» Ciencia y Fe » Relativismo y Cultura » Tolerancia y Progresismo
El Diccionario de la Tolerancia (I)
Pocos conceptos sociológicos se han usado con tanta profusión en los discursos internacionales y poquísimos se encuentran tan mal aclarados y entendidos. La tolerancia se ha convertido, como tantas, en una palabra retórica. El año mundial de la tolerancia debería servir, qué duda cabe, para vivirla (con verdadera tolerancia no se daría el penoso, vergonzoso y trágico desastre de Yugoeslavia), pero más aún para aclararla. Tal parece que los intelectuales se han dado más, con motivo de este año, a hablar de la tolerancia que a precisar lo que significa.
Un error histórico
En la recta intelección de esta importante categoría de la convivencia humana se parte de un supuesto histórico equivocado: que la intolerancia aparece en la historia del hombre cuando una doctrina religiosa —el cristianismo, y aun el catolicismo— pretende sostener una verdad absoluta —más: trascendente y sobrenatural— y la tolerancia nace cuando el moderno racionalismo de la Ilustración defiende los fueros de la libertad religiosa, precisamente en el momento (1753) en que Françoise Marie Arouet, conocido como Voltaire, pone en circulación su Tratado sobre la tolerancia.
Hay en esto no uno, sino varios equívocos.
Por un lado, el notable fenómeno de los mártires pone de manifiesto que el cristianismo, lejos de introducir la intolerancia en la sociedad de su tiempo, la padece, con un padecimiento que no ha sido fácilmente igualado, ni siquiera tal vez en las masacres soviéticas y nazis. Pero, sobre todo, se ignora que la definición y precisión del riguroso concepto de tolerancia (la tolerancia sugiere en algún caso falta de rigor pero su concepto exige una precisión rigurosa), fue definido, de manera que hasta ahora no ha podido superarse, por un fraile ¡dominico y medieval! Dice Tomás de Aquino que «en el régimen humano la autoridad tolera con acierto algunos males para no impedir algunos bienes o para que no se incurra en males peores» y apela para ello a una afirmación hecha por San Agustín ocho siglos antes, que tiene aún plena vigencia: «si proscribes a las meretrices de la sociedad humana, perturbarás las pasiones libidinosas de toda la sociedad».
No se sabe que la tolerancia de Voltaire, de donde arranca nuestro concepto contemporáneo, es muy poco tolerante. Por un lado, el escrito de Voltaire más que un estudio sobre la tolerancia es un ataque a la intolerancia, a todo fanatismo, y especialmente al fanatismo religioso. Por otro lado, la exaltación poco menos que absoluta de la tolerancia se logra mediante la infravaloración de las verdades absolutas (llámese esta devaluación relativismo, escepticismo, agnosticismo, indiferentismo) pues todas las verdades trascendentes «contribuyen igualmente al bien de la sociedad», no importando más que esta finalidad utilitaria y no su valor de verdad. Finalmente, siendo para él la tolerancia el bien máximo de la convivencia humana, pone a la religión -cualquier religión? a su servicio: las religiones son útiles —pragmáticamente útiles, sirva el pleonasmo—para que la tolerancia no se convierta en libertinaje; son un freno —ésta es la palabra que emplea— para los posibles excesos de la tolerancia. Pero, además, la tolerancia volteriana es intolerable con el intolerante; no ya con la intolerancia sino con la persona que la sustenta. No deja de ser una paradoja que la consigna principal del autor del Tratado sobre la tolerancia consista precisamente en aplastar al infame, sea quien fuere el o la infame que habría de ser aplastado.
La tolerancia, el bien y el mal
El mérito de la definición de tolerancia de Aquino, a que acabamos de aludir (tolerar es permitir la existencia de ciertos males para no provocar otros y para no impedir ciertos bienes), consiste en hacer compatibles dos instancias que en este momento se encuentran en contradicción: la inequívoca existencia y oposición entre el bien y el mal; y al mismo tiempo la inexcusable tolerancia que en determinadas coyunturas debe tenerse con quien hace el mal. El mal se tolera y padece, y el bien se defiende y difunde. Para ello es necesaria la convicción de que el bien y el mal existen y son discernibles. Ambas realidades ? difusión del bien y tolerancia del mal? se complementan autolimitándose: la defensa y difusión del bien tiene su límite en la autonomía de la persona, que debe también defenderse, como un bien que es: por ello no puede coaccionarse para que la persona acepte contra su conciencia el bien que defiendo y difundo, y ? en salvaguarda de esa autonomía de su dignidad? tolero y padezco que él defienda y difunda el mal, siempre que a su vez la defensa y difusión del mal, que tolera mi tolerancia, no perturbe la autonomía que yo, igualmente, poseo para difundir y defender el bien.
