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El «profesor Ratzinger» ha convertido a la Iglesia en el mayor baluarte de la razón

«Es urgente encontrar nuevos caminos que ayuden a Occidente a salir de la dramática crisis de cultura e identidad que ya se extiende ante nuestros ojos». ¡Que nadie olvide el mito inquietante de Ícaro! Así se expresó Benedicto XVI en la Lateranense, «su» universidad, la pontificia por excelencia. ¿Acaso después de las alertas de Verona, el Papa vuelve a ponernos en guardia con nuevas denuncias sobre nuestro tiempo y su cultura?

Ninguna cesión al género de la invectiva desiformada. No pretendo que todos concuerden con las perspectivas del Papa. Sólo faltaba. Quisiera, sin embargo, invitar a una reflexión a quien sacuda la cabeza y quiera pasar página, molesto, pensando en el típico rollo clerical, en las habituales condenas curiles a la malignidad de los tiempos. No se trata de hacer una cesión a la apologética católica, es un hecho que la honestidad exige reconocer.

No hay Papa «inexperto»

Ninguno de los papas que han pasado por la vida de alguien que tenga hoy unos sesenta años podría ser definido como «inexperto», como un sacerdote falto de cultura profunda y sólida experiencia humana. ¿Cómo vamos a meter en semejante categoría a un Pacelli, un Roncalli, un Montini o un Wojtyla? El destino ha querido que el mundo no tuviera tiempo de conocer a fondo a Albino Luciani, pero quien ha estado a su lado sabe la riqueza que se encerraba tras aquel «look» de buen párroco rural.

Además -ampliando la perspectiva para escarnio de los pesimistas que ven decadencia por todas partes- sigue siendo válida la observación del padre Hubert Jedin, uno de los mayores historiadores del siglo XX. Observaba el estudioso que, tras la sanguinaria purificación de la Revolución francesa y del Imperio Napoleónico, la nómina de papas que se sucedieron a continuación durante dos siglos hasta nuestros días, no cuenta con un sólo nombre que no sea digno de ser inscrito en el catálogo de beatos o de santos. En efecto, para alguno de ellos aquella glorificación es ya una realidad; para otros, los procesos están en curso todavía.

Volviendo a Jedin, semejante desfile ininterrumpido de hombres tan dignos no encuentra parangón en la historia del Pontificado. Aún desde el disenso, ni el más faccioso de los anticlericales podría sostener que Benedicto XVI vaya a interrumpir esta sucesión, que un creyente no duda en juzgar como providencial.

El Papa bávaro, por otra parte, añade un prestigio intelectual que no faltaba en sus predecesores, pero que en él parece ser la marca misma del Pontificado. Si recordamos a su venerado Juan Pablo II, había en él tal riqueza de dones y virtudes que lo convierten en una suerte de «unicum», como da fe la impresionante reacción de masas que siguió a su muerte. Entre tantas cualidades de Karol Wojtyla, la cultura -aunque siempre presente- no era más que un aspecto entre muchos de una personalidad extraordinariamente poliédrica. En Ratzinger, en cambio, el instinto popular siente prevalecer la figura del «profesor». Las masas de fieles que acuden a cada una de sus apariciones públicas parecen compuestas de gente que llega no para emocionarse, sino para aprender, casi para asistir a la lección de un profesor sabio y al tiempo generoso, que desmenuza y ofrece su ciencia a quien no la tiene. Éste es un Papa que quien lo escucha toma apuntes en un cuaderno para poder reflexionar más tarde y más comodamente sobre tan densas palabras. Sorprendido, lo he constatado personalmente.

Conocer el mundo laico

Más allá de estas reacciones de creyentes, más que significativas, lo que llega de este hombre es el pensamiento de un pontífice que llega de una cátedra de una universidad estatal, para más inri de un país como Alemania, donde la sacralidad de la «Kultur» hace implacable el sistema de selección académica. En él, la búsqueda teológica llega siempre entrelazada con un conocimiento de primera mano del mundo intelectual laico. El Papa Ratzinger nunca cede al género de la invectiva, tan rencorosa como desinformada, hacia los «pecados del mundo» o los «riesgos de la incredulidad». Nada en él suena a retórica eclesial. Sabe lo que dice, y lo argumenta, este líder de una Iglesia que parece haberse convertido en el mayor baluarte de la razón.

Que, en definitiva -se esté o no de acuerdo-, sus advertencias son siempre examinadas con atención. Una cierta suficiencia, laicista más que laica, cierto «dejémosle que diga, cumple con su obligación de Papa», ¿no declinan la ocasión preciosa de enfrentarse, no con prédicas emotivas, sino con verdaderos análisis?

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