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Libertad y pluralismo

La libertad no procede del poder establecido ni es compatible con el control político

Se cuenta del viejo Henry Ford que decía a cada uno de sus clientes: "Puede usted elegir para su coche el color que quiera, siempre que sea negro". La ironía de la frase estriba en que no hay libertad real sin posibilidad de elección entre varias opciones. Lo cual parece obvio, pero no siempre se encuentra reflejado en la práctica. Por ejemplo, pretenden algunos en nuestro país que haya libertad de educación siempre que sea en el ámbito de la escuela pública o, en el mejor de los casos, con el complemento de una enseñanza concertada férreamente reglamentada por la burocracia oficial. Es lo típico de la izquierda radical: proclamar sus ímpetus liberadores al tiempo que se dirige con mano firme el proceso supuestamente liberador. Las ideologías totalitarias-y esto también vale para la extrema derecha- mantienen a ultranza que la libertad tiene que fluir de una ordenación necesaria.

Pero lo cierto es que la libertad no puede surgir de la necesidad. No hay más libertades que las que proceden de personas reales y concretas, agrupadas voluntariamente en instituciones, asociaciones o partidos. Como decía Edmund Burke, cuando los ciudadanos actúan solidariamente, su libertad es poder. Lo propio de la democracia es que el poder surge de la libertad. Lo característico de la mentalidad totalitaria es que se pretende que sea el poder el que imponga un modo determinado de entender la libertad, lo cual es un contrasentido.

La esencia de la democracia no consiste en que se implante una determinada corrección política. Lo que hace democrática a una configuración política es el pluralismo social y la presencia de alternativas. Dedicarse desde el poder político a descalificar opciones que no atentan contra los derechos humanos ni son anticonstitucionales es algo escasamente compatible con un régimen de libertades públicas. La madurez política exige que se respete a la minoría, sobre todo cuando prácticamente iguala en volumen a la mayoría.

Lo más inquietante de nuestra actual situación política es que los presuntos representantes de media España están tratando de imponerse a la otra media. Y su afán totalizante se dirige, además, a cuestiones medulares. Se trata de una especie de furor antimoralista que desprecia las más profundas convicciones éticas de un importante sector de la población, al que ni se consulta ni se atiende.

Un ejemplo reciente lo constituyen las propuestas sobre la aprobación de la eutanasia por parte del consejo bioético de Cataluña. Respeto a su presidenta, Victoria Camps, tanto personal como intelectualmente. Pero no me parece realista su invitación a que se abra un amplio debate social sobre un tema tan decisivo como la posibilidad de acortar la vida y de legalizar la asistencia al suicidio de personas sanas o enfermas. No hay más que fijarse en la composición de tal consejo para advertir que no están representadas las posturas favorables al respeto más cuidadoso de la vida humana. No me imagino, por ejemplo, que quienes lo integran vayan a impulsar una investigación sobre los resultados de la legalización de la eutanasia en Holanda. He vivido largas temporadas en ciudades alemanas fronterizas con los Países Bajos. Y he visto el temor reflejado en la mirada de personas maduras -ni siquiera ancianas o ancianos- que han fijado su residencia en Alemania para evitar ser víctimas de ese extraño afán que conduce a liquidar vidas con años de existencia por delante, sin contar con la autorización ni el permiso de los sujetos pasivos de la eutanasia. Dudo mucho, lo lamento, de que las voces contrarias a este abuso de la dignidad humana vayan a encontrar eco en las instituciones políticas o en los medios de opinión pública.

Cuando las presiones se exacerban, la objeción de conciencia representa la última posibilidad de defender el pluralismo y salvar la libertad moral. Pero los ideólogos no quieren oír para nada de la apelación a la conciencia. Lo más brillante que se les ocurre es suponer que los obispos están detrás de este último escalón de la resistencia civil. Nos encontramos otra vez ante el viejo truco de atribuir a la víctima la culpabilidad de los males que se le están causando. Ni en España ni en ningún otro lugar del planeta es la Iglesia la que trata de someter a otros. Eso se está haciendo, pero no lo están haciendo precisamente los católicos. Cualquier persona mínimamente informada lo sabe. ¿Por qué tanta insistencia en intentar difundir una falsedad pura y simple?

Por estos pagos se tiene una larga experiencia de que la libertad no procede del poder establecido ni es compatible con el control político. No hay que esperar que la libertad descienda sobre los ciudadanos por graciosa concesión de los poderosos. Porque no existe más libertad que la que uno se toma. Y ésta, la libertad real, inseparable del pluralismo, hay que tomársela de una vez por todas.

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