Autodeterminación de los vivos, perfección de los muertos
El fundamento que justifica la libre disposición de la propia vida es la idea de que el ser humano, como fin en sí mismo, absolutamente libre y responsable de sus actos solamente ante sí mismo, tiene un poder absoluto e incondicionado que, sin embargo, no tiene más remedio que obedecer, día tras día, las más elementales necesidades fisiológicas. No podemos evitarlo, ni podemos nacer cuando queramos, ni dejar de cometer a diario muchos errores y ser víctimas de ellos.
Si puedo disponer de mi vida puede disponer de la vida de los otros con más fundamento que de la mía. Generalmente las motivaciones sentimentales que mueven a los defensores de la eutanasia, motivaciones de compasión y de 'ayuda mutua', suelen coincidir con el pacifismo y el amor universal entre todos los pueblos, razas y culturas, incluyendo las victimarias especies inferiores. Dispongo de la vida de los demás porque los amo.
Si nos preocupásemos en razonar correctamente, evidenciaríamos que el derecho a disponer de la propia vida es de superior rango al derecho a respetar la vida de los demás. Tan es así que, en la cuestión del aborto, el conflicto de derechos se plantea de esta manera: Entre la vida del hijo y el de la madre, prima la propia vida de ésta. Por esta razón, porque hago con mi cuerpo lo que quiero y lo defiendo de todo riesgo, lo defiendo del hijo, a lo mejor no deseado, que representa un obstáculo virtual al libre despliegue feliz de mi existencia.
La autodeterminación, como esencia del hombre y del ciudadano, no alcanza nunca a superar las exigencias del peristaltismo intestinal. Los ingenieros romanos, por esta elemental razón, en tiempos de Caracalla, diseñaron una red de cloacas que cubría todo el subsuelo y las necesidades humanas de la planta superior. Esa fina relación entre suelo y subsuelo, entre autodeterminación y necesidades elementales, debería hacer reflexionar a los amantes de la vida y enemigos de la muerte.
El gran tema es la prioridad de la decisión a favor de mi propia vida, no sólo a la hora del buen morir y del buen nacer sino a la hora de una serena meditación sobre la paz universal y perpetua.
En efecto, no hay más remedio que reconocer que la vida de los demás es de rango inferior a la mía, lo que justifica que me libre de todos aquellos que obstaculizan mi libre desarrollo. La capacidad de autodecidir sobre mi vida implica, a mayor razón, la de disponer de la vida de los demás. Así se fundamenta no sólo el derecho a la legítima defensa del individuo sino también de la sociedad misma.
Se puede formular aquel principio de autodeterminación en términos colectivos e históricos como el derecho de la humanidad a autodeterminarse mediante leyes democráticas que son las que deben regular aquel derecho y no abandonarlo al peligroso capricho de cada cual. Ese derecho del Estado a disponer y a permitirme disponer de mi vida debe extenderse, como es lógico, a mi derecho a disponer de la vida de los demás, amen de la mía propia, lo que sin duda, por afectar a la misma Ley de Presupuestos del Estado y de las comunidades autónomas no tiene visos de prosperar. Una tal libertad de disposición de la vida deja sin contribuyentes al Estado y por mucha mano ancha que se tenga en la admisión de inmigrantes, solamente negándoles a ellos aquel derecho soberano de autodeterminación, podremos sostener las necesidades de las arcas públicas.
El problema planteado por el excedente de hambrientos -en la India se prevén dos mil doscientos millones en el 2050- tiene una fácil solución que no escapa a las mentes superiores: Se suprime la vida y, como es lógico, también el estómago.
¿Cómo regular el derecho a la vida? En un tiempo en que todo es concreto y tangible, la regulación nunca es de la vida en general sino de la tuya y de la mía. ¿Puedo decidir mi muerte? ¿Puedo elegir la perversión de mis hijos? ¿Puedo elegir la perversión y/o la muerte del prójimo? ¿Puede el Estado -que es más ancho y largo- decidir todas estas cosas?
Ante esta cadena de interrogantes algunas gentes dedicadas al difícil arte de pensar, suelen echar mano de la mayor modestia disponible y acabar diciendo que no saben y no contestan, que la vida es una perplejidad que no podemos esclarecer, que habría que estudiar mucho.
Si los predicadores predican, como es su obligación, y los pensadores quedan perplejos, a pesar de su obligación, la gente 'normalita', la gente de la calle, entiende perfectamente que el derecho a disponer de la propia vida, en todas sus facetas, es de mayor rango que el derecho de los demás. Les parece vergonzoso este planteamiento, tan propio de una sociedad utilitaria en donde el bienestar suplanta al bien, generando un estado de guerra abierta aunque sorda, en donde los vivos son los supervivientes en una lucha por defender el propio territorio. Es decir un regreso desde los ideales de la Ilustración a las necesidades mostrencas de la Prehistoria.
Defender la vida es lo más razonable y dar un sentido racional al sufrimiento lo más rentable para la especie humana que sobrevive no por eliminar el sufrimiento sino por encajarlo en un contexto de mejora personal. Una manera inteligente de adaptarse al medio.
El atleta que llega más rápido y más lejos, no recuerda ya las privaciones.
Del director
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