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Explosión ética

Lo peor no es que te fulminen, sino el insoportable aire pedagógico y ético con el que lo hacen

Una actitud suspicaz ante el mundo que contemplamos obliga a mirar dos veces la inflación ética.

En los discursos públicos pocas veces se han hecho tantas referencias a los grandes valores para incumplir incluso las más elementales normas de comportamiento, por ejemplo, la lealtad institucional. No es raro encontrarse con una oposición orillada, e incluso con un directo asalto a la Constitución, mientras se nos habla de la paz o de cualquiera de esos términos que, sin más matices, tienen una connotación positiva. Vemos incluso a los jueces de los grandes premios éticos continuar sus discursos morales mientras olvidan en su actuar concreto las mínimas garantías procesales. Esas que se aprenden en cuarto y quinto de carrera.

Esta explosión de las máscaras éticas, de los encubrimientos de las grandes palabras, alcanzan su cénit en la profesionalización de los integrantes éticos de los comités. En toda Europa puede uno morirse sin éticos, salvo en Holanda, donde te aplican la eutanasia éticamente, con un profesional del gremio en las comisiones regionales de revisión de las eutanasias. Hay que admitir que es como para sospechar. Ocurre con los comités como con las fiestas, en cuanto aparece el término ético y solidario es más probable que nos encontremos ante un medio de vida de lo más dudoso.

Nuestra nueva ley de investigación biomédica no se ha privado de la conveniente escolta, construida en forma de coartada. Es muy posible que encuentre un gran consenso bioético toda vez que el número de puestos que ofrece es más que notable. Cierto es que no hay sueldo fijo sino que la remuneración debe alcanzarse por la explosión de jornadas y cursos formativos que son previsibles en un país tan ético como el nuestro.

Tenemos pues una ley que resuelve en forma radical todas y cada una de las polémicas que nos han acompañado en los últimos años, que ignora sistemáticamente las objeciones planteadas en los senos de los comités e incluso algunas que lograron mayoría, pero que a su vez sazona con la palabra mágica su articulado y, lo que es más importante, su escalafón.

Sorteados los obstáculos constitucionales con notable cinismo; admitidas las prácticas que antes se condenaban incluso con el exceso del Código Penal, ahora se entroniza la ética, o si se prefiere la bioética, ni más ni menos que con un Comité de bioética de España, que reinará en la cúspide de los comités de bioética autonómicos -empieza la carrera para ver quién no llega el último al hallazgo- y de los comités éticos de investigación, convenientemente acreditados.

No es difícil adivinar la futura evolución del engendro, pues ya lo vemos en buena parte de nuestras actividades sociales. Por un lado, se tranquiliza la actividad, por discutida que sea, una vez que quienes actúan saben que en el diseño de la experiencia se ha tenido en cuenta eso tan inconcreto pero tan necesario que llamamos factores éticos. Se trata del aspecto más antiguo y más deleznable, pero nos hemos vuelto ciegos tras tantos años de crítica. Entronizados los radicales, vuelven a los viejos trucos de siempre, hacer moral lo que conviene al poderoso, mientras se alimenta la buena conciencia del conjunto social. Ningún poder definido, ningún interés suficientemente fuerte, aparece amenazado por el nuevo sistema que no es de control sino de escolta.

Por otra parte, los nuevos dueños no se han resistido a la tentación de los viejos sistemas. Tendremos una ética burocrática que con el pluralismo en su portada emplea el medio de lo políticamente correcto para imponer una sospechosa unanimidad. Como están entusiasmados con el invento, ni siquiera mantienen la también vieja precaución de permitir un cierto margen de disidencia.

No sirve hoy entre nosotros el viejo cuento del rey desnudo. Si alguien animado por un entusiasmo infantil tuviera la tentación de denunciar la estafa del traje sería inmediatamente fulminado por la televisión. Pero lo peor no es que te fulminen sino el insoportable aire pedagógico y ético con el que lo hacen. Ni Orwell estaba preparado para esto.

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