Esto puede aún sostenerse hoy día: Robert Spaëman ha dicho recientemente que la tolerancia es «el único modo de hacer consonantes los bienes comunes de una sociedad y los derechos inalienables del individuo». La sociedad tiene bienes comunes y universales que deben respetarse, pero el individuo posee igualmente derechos inalienables que se deben salvaguardar. La tolerancia no se entiende del todo del solo lado de los bienes universales ni del solo lado de los derechos individuales, porque es el equilibrio entre ambos.
Tolerancia, autorización y permiso
La definición de tolerancia dada por Tomás de Aquino incluye sobriamente el verbo permittere, permitir (Deus permittit aliqua mala fieri in universo: Dios permite que acaezcan males en el universo, para que no se impidan bienes mayores o se sigan peores males).
Pero la tolerancia, contemporáneamente entendida, no distingue entre cometer, autorizar y permitir. No se trata ya de que los males se cometan al amparo de la tolerancia, pues una ley elemental de la ética humana, que aún rige al menos teóricamente en todas las civilizaciones, nos impide obrar el mal para conseguir bienes o evitar males (ley que se expresa sucintamente, como todos saben, diciendo que el fin? bueno? no justifica los medios? malos? ). Pero tampoco se trata de autorizar que se hagan males, sino sólo de permitirlos.
Es importantísimo entender ? porque ahí se encuentra la vértebra del conflicto? que tolerar el mal no significa que el mal se convierta entonces, por magia de la tolerancia, en algo bueno. Sigue siendo malo, y por eso sólo se tolera o permite. Autorizar, en su sentido más extremo, significa dar autoridad a alguien para que haga algo. Y permitir, también en su sentido límite, tiene el sentido de no castigar. Podrán darse circunstancias en que la frontera entre el autorizar y el permitir pueda llegar a hacerse muy sutil, pero el discernimiento será más fácil si se mantienen vivos en la conciencia del hombre los significados extremos del dar autoridad, por el lado de autorizar, y no castigar del otro lado. Esto explica por qué los partidarios del aborto tienen tanto cuidado en hablar de la despenalización y no de la autorización del aborto.
Tolerancia y proporción
A propósito: ¿no será válido despenalizar, esto es, permitir el aborto, para evitar los evidentes males que se siguen de su prohibición o penalización? La tolerancia no sólo requiere de la distinción entre el bien (el bien no se tolera, sino que se auspicia) y el mal (si no fuera mal no sería tolerado, sino auspiciado); sino además el de una objetiva proporción entre los bienes y los males. Éste es otro punto de los aciertos entrañados en la breve e insuperable definición tomista de la tolerancia: se permite el mal para evitar males mayores o para no anular superiores bienes. La proporción es aquí importante. El permitir cualquier mal, por cualquier razón, es precisamente el permisivismo, cuya fronda hace impracticables los caminos de la sociedad contemporánea, y confunde las sendas de la tolerancia.
Inspirémonos, como siempre, en la acción de Dios: ¿por qué permite Dios que el hombre cometa acciones malas?, ¿por qué permite que la cizaña crezca junto al trigo? Porque al arrancar ahora la cizaña se corre el peligro de arrancar el trigo, ¡y lo que queremos es que haya trigo, no que no haya cizaña! De la misma manera, el único modo de conseguir que el hombre no ejerza acciones malas, es el privarle de la libertad de hacerlas. Se conseguiría un buen comportamiento del autómata, no del hombre. Así traslada San Agustín sus propias cavilaciones a las presuntas cavilaciones de Dios: «pensó que los hombres serían mejores servidores si libremente le servían»; es preferible que haya males con tal de que se salve la libertad.
No es ése el caso del aborto: si se admite que el embrión es vida humana —y no hay modo de no admitirlo sin transgredir el sentido científico y el sentido común? , con la tolerancia de su muerte no podríamos evitar males mayores (¿qué mayor mal que la muerte intencional de un inocente?), ni podrían salvarse mayores bienes (¿qué bien mayor que el procurar la subsistencia de un ser humano inerme?).
Tolerancia y relativismo
Esto nos introduce en el meollo de la cuestión. El concepto moderno de tolerancia parece basarse en el indiferentismo o el relativismo: esto es, en la convicción de que no hay bienes absolutos, que deban defenderse por encima de todo, ni verdades objetivas, en las que no me esté permitido ceder. La tolerancia fincada en el relativismo es herencia indudable de Voltaire, para el que es absurda la pretensión de quien juzga que posee la verdad. El relativismo es, en fin de cuentas, un subjetivismo: no hay bienes ni verdades absueltas (esto es, ab-solutas) de su relación conmigo. De modo y manera que la verdad y el bien lo son sólo en la medida de la relación que yo guarde con ellos; es decir, en el grado en que yo considere aquello como bueno o como malo, como verdadero o como erróneo. Para decirlo al modo del relativismo, no deberíamos personalizar: no es bueno o verdadero lo que yo considere como tal, sino lo que considere como tal cada uno. Claro se ve que, si hay tantas verdades y bienes como individuos, la tolerancia es el valor absoluto válido para todos. Pero, ¿nos salva la tolerancia del caos que se genera por este giro antropológico? Si el bien y la verdad no me trascienden, sino que arrancan de mí, ¿quién me defenderá del atropello de los que consideren que mi mal es su bien? ¿No será la tolerancia el derribo, desde su inicio, de toda eventual defensa?
