancia coactiva. Desde dicha actitud, no satisface tanto que las propias opiniones lleguen a verse compartidas por los lectores como que hayan logrado mantenerlos despiertos. Para todo amigo de la libertad merecerá siempre particular reconocimiento quien practica ese «solo ante el peligro», plantando cara contracorriente a la inconfesada censura de lo políticamente correcto; aunque lo que acabe expresando no coincida con lo que, en su lugar, personalmente se expresaría.
Ya en 1979, entrevistada por Luciano Simonelli, la Fallaci esculpía su mensaje: «Siempre he amado la vida. Quien ama la vida no se presta nunca a acomodarse, a soportar, a dejarse mandar. Quien ama la vida está siempre de centinela (con el fusil en la ventana, decía, una vez más políticamente incorrecta) para defender la vida... Un ser humano que se acomoda, que soporta, que se deja mandar, no es un ser humano».
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