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La educación para la ciudadanía

Circulando por autopistas alemanas, amplias y encajonadas en altos taludes de perpetuo verdor, observé la imposibilidad de contemplar por la ventanilla las ciudades anunciadas por los carteles viales. Todo tiene su precio: la autopista es útil porque justamente te evita atravesar las poblaciones, y el verdadero peaje es el paisaje de velocidad y vegetación, inescapablemente único y monótono. Aún no hace mucho tiempo de cuando recorrer una distancia relativamente grande suponía el encuentro con lo humano: las vías atravesaban poblaciones y los niños desde el interior del vehículo miraban absortos los juegos de otros niños, un rebaño detenido a la entrada del pueblo, o aquella torre de la iglesia coronada de nidos de cigüeña. Antes viajábamos, ahora simplemente llegamos. Hemos deshumanizado las distancias, y es un signo de nuestros tiempos.

Las distancias antes preparaban para el encuentro. Desde los largos meses de Marco Polo hasta las largas horas que aún en los años 70 distaban entre la urbe y el lugar de veraneo, siempre había acontecido una aclimatación. El viajante cooperaba -no sin algún esfuerzo de su cuerpo y su alma- con esa mayor o menor transformación, con un itinerario que de algún modo algo le exigía. Viajar era conocer, y el conocimiento ha exigido siempre sus antesalas y su timing; tenía su pedagogía, su didáctica, sus lecciones que enseñar y sus notas finales. Y verdaderas joyas de la literatura se han fraguado en estos viajares, como las andanzas de Gabriel Miró o Azorín por nuestros pueblos levantinos.

Pero ahora nos interesa simplemente llegar sin recorrer. Sin echar piedras sobre nuestro propio progreso, me hace reflexionar ese turismo que nos encapsula a lo largo de unos cuantos miles de km, nos lleva a un lugar al que no hemos dedicado preparación suficiente, donde un ecosistema hotelero nos preserva del verdadero contacto con aquella realidad. Nunca lo real había estado tan lejos como ahora, porque hemos hecho invisible su lejanía. Pero noto que este fenómeno no sólo es privativo de nuestros modos físicos de viajar, pues afecta a esas prácticas virtuales en las que andamos enredados a lo largo del día y que terminan eximiéndonos de una implicación fuerte con lo real. Sólo las instituciones sociales, civiles y estatales, mediáticas, empresariales... suficientemente sensibles a los peligros colaterales de la virtualidad inherente a sus mediaciones buscan el modo de paliarlos fomentando el contacto con lo real, atendiendo al individuo como persona, intentando hacerse cargo de su complejidad, de su circunstancia existencial, de las tradiciones y las comunidades en que se ha configurado.

Justamente por estas razones no deja de llamarme negativamente la atención la asignatura conocida como "Educación para la ciudadanía". Un ejemplo más de la deshumanización de la distancia, porque se pretende la ilusión de que los alumnos lleguen a ser ciudadanos sin patear los caminos y sin andanza, arrumbando todo lo que configura sólidamente a la persona, y dejando al joven mondo y lirondo para vestirse con una ideologizada abstracción. Si todavía alguna abuela enseña la fábula del rey vanidoso y el traje imaginario, alguien podrá exclamar en un futuro cercano: "¡El ciudadano va desnudo!". Me sumo a la duda de que le competa al Estado educar para la ciudadanía, si con eso pretende ir más allá de una descripción de la Constitución, el sistema democrático y los derechos humanos. Porque, siguiendo a la profesora Concepción Naval, la auténtica educación para la ciudadanía sólo se da dentro de un marco moral, y a ningún Estado le compete inculcar marcos morales, decir lo que está moralmente mal o bien, algo más propio de regímenes ya felizmente dejados atrás. El marco moral es algo que se adquiere en el complejo arte del caminar, en la distancia, en la cercana compañía de las tradiciones y las comunidades. Desde ahí y a través de un respetuoso ejercicio democrático, se puede llegar con garantías a la ciudadanía.

Lo otro es asimilar la educación al modelo de un monopolio estatal de autopistas, donde se sube a los chicos y chicas en autobuses y "señores pasajeros, hemos llegado a la ciudadanía". ¿Pero a qué lugar habrán llegado nuestros jóvenes?, ¿y qué pasará cuando lleguen, si aquella abstracción con retranca moral les ha dejado en herencia unos cuantos eslóganes con los que hacer frente a los filos cortantes de la realidad, últimamente tan peligrosa?, ¿estarán preparados para lo que venga, o se tornarán violentos, de género, de fútbol, de xenofobia? La educación moral efectiva compete en primera instancia a los padres y a quienes estos elijan para llevar a cabo esta tarea, quienes estén preparados y dispuestos para acompañar responsablemente a los jóvenes. Por eso me parece que nuestros complejos y apasionantes tiempos piden una revaluación inteligente de esa ineludible distancia; un compromiso de respeto -en un verdadero ejercicio de subsidiariedad del Estado hacia las familias y comunidades- con el necesario itinerario existencial y moral que los chicos y chicas necesitan recorrer en compañía cálida y cercana, para llegar a la ciudadanía en una sociedad pluricultural. Sin espejismos ni curiosos atajos.

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