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Biopolítica y bioeconomía: jugar con los sentimientos
«Niño. Enfermo. Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él». Cuando redactaba estas frases, el autor de Camino era joven, pero contaba con una larga experiencia de trato con niños y enfermos. La mayoría de ellos, buscados en los suburbios más pobres del Madrid de los años treinta, o entre los más abandonados de los hospitales de entonces. Atendió a miles con inmenso cariño, y recibió de ellos una gran fortaleza. Cuando releo sus correrías, a pie la mayoría de las veces, para buscar el modo de dar aliento a esos necesitados del cuerpo y el alma, encuentro dos reacciones distintas: una que me mueve a ser mejor; y otra, que se rebela al observar como se juega con los sentimientos en torno a los enfermos y a los niños. Me estoy refiriendo a la ética de la vida. Y pondré algunos ejemplos.
Se juega con el sentimiento de paternidad ofreciendo técnicas de reproducción asistida, que vulneran los dictados naturales, con el pretexto de dar cauce al noble deseo de esa paternidad. Pero no se explica que un hijo es un don de Dios, a través de la naturaleza, y no un derecho de nadie, porque sólo en tiempos de esclavitud una persona ha sido el derecho de otra. Un hijo no se fabrica, se engendra. Y si no viene, puede producir una cierta frustración, pero bastante subsanable con la adopción o con la dedicación a tantas tareas ejercidas en beneficio de otros, que constituyen una verdadera paternidad. El que se da a los demás, no se frustra. Además, no deja de ser lacerante que la búsqueda de una nueva vida -ya ilícita por separar la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal- provoque tantas muertes en los propios embriones implantados y, por supuesto, en los sobrantes. Un hijo «a toda costa», decía Juan Pablo II, puede ser más un deseo personal que expresión de la total acogida del «otro» y de la apertura a la riqueza de vida de que el hijo es portador. Se juega con la paternidad y la filiación cuando, además, uno de los padres, o los dos, no son padres biológicos del embrión al que se ha dado vida en un laboratorio para implantarlo en una mujer, de un óvulo que no era suyo, de un espermatozoide que no es de su marido, o ambas cosas a la vez. Esta fecundación aún desdice más del ser humano, que construye un semejante a sí mismo de un modo enteramente artificial y sin derecho alguno. Un niño no es un objeto que se compra en la asepsia de un laboratorio. Tiene derecho a una maternidad y a una paternidad claras. El origen de una persona humana es el resultado de una donación, fruto del amor de sus padres no suplantado por la técnica. Pero hay que explicarlo.
Se juega con los enfermos y sus familias, creándoles esperanzas con la investigación de células madre embrionarias, que aún no han sanado a nadie, mientras que hay muchas decenas de curaciones a través de células madre adultas. Pero sería igual, aunque esas curaciones existiesen. No se puede sacar a nadie de la enfermedad matando a otro aunque, sin fundamento, ese otro sea llamado preembrión, y estén en juego inversiones millonarias de laboratorios farmacéuticos y clínicas. Se dice también que se curan embriones hijos de padres transmisores de una determinada enfermedad, obviando la realidad de que no se cura nada. Es pura eugenesia: se fecunda un número indeterminado de óvulos, se eligen los sanos y se desechan los enfermos; es decir se crean seres para la muerte. Pero esto cala y llega a considerarse normal, endureciendo las conciencias e incapacitándolas para distinguir el bien del mal. Son algunas de las razones por las que Juan Pablo II afirmó que en el reconocimiento del derecho a la vida se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política.
Detrás de este juego con los sentimientos está el dinero, un afán investigador que, sin límites éticos, es peligroso, una interpretación meramente biológica de la vida humana, que aísla un determinado mecanismo como si fuese separable del resto de la riqueza que supone un ser humano. Todo con múltiples medios destinados a desacreditar la misma noción de persona o de dignidad humana, considerándola una especie de antigualla. Se va desmontando al hombre para reducirlo a biología y, en muchas ocasiones, a un aspecto de ésta. Lo curioso es que se cuente con sentimientos y pasiones, pero para explotarlos; con la inteligencia que reclama la actividad investigadora, pero no se aplicada a la intelección del mismo hombre, etc. Es evidente -como afirma la Instrucción Donum Vitae- que la ciencia y la técnica no pueden indicar por sí solas el sentido de la existencia y del progreso humano. «Por estar ordenadas al hombre, en el que tienen su origen y su incremento, reciben de la persona y de sus valores morales la dirección de su finalidad y la conciencia de sus límites». Lo contrario, se vuelve contra el hombre y contra la misma ciencia.
Hay otro juego: con la jerarquía de la Iglesia para acusarla de opositora al progreso, declararla inmisericorde por no colaborar a detener el dolor de los que sufren, impositora de una moral insostenible, etc. Los siglos dirán que si el hombre ha sobrevivido a esta época de guerras y muertes masivas -de adultos, niños y embriones- ha sido porque la Iglesia quiere al hombre y le ayuda a respetar sus deberes y derechos. Le hace considerar que la vida física no agota todo el valor de la persona, pero es fundamental, porque sobre ella se apoyan todos los demás valores. La persona tiene intimidad, es competente para expresarla, es libre, es capaz de dar, de darse y de aceptar, de entrar en diálogo con los demás. Además, puede abrirse a la vida nueva en Cristo, ésa que Él desea repartir sobreabundantemente. Todo eso comienza en la fecundación, y ayuda a mirar el futuro con optimismo y deseos de progreso, porque lo que no es ético no es progresista, ya se refiera a negocios o a manipulación de embriones, que viene a ser lo mismo. No, no supone progreso alguno explotar los sentimientos humanos más nobles para vencer a la misma humanidad.
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