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El mito latinoamericano
Nuestros gobernantes parecen empeñados en halagar a quienes aborrecen los valores occidentales.
El anuncio de la concesión del derecho de voto en las elecciones municipales a los inmigrantes procedentes de Iberoamérica ha servido al Gobierno, a través de su portavoz parlamentario, para acuñar una de esas expresiones que oscilan entre lo obvio, lo grandilocuente y lo cursi: "ciudadanía iberoamericana".
Al margen de eventuales consideraciones oportunistas y electoralistas, la iniciativa es correcta, aunque luego la realidad jurídica imponga sus limitaciones y la cosa se quede en menos de lo que parece.
La legislación española exige, para la concesión de este derecho, la reciprocidad, y muchos países iberoamericanos no conceden a los residentes españoles el derecho de voto. En alguno incluso ni siquiera existen elecciones libres y otros van en camino de que deje de haberlas.
El agravio comparativo que sufrirían los inmigrantes procedentes de otras regiones no me parece relevante, ya que España poseé vínculos especiales y compromisos históricos con la América hispana. Nuestra nación es ininteligible sin la dimensión americana. A España sólo se llega a conocerla y amarla, con sus virtudes, aciertos y errores, desde América.
Hasta ahí todo va, más o menos, bien. El problema surge si consideramos la visión que el actual Gobierno español parece tener de Iberoamérica y de nuestras relaciones con estos países, que se revela en sus preferencias electivas y en sus amistades.
Nuestros gobernantes parecen empeñados en halagar y buscar la amistad de quienes más se distinguen en aborrecer los principios y valores de la civilización occidental. Fidel Castro, Hugo Chávez y Evo Morales conforman el triángulo principal.
En lugar de confraternizar con este trío histriónico, más valdría fomentar una América mestiza y occidental, democrática y liberal, y robustecer la muy debilitada comunidad iberoamericana de naciones. Incluso sería muy deseable exigir credenciales democráticas a los países para su admisión en las Cumbres iberoamericanas. Pero para ello es preciso descorrer el velo de la ignorancia y aprender de la Historia y de sus mejores cultivadores.
Lo recordaba el escritor boliviano Jorge Siles Salinas en un artículo publicado en la prensa de su país en noviembre pasado, cuando la amenaza del triunfo de Evo Morales planeaba sobre la salud política de su nación.
En buena medida, su análisis puede aplicarse también a otros países. Sostenía que si la escuela histórica liberal dio una imagen falsa y parcial de la historia de Bolivia, que comenzaba con la independencia, los nuevos movimientos indigenistas operan una amputación semejante que lleva a borrar quinientos años de historia, que incluye la Colonia (en realidad, el término es equivocado, ya que las Indias nunca fueron legalmente colonias sino partes integrantes de la Monarquía española) y la Independencia y pretende regresar a un pasado mitificado e idealizado, en suma, inventado.
Y no hay que olvidar la consecuencia de esta falsificación: el odio a Occidente y el rechazo de los valores procedentes del cristianismo y la Ilustración, en definitiva, la extinción de la democracia y el repudio de los derechos humanos.
Lo que la verdad histórica y la sensatez política aconsejan e imponen es, por el contrario, una visión integradora de estos países, que no deje fuera ninguna de sus dimensiones históricas constitutivas, desde las civilizaciones anteriores a la conquista española, pasando por la herencia de España, hasta la obra realizada desde la independencia (por cierto, en muchos casos menos consistente que la operada cuando formaban parte de la Corona española).
Como tantas veces, a un error basado en una visión unilateral e idealizada de la obra de España, le sigue, en lugar de la verdad, otro error aún mayor de signo opuesto, en el que todo vestigio hispano pretende ser borrado a favor de un indigenismo que sólo augura miseria y opresión política.
Por lo demás, no deja de hacerse patente un cierto colonialismo intelectual e, incluso, un patente o larvado racismo dentro de estos movimientos indigenistas.
Lo primero, porque suelen adornarse no con principios y valores procedentes de las sociedades precolombinas, sino con lo más rancio y radical del pensamiento europeo, alentado por insensatos seudointelectuales occidentales que, no exentos de un neo-racismo envuelto en ropajes multiculturalistas, aplauden allí lo que, al menos algunos de ellos, no tolerarían en sus propios países.
Y lo peor de todo es que esta semilla deplorable parece propagarse, y no de manera, sino inducida incluso económicamente, por la influencia de la América hispana.
Nuestra acción debería consistir en oponernos con discreta e inteligente decisión a este proceso que puede llevar a la desvertebración y a la ruina a unos países que ni son ni pueden sernos ajenos y extraños.
Del director
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