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El siglo de los totalitarismos

Quizá se pueda discutir todavía acerca del nombre de la enfermedad y de la fecha en que hace crisis, pero caben pocas dudas razonables sobre el hecho de que en algún momento del pasado siglo, la filosofía dejó de ser lo que era, un saber con autoridad académica y mundana. No obstante, ha habido pensadores que han sido capaces de continuar la tarea que la filosofía asumió desde su fundación en Grecia ?pensar sobre lo que hay: el mundo y nosotros mismos. Hannah Arendt, nacida en Hannover hace ahora cien años y formada en la universidad alemana de entreguerras por maestros tan excepcionales como Karl Jaspers o Martin Heidegger, del que fue amante durante su estancia en Friburgo, ha sido uno de esos autores que asumieron un proyecto intelectual con plena conciencia de que se había producido una brecha irreparable en la tradición.

Campos de exterminio. Arendt resumió con humor la muy dramática época que le tocó vivir, en su doble condición de alemana y judía, a partir del ascenso de Hitler al poder y del incendio del Reichstag, al observar que en cuanto ponías el pie en la calle te convertías en sujeto de la Historia Universal. Por lo demás, asumió el envite que le endosaba su tiempo y convirtió su vida en un valiente esfuerzo por comprenderlo. Pocos pensadores del malogrado siglo XX han vivido tan pegados a la piel de su época y pocos han tenido la suerte de estar en el lugar oportuno ?Koenigsberg, Heidelberg, Berlín, París, Nueva York, Chicago? junto a las personas oportunas. De Heidegger a Rosa Luxemburgo y de Walter Benjamin o Hermann Broch a W. H. Auden; de Kafka a Isak Dinesen, Hannah Arendt ha conocido de cerca, a veces conviviendo con ellos, la obra de los grandes creadores de su siglo.

Desde que en 1943 le llegaron los primeros rumores sobre los campos de exterminio nazis, decidió que era el asunto al que había que atender. De ahí surgió, pocos años después, ?años en los que desplegó, recién llegada a Nueva York, una frenética actividad como editora, escritora de reseñas, profesora en la New School for Social Rechearch?, su primer gran libro, Los orígenes del totalitarismo (1951). Las formas nazi y estalinista de Estado constituyen la emergencia histórica de una nueva organización social que amenaza con destruir la condición humana.

«Mal radical». El libro dedicado a analizar su génesis terminaba en un amargo dilema, al menos para alguien que amaba la vida. Lo ocurrido pertenecía a la categoría de lo que Kant llamaba «mal radical». Auschwitz no podía ser comprendido. Ahora bien, la comprensión, escribió después Arendt, es un quehacer interminable a través del cual aceptamos la realidad y nos reconciliamos con ella. No podía «sentirse en casa», en el mundo, hasta que comprendiera lo que por definición desafiaba toda comprensión, porque era lo que había roto las categorías que la hacían posible.

El resto de su obra supone un ambicioso intento de iluminar eso que había hecho posible el suicidio de la cultura europea. Los ensayos que reunió en su libro Entre el pasado y el futuro (1954-1968), su estudio sobre las revoluciones modernas ?Sobre la revolución (1963)? y, sobre todo, la obra con más fuste filosófico, La condición humana (1958), son textos que persiguen responder la misma inquietante pregunta: ¿cómo llegó a ocurrir lo que nunca debió suceder? Desde Platón a Marx, Arendt revisó la gran tradición de la filosofía occidental para rastrear las confusiones, olvidos, falacias, locuras o despistes que había propiciado en hecho de que nunca estuvieran claras las cuentas entre la contemplación y la acción.

El prestigio de la primera había eclipsado el valor de la segunda. Para Arendt es, sin embargo, la acción lo que verdaderamente distingue al hombre de los animales y de los dioses. La acción que engendra el espacio público en donde concurren los hombres libres para tomar decisiones. La política, lo más necesario, urgente y ubicuo del siglo que ya no vivía apoyado en una religión, se había convertido en lo más misterioso.

Comprender la acción imprevisible que brota de la libertad y de la pluralidad humanas fue una de las guías que antes o después tenían que converger con el asunto que había quedado en suspenso desde el final de Los orígenes...: Auschwitz como emblema del mal radical. Fue el proceso del Estado de Israel contra Adolf Eichmann lo que condujo a Arendt a un nuevo juicio de valor sobre lo acontecido. En Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (1963), fruto de las crónicas que escribió para la revista New Yorker, estima que el coronel de las SS, responsable de la deportación de centenares de miles de judíos a los campos de muerte del este de Europa, no era un monstruo de iniquidad sino un idiota moral, capaz de citar a Kant, pero incapaz de usar su sentido común para comprender la monstruosidad que estaba cometiendo, precisamente, al cumplir con su deber.

Independencia. Arendt concluyó que lo que relacionaba la acción con el pensamiento no son los conocimientos ni el rigor lógico, sino el juicio que remite lo particular a la regla general que conoce la razón. Es imposible resumir el complejísimo análisis que esconde un término, por demás equívoco, como «banal», que no significa que algo no tenga importancia, sino que es superficial y eso dificulta su comprensión. En cualquier caso, el libro fue muy mal recibido, sobre todo, en medios judíos. Que se mantuviera firme en sus opiniones habla de la independencia y valor de Arendt.

La crónica sobre Eichmann tuvo otro efecto sobre su obra posterior: la devolvió al terreno de filosofía, pues llegó a la conclusión de que era menester revisar el puesto del pensamiento en la vida humana a la luz de sus conclusiones sobre la acción. A esa necesidad obedece el proyecto inacabado de La vida del espíritu. Es una ironía que el capítulo que se disponía a redactar cuando le sorprendió la muerte un día de principios de diciembre de 1975 en su apartamento de Nueva York se titulara precisamente «El juicio».

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