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Moral privada y ética pública

El Estado no posee el monopolio de la benevolencia, ni está vacunado contra el error .

Entre los rasgos sorprendentes que nos ofrece un sector de la opinión política española se encuentra lo anticuado de su marco conceptual y las raras unanimidades que se registran entre determinados comentaristas de la actualidad. Una muestra de ambas características es la reiteración de una dialéctica entre lo público y lo privado que no cuadra en absoluto con la complejidad y dinamismo de la sociedad actual.

En un periódico nacional muy receptivo para las unanimidades, ha escrito recientemente Aurelio Arteta que la Educación para la Ciudadanía es un "saber de lo tocante a todos que no puede transmitirlo la familia, que es una comunidad parcial y volcada en el interés egoísta de sus miembros". Habrá de transmitirlo entonces a una institución total que no podría ser otra que el Estado. Poco falta para que el Estado mismo se defina como "un instrumento totalitario al servicio del pueblo", según se hacía en los veinticuatro puntos de Falange Española que nos obligaban a estudiar en la asignatura Formación del Espíritu Nacional durante la dictadura franquista.

Ahora bien, la separación entre una presunta moralidad privada, curvada sobre sí misma, y una ética pública, empapada de solidaridad, resulta hoy imposible de sostener. No sólo porque la corrupción política es un fenómeno demasiado extendido por todo el mundo como para ignorarlo, sino porque no cabe actualmente escindir a la persona respecto del ciudadano. A la propia condición humana de la persona le corresponde -como propiedad inseparable- la ciudadanía. Y el ciudadano, a su vez, sigue siendo en todo momento una persona privada, dotada de derechos humanos y cívicos, entre los que se encuentra la libertad de opinar y de transmitir conocimientos.

Son pocos hoy día, y no muy avisados, los que todavía aceptan el lema de Mandeville según el cual los vicios privados acaban produciendo virtudes públicas. Sin ir más lejos, en este país y hace bien poco, pudimos comprobar que el deterioro ético personal condujo a abusos públicos de los que aún estamos siendo víctimas. En la conciencia pública permanece la convicción de que no es políticamente fiable el que es incapaz de llevar una vida personal moralmente digna.

Como saben bien todos los demócratas -no sólo los anglosajones- resulta imprudente elegir como gobernante a quien no compraríamos un caballo o un coche usado. El que es un dogmático en su vida intelectual, y recaba orgullosamente para sí el tener toda la razón, suele ser un fanático o un sectario en la actuación pública, donde no admite que otros individuos o grupos puedan haber llegado a soluciones mejor pensadas que las suyas.

Resulta curioso que el relanzamiento mediático en España de la francmasonería -que ahora sería presuntamente compatible con el cristianismo- vaya acompañado por una furibunda descalificación de las supuestas posturas sobre ética pública de los obispos católicos. Recurso retórico a los obispos que, por cierto, es un pobre y reiterativo argumento al que -guiados por su afán mimético- acuden en bloque ciertos comentaristas cuando carecen de mejores razones para oponerse a una evidencia que les resulta incómoda. No advierten que el funcionamiento de la Iglesia Católica está lejos de incluir algo semejante a la disciplina de opinión que imponen los partidos políticos. Por lo demás no se puede negar a ninguna confesión religiosa el derecho a expresar democráticamente sus opiniones y juicios de valor. Descalificar por sistema no es un procedimiento admisible en una sociedad abierta, y acaba volviéndose contra los que lo practican.

La articulación flexible entre lo público y lo privado, el diálogo libre de dominio entre los ciudadanos y la Administración, es requisito de buen gobierno y de respeto a las libertades democráticas. Porque el Estado no posee el monopolio de la benevolencia, no está inefablemente exento de hipotecas y condicionamientos, ni está vacunado contra el error. Ha de someterse a la discusión pública, en la que todo ciudadano -individualmente o en grupo, creyente o agnóstico, liberal o conservador- tiene una palabra que decir.

La envergadura humana de la libertad excluye que ésta quede encerrada en un cerco privado. Y nadie debe sentirse autorizado que para dictaminar coactivamente qué cuestiones pertenecen a la esfera pública y qué otros asuntos son de exclusiva incumbencia personal. Tal clasificación -excepto en muy pocos casos, que han de ser estipulados por ley- queda también sujeta al libre debate entre los ciudadanos. Por lo demás, la ética tiene un carácter unitario. Sólo hay una moral. La actual fragmentación de la ética en general y aplicada, pública y privada, personal y profesional, está claramente al servicio de opciones de poder, según muestra claramente el sometimiento a grupos de interés que acontece con frecuencia en la bioética y en la moral empresarial.

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