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¿Somos realmente libres?

Quizá no es tan fácil la respuesta al título de estas líneas. Desde un punto de vista antropológico, habría que responder afirmativamente, pues la libertad es el don más grande de la persona. Como cristiano, he de decir: existe la libertad. Pero no es tan claro para todos, ni en su realización en cada hombre, ni en su fin, ni en sus límites, porque no todos entendemos del mismo modo qué es el hombre, su origen y destino. Políticamente, podría responderse que vivimos en un país democrático y, por tanto, somos libres. Y sería cierto. Pero, ¿estaríamos contemplando la libertad en su sentido más hondo? ¿Pueden existir personas con más libertad enriquecedora en un país totalitario? Desde luego, una respuesta afirmativa al último interrogante no haría buena a una dictadura, pero se trata de ir pensando en la libertad que madura a los humanos. Sociológicamente, podrían considerarse, por ejemplo, las razonables barreras impuestas por la sociedad en que vivimos. Y también las menos razonables. O las que lo serían y se saltan o que no existen.

Muchos hemos aprendido a amar la libertad desde la fe, particularmente a través del Nuevo Testamento. Y debo añadir que he penetrado algo más en él con la ayuda del Magisterio de la Iglesia y de algunos hombres excepcionales, entre los que habría que citar a Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Josemaría Escrivá, Juan Pablo II y Benedicto XVI. ¿Qué es el corazón inquieto de Agustín sino el ansia de buscar el bien que hace libres, o el disgusto de haberlo encontrado tarde, según su parecer de amante? Santo Tomás, con sus estudios sobre la ley eterna, la ley natural y la conciencia, encarna el afán por la verdad que hace libre, y pondrá su poderosa inteligencia al servicio de la misma en De Malo , De Veritate , Summa Theologica y en tantas de sus obras. Esa verdad que resplandece en Juan Pablo II cuando, contra toda moda pasajera, afirma que "Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad". Frente a los que hacen barricadas con su libertad para no gastarla o para malgastarla, Cristo enseña su conquista con la entrega total y cruenta de la propia vida. La libertad se hace dándola.

El cardenal Ratzinger trató por extenso la libertad pero, en la memorable Jornada Mundial de la Juventud de 2005, buscó su hondura con sencillez en el mismo hecho: en la Cruz anticipada en la última cena del Señor y reproducida en la celebración de la Misa. Cristo transforma la violencia que lo crucifica en el amor que se da del todo. El gran pecado del hombre, había escrito en Creación y Pecado , "consiste en que el hombre quiere negar el hecho de ser una criatura, porque no quiere aceptar la medida ni los límites que trae consigo". Ese hombre no será libre, porque "la libertad -dirá a los jóvenes en Colonia- no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos".

Del fundador del Opus Dei son estas palabras: "Existe un bien que [el cristiano] deberá buscar especialmente: el de la libertad personal. Sólo si defiende la libertad individual de los demás con la correspondiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya". En otro lugar afirma no ya que predica, sino que grita su amor a la libertad frente a los pusilánimes que la miran como un peligro para la fe. Sí lo sería una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin normas objetivas, sin ley ni responsabilidad. Pero siempre recuerda que Jesús "no quiere imponerse". Por eso mismo, se encarga de desvelar el espantajo de las palabras vacías: "libertad", que encadena; "progreso", que devuelve a la selva; "ciencia", que esconde ignorancia... Siempre un pabellón que encubre mercancía averiada (cfr. Surco , 933).

¿Somos libres orientándonos a la verdad y el bien?, o ¿somos sólo débilmente libres? El Concilio Vaticano II reiteró la obligación de buscar la verdad y adherirse a ella. Podríamos interrogarnos acerca de qué tipo de bien perseguimos porque, sin ninguna duda, alguno buscamos. ¿Es de los que mejoran la persona? ¿Es de los que trascienden? Parafraseando algo conocido, puede hablarse de la insoportable levedad de algunas libertades superficiales o frívolas; o de libertades que esclavizan porque, como decía Tomás de Aquino, retienen al hombre en términos ajenos, lo aherrojan. Cuando eso sucede, la persona viene a menos, hiere a su naturaleza y, en términos cristianos, ofende a Dios, a los demás y a sí mismo. Se puede llamar esclavitud del pecado, del error, de la frivolidad o de la vida no lograda. En cualquier caso, y en esas circunstancias, la criatura no es que deje de ser libre, porque es imposible, pero vive con una libertad enferma y fallida que no le llevará muy lejos. Uno es tanto más esclavo, decía el de Aquino, cuanto menos le resta de lo que le es más propio: la razón, la voluntad, el corazón recto. Es preciso, pues, una gran tarea educativa que muestre la verdad, el bien, la belleza, la unidad; que impulse a encontrarlos en medio de los quehaceres habituales a través del ejercicio de las virtudes humanas -sinceridad, lealtad, laboriosidad, alegría, valentía, constancia, fortaleza, solidaridad, justicia, sobriedad, generosidad, prudencia, humildad, decencia, honradez, pudor, etc.-y, si es cristiano, de las teologales: fe, esperanza y amor. Así será fácil que vivamos "como hombres libres y no como quienes conviertan la libertad en pretexto para la maldad", como escribe San Pedro.

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