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Ratzinger y su uniforme de cruzado

Si Ratzinger fuera político, no iría a Turquía.

Primero, porque tiene a la opinión pública en contra y ya sabemos que la fuerza que mueve el mundo político es el sondeo de opinión.

Segundo, porque no obtiene ningún beneficio para su partido , es decir, de Turquía sólo se llevará un montón de reproches y pocos aplausos pues allí su clac es muy pequeña. ¿Para qué ir, pues, si es un viaje tan poco rentable?

Si ocurre cualquier cosa, algunos dirán que la culpa fue suya por provocar y si no ocurre nada, dirán que no fue mérito suyo sino de quienes, pudiendo hacerle daño, no quisieron hacerlo. Si fuera político, vendería el éxito como mérito propio: su carisma, su capacidad de convicción y su buen talante habrían logrado amansar a las fieras.

Lo que sucede es que, para Benedicto XVI, las críticas no son razón para dejar de hacer lo que uno cree que debe hacer como tampoco lo fueron para Juan Pablo II cuando optó por pedir perdón.

Quizás la forma de ejemplificar la diferencia (llámale talante, baby) entre B16 y quienes le gritan «Papa, no vengas» es que mientras estos apelan al rencor que sienten por sus palabras, de Ratzinger no sale una palabra de odio ni siquiera cuando llaman «Papa ignorante» a una de las mejores inteligencias de nuestros días.

Por eso va a Turquía, porque si fuera un político, evitaría ser criticado para que no mermara su aceptación pública, pero como su clave no es meramente humana, prefiere sacrificar una imagen impoluta, fabricada por expertos en comunicación, medida y dibujada con escuadra y cartabón, para exponerse a la crítica, al escarnio y la protesta con tal de tender puentes.

Frente a todo, Ratzinger quiere ir a Turquía como también quiso venir a Valencia, a pesar de las críticas. Aquí sorprendió porque se dejó en casa el traje de inquisidor; veremos si a Turquía, además del chaleco antibalas, se ha negado a llevar el uniforme de cruzado.