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¿De qué van los neomalthusianos?
Cuando la población estadounidense alcanzó los 200 millones, en 1967, el presidente Lyndon B. Johnson pronunció un discurso conmemorativo en su "contador demográfico" oficial, el Departamento de Comercio, sede de la Oficina del Censo. LBJ dijo entonces que en 1776 el pueblo americano lo componían apenas 1,5 millones de personas, y que la nación, a medida que crecía en tamaño demográfico, crecía también en importancia y fortaleza.
"En América hemos sido testigos de unos éxitos que han superado nuestros más amibiciosos sueños", afirmó el presidente, si bien recordó que seguía habiendo "poderosos desafíos" por delante. Habló entonces de los desafíos planteados por la urbanización, la cuestión racional, la polución industrial, la deficiente enseñanza pública. Y advirtió: "No puedo deciros esta mañana si vamos a ser capaces de superarlos con éxito".
Ciertamente, no fue un discurso lo que se dice optimista, pero al menos fue un discurso. El otro día, cuando el contador superó los 300 millones, el presidente Bush se limitó a emitir una declaración de dos párrafos en la que sostenía que el haber alcanzado semejante cifra era una prueba del dinamismo del país y un recordatorio de que el mayor activo de América es su gente.
Puede que los presidentes no se entusiasmen con los hitos demográficos alcanzados en sus mandatos porque sean incapaces de sacudirse las terroríficas profecías sobre la "superpoblación", que vienen circulando por lo menos desde que Thomas Malthus predijera que el crecimiento de la población traería inevitablemente el hambre y la miseria. Hablamos de 1798. Desde entonces no hemos dejado de oír la cantilena de los alarmistas malthusianos. (Curiosamente, el propio Malthus llegó ver que su pesimismo carecía de fundamento y, en 1803, sometió su ensayo a una profunda revisión).
Poco después del discurso del presidente Johnson salía a la luz The Population Bomb, de Paul Ehrlich, que empezaba con esta macabra afirmación:
La batalla por alimentar a la Humanidad ha terminado. En los años 70 el mundo padecerá hambrunas: aunque nos embarquemos ahora en programas de choque de cualquier tipo, cientos de millones de personas van a morir de hambre.
Pero "la Gran Extinción", como la denominaba Ehrlich, no llegó; no llegó en los 70 ni en los 80. Impertérrito, Ehrlich escribió en 1990: "El hambre y las epidemias elevarán las tasas de mortalidad en la mayor parte del planeta"; y que la Humanidad se enfrentaría a la muerte de "muchos cientos de millones de personas en hambrunas". Tampoco ha sucedido. De hecho, los seres humanos están mejor alimentados que nunca. Y tienen mejores casas, y están mejor educados, y cuentan una mayor esperanza de vida. Por lo general, el hambre, donde aún se padece, es consecuencia de políticas gubernamentales deliberadas y no de fracasos agrícolas. En muchas partes del mundo no es el hambre, sino la obesidad, el problema nutricional que más crece.
A pesar de todo esto, la idea de que un mayor número de gente implica más dolor y más penuria sigue ahí, en el machito.
Estados Unidos cuenta hoy con una población tres veces superior de la que tenía en 1915. Desde entonces, la calidad de vida americana se ha disparado. En salud y bienestar, en tecnología y transportes, en ocio; en materia de vivienda, esperanza de vida, productividad, etcétera, la mayoría de los americanos disfrutan de unos niveles que no podrían haberse permitido hace un siglo ni siquiera los Rockefeller o los Vanderbilt. Pero no hay manera de escuchárselo a los expertos.
"El mundo no necesita más gente, y, a mi juicio, los Estados Unidos tampoco", clama Charles Westoff, de la Oficina de Investigación Demográfica de Princeton. Y el Washington Post recogía recientemente estas declaraciones de Dowell Myers, profesor de Demografía de la Universidad del Sur de California: "Ahora que hemos alcanzado los 300 millones de habitantes, vamos a quedar aplastados bajo el peso de la degradación de nuestra calidad de vida".
¿Aplastados? No estamos ni siquiera un poquito apretujados. Puede que no nos parezca así cuando nos vemos en pleno atasco en plena hora punta, pero EEUU es una de las naciones menos congestionadas del planeta, y nuestra densidad de población está muy por debajo de la de Gran Bretaña o de la de Alemania, por poner un par de ejemplos. El territorio de los Estados Unidos es tan vasto que si cada americano tuviera 7 acres aún quedarían libres otros 200 millones. No hay ningún peligro, pues, de que se agote el espacio.
Por supuesto, EEUU tiene sus problemas, y algunos son bastante graves. Pero entre ellos no se cuenta el del aumento demográfico. Mientras Europa y Japón envejecen y se encogen, América continúa creciendo y, en comparación, sigue siendo joven. Eso no sólo significa más bocas que alimentar y más viviendas que construir, también más energía y más materia gris. Más gente emprendedora, más empresarios, más pensadores, más luchadores, más líderes. El difunto Julian Simon acuñó la célebre definición del ser humano como "el recurso fundamental", y EEUU ha sido bendecido con un número de recursos fundamentales superior al de ninguna otra nación del Primer Mundo.
"En otras palabras, aún queda para rato", predice The Economist. "Todo aquel que asuma que Estados Unidos se encuentra hoy en el punto culminante de su poder político y económico estará cometiendo un gran error". Así que, si las cosas van bien, están a punto de ir todavía mejor.
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