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Olvidado bien común
El bien común es un logro constante de la libertad concertada de todos los ciudadanos
Los más recientes acontecimientos de la vida política española confirman que la separación entre ética personal y ética pública encuentra su base en el cuestionamiento de la competencia moral de los ciudadanos comunes y corrientes.
La mujer y el hombre de la calle se convierten en puntos negros, impenetrables y dispersos, que resultan fáciles de manipular porque no están conectados por ninguna aspiración común. Hannah Arendt ya advirtió de que el aislamiento es pretotalitario. De ahí que los autoritarios de todo linaje pretendan incomunicar entre sí a los que disienten de los dogmas oficiales, por el tosco expediente de recluir sus opiniones al coto privado, tomado en el más estricto sentido de lo que es privativo. Y así acontece que lo no humano comienza a prevalecer sobre lo humano. Porque las decisiones públicamente relevantes ya no están enraizadas en la riqueza vital de los seres humanos, sino que surgen -no se sabe cómo- de constructos burocráticos y económicos; o, peor aún, del talante fugaz y arbitrario de los dominadores. Pero uno de los movimientos emergentes más característicos de nuestro tiempo es la rebelión de los mundos vitales contra el ahogo al que les somete la tecnoestructura.
Todo ciudadano, cualquier ciudadano, está por principio capacitado para distinguir lo malo de lo bueno en la vida pública, y tiene el derecho de que no se impida la libre expresión de sus preferencias. No precisa de un estado ético-concepto fascista, al fin y al cabo- que paternalmente le ampare y le conduzca. Y es que el bien común de las personas no se identifica con el presunto interés general de los políticos profesionales. El bien común es parte del bien personal: ese valor articulado y complejo que es el bien común forma parte de mi bien propio. Mientras que, lógicamente, la inversa es falsa: el bien personal no es parte de un bien común caricaturizado, que sería algo así como una amalgama de intereses egoístas orquestada por el poder fáctico.
Si la expresión bien común se ha olvidado en el actual discurso político, es porque se desconfía de la capacidad de acuerdo entre los ciudadanos acerca de lo que cada uno considera como bueno para todos ellos. Ahora bien, como decía John Stuart Mill, la desconfianza es el mayor enemigo de la ética.
Me atreveré a decirlo: en este país se nos está tratando como a menores de edad. Necesitamos un nuevo proceso de emancipación mental que nos devuelva la capacidad de pensar y hablar por cuenta propia en sociedad. De lo contrario, seguiremos cayendo una y otra vez en manos de los autodeclarados expertos. La tecnocracia y la burocracia están complementadas y potenciadas hoy día por las técnicas de manipulación social. Los sofistas vuelven a dominar el terreno de juego y practican algo parecido a lo que antes se llamaba fútbol total.
Mi envergadura moral se ve dramáticamente aplanada cuando las propias convicciones éticas sólo me sirven para andar por casa, mientras que los empeños de mayor aliento, las llamadas cosas serias, han de ser gestionadas por individuos ideológicamente seleccionados o por entidades abstractas, formalmente legitimadas para representar al interés general. Pero el ciudadano no debe permitir que nadie le obligue a ponerse de cara a la pared.
Pero no esperemos que los decididores se compadezcan de nosotros y graciosamente nos concedan alguna cuota de participación. Su enfermedad profesional es la querencia hacia el totalitarismo y la exclusión. Y ese empeño, que apunta permanentemente al contrafuero, no merece ser respetado. Se trata de romper de una buena vez su exclusivismo, especialmente cuando va acompañado, como ahora, de una ideología inmoralista. Respecto a los mandatos o normas injustas no hay obediencia debida. Por otra parte, carece de sentido que otros juzguen por mí acerca de las posibles objeciones de conciencia que yo guarde frente a sus intentos de sustituirme abusivamente en competencias que la propia Constitución reconoce y ampara, por ejemplo, a los padres de familia acerca de la educación moral de sus hijos. Tal conducta equivale a erigirse en juez y parte, con lo que aboca a un círculo vicioso. Dictaminar acerca de las convicciones éticas de millones de ciudadanos implica un autoritarismo intolerable que la conciencia democrática rechaza enérgicamente.
El bien común es un logro constante de la libertad concertada de los ciudadanos. La mayoría de edad cívica consiste en hurtar el cuerpo a las maniobras paternalistas y adquirir de una vez por todas la costumbre de decidir por nuestra cuenta y riesgo.
Los tiempos de indigencia social y ofuscación política nos aprestan a recordar los ideales por los que vivimos. Precisamos convicciones firmes e iniciativas audaces que transformen las desazones del desencanto en potencialidades constructivas. La cultura de la queja es una serpiente que se come la cola.
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