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El derecho, ¿fe o razón?

El cristianismo moraliza el derecho, sí, pero no lo condena a la esclavitud del fideísmo irracional

No es la primera vez que Europa, vieja morada de vida, se enfrenta a una amenaza latente. Conscientes del peligro de un eventual choque de civilizaciones, nuestros ancestros buscaron un entendimiento pacífico que les permitiera acceder a la riqueza del mundo musulmán sin que por ello mediase la espada. Fue inútil. Las cruzadas y la gran derrota de los turcos en Lepanto sellaron por siglos un desencuentro que, pese a la retórica pacifista, no ha logrado superarse.

Ahora que los juglares del diálogo defendemos la necesidad de tender puentes de plata entre el derecho occidental —civil law y common law— y las leyes islámicas, nos encontramos ante un obstáculo faraónico: el iusfideísmo oriental. En Occidente, en cambio, la larga sombra de la vieja Roma se prolongó, gigante, en un derecho que supo despojarse de augures y arúspices para navegar en las tranquilas aguas del lógos heleno.

El derecho, por esencia y naturaleza, es racional. El cristianismo pronto, muy pronto, lo comprendió. A salvo de integrismos coránicos, siguió el derrotero trazado por el águila de Hipona abrazando lo mejor de la tradición grecorromana. El derecho ha de actuar según el lógos, pues en tanto ciencia es deudor de la razón, y ésta, y no la violencia irracional, se abre a la trascendencia. Así lo recordó Benedicto XVI en su vilipendiado discurso de Ratisbona: «No actuar conforme al logos es contrario a la naturaleza de Dios».

El cristianismo moraliza el derecho, sí, pero no lo condena, ni por asomo, a la esclavitud del fideísmo irracional. Su naturaleza secular lo distingue de la moral, ya que no puede ser suplantado por normas emanadas de una autoridad espiritual. Nada tiene que ver este derecho racional y secular —que no laico— con las fatwas de los Ayatollahs ni con el fusil de los fedayines. La tímida reingeniería democrática de algunas repúblicas islámicas acaba estrellándose —una y otra vez— con una religiosidad popular que, con frecuencia, se entrega a los excesos de la sharia. Derruidos los muros de la fortaleza jurídica por los cantos de la moral mahometana, el derecho se asfixia, desprovisto de instrumentos metodológicos independientes. Y es que el derecho —todo derecho, también el islámico— ha de ser de juristas (Juristenrecht), y no el producto de avatares iluminados o sacerdotes que cogobiernan. En Occidente, hace mucho tiempo, apostamos por el dualismo, por la separación del derecho y la religión. No nos ha ido mal. Es más: pienso que no existe otro camino. Al derecho islámico, sin embargo, éste es un sendero que le falta por recorrer.

Las grandes rupturas de la ciencia jurídica acontecen cuando caemos en las patologías de la razón o de la fe. Un excesivo racionalismo deshumaniza el derecho, lo formaliza grotescamente, positivizándolo, desmontando su dimensión valorativa, natural. La experiencia histórica lo ha mostrado, muy particularmente con la Escuela Racionalista del Derecho Natural, que condujo a la ciencia jurídica a un callejón sin salida, como lo hiciera también, poco después, la Escuela Histórica, fundada por Savigny, hija de un tardío romanticismo germano, que privilegiando el mito, soslayó el ius naturale. Por el contrario, una flagrante exaltación de la fe provoca, a la larga, el abandono del paradigma racional, el retorno al oscurantismo y el anhelo de expansión violenta. Urge, por ello, reconstruir el equilibrio, la sana convivencia, la iusta pax.

En este sentido, la ciencia jurídica puede ofrecer soluciones globales a un problema que no debe ser resuelto con las herramientas enmohecidas del derecho internacional, reo de conceptos caducos —soberanía y Estado-nación—, y esclavo de la guillotina revolucionaria. El derecho ha de ser un instrumento más en el diálogo de las civilizaciones, pero no una imposición unilateral que menoscabe la herencia cultural de otras parcelas del mundo.

Estamos, pues, ante un reto único en la historia de la humanidad: retornar a un legalismo voluntarista, miope en sus análisis, al servicio de oligarquías disfrazadas de legitimidad; o avanzar hacia un derecho global de principios racionales, que no positivistas, amparados por jurisdicciones universales, no soberanas, de libre adscripción personal. He aquí el triunfo de la libertad. Algo de esto dijo ya el gran jurista medieval Bártolo de Saxoferrato.

Esta utopía indicativa sólo podrá concretarse si apostamos, con decisión y sin ambages, por un nuevo estilo y una nueva hermenéutica, que recoja el gran tesoro de las herencias grecolatina y judeocristiana, piedras fundacionales de las altas culturas de Occidente y, por ende, del nuevo derecho global, inseparable compañero del proceso de democratización mundial. Así, este ius universale deberá basarse, no en un paradigma frío de voluntarismo positivista, sino más bien, en un nuevo impulso en el que prime, sobre todo, la solidaridad, el respeto mutuo y la razón, desprovista ya de complejos y quimeras radicales.

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