Si no hay verdades ni bienes absolutos, la tolerancia se convierte, curiosamente, en producto espurio del egoísmo humano. En efecto, si mi verdad es equivalente a la tuya, ¿por qué debo tolerar tu verdad, que es diferente de la que yo sustento, y en cambio no defenderla y difundirla como si fuera la mía? Se me diría que debo tolerarla porque los demás tienen el derecho de sostener sus propias verdades. Esto está muy bien dicho, pero no es lo que yo pregunto. Lo que yo pregunto es: ¿por qué debo sostener mi verdad y tolerar tu verdad si las dos, la mía y la tuya, tienen, por definición, total equivalencia? La única razón que puede darme el relativista es que yo no tolero mi verdad, sino que la sostengo, la defiendo y la difundo, y en cambio no sostengo ni defiendo ni difundo la verdad del otro, sino que la tolero, por la sola y mera razón de que la primera verdad es mi propia verdad y la segunda es la verdad ajena. La tolerancia se ha convertido, así, en el énfasis del egoísmo: a la verdad del otro la tolero, y a la mía no la tolero sino que la afirmo y defiendo. Se ve que la tolerancia del relativista se encuentra a un paso milimétrico de la intolerancia más peligrosa, puesto que tiene su origen en el egoísmo, sostenido como principio.
En efecto, si por el camino de la verdad absoluta y de la tolerancia al error puedo llegar a un equilibrio, por el camino de la verdad sólo relativa y la tolerancia puedo llegar a la tiranía. (Parece indiscutible que el dictador Robespierre, durante el despotismo de la libertad o la época del terror, se inspiró en las ideas de Rousseau y Voltaire).
Ya sabemos lo que ocurre cuando alguien considera que su verdad debe imponerse sobre la de los demás (porque ésta es precisamente su verdad: que «su verdad debe ser impuesta») y tiene poder para hacerlo. Si yo, serbio, considero bueno que los bosnios deban ser extinguidos ? y parece que estoy muy cerca de considerarlo? y si toda verdad es verdadera para cada uno, ¿qué defensa tendrán los bosnios?, ¿qué defensa tuvieron los judíos en tiempos del nazismo?, ¿no era la verdad del racista tan verdadera como la de cada uno? Bien pronto se ve que el relativismo tiene que entrar en retroceso y admitir que hay al menos una verdad universal que debe ser respetada por todos, so pena de extinción: la defensa de la vida humana, de la dignidad de la persona. Y esta verdad es universal y absoluta: porque no hablo de mi vida humana, sino de toda vida humana; ni de mi persona, sino de toda persona: el relativismo se ha desvanecido.
Tolerancia y democracia
La ausencia de un conjunto de verdades inamovibles no puede ser suplida con la democracia. La democracia no es capaz de hacer el milagro para que, por fuerza de votación, lo malo se convierta en bueno y en verdadero lo falso. ¿Habrá alguna diferencia para los bosnios asesinados si su muerte ha sido o no decidida por una parlamentaria mayoría serbia?, ¿tendrán algún consuelo al saber que su muerte ha sido decidida mayoritariamente? Cuando se confunde la verdad con el error, lo bueno con lo malo, se arruinan el pluralismo y la democracia. Como lo dice claridosamente Rafael Termes, «para que todas las opciones privadas sean igualmente válidas, ninguna debe ser verdadera. Ésta es la triste consecuencia del relativismo o pluralismo mal entendido: sin verdad que sirva de punto de referencia, nada es mejor ni peor».
Estamos hablando de un conjunto de verdades. En realidad, para que no hubiera relativismo, habría de admitirse que hay, que se dan, que existen, bienes verdaderos, con independencia de la momentánea consideración personal y humana. Con ese convencimiento, nos abocaríamos a la tarea de buscar esas verdades, y de encontrarlas, porque hay algunas que están muy a la vista. Más aún, si no partimos de esa aceptación, no podríamos entendernos entre nosotros. Es el mismo Termes quien le dice a un interlocutor que no coincide con él en absoluto: «no tengo más remedio que concluir que, si ambos no estamos equivocados, él tiene la razón o la tengo yo; lo que, ni por cortesía, puedo admitir es que los dos tengamos razón». Lo que podría hacerse es tolerar que el otro piense como lo hace pero no admitir que está en la verdad. Porque el principio de no contradicción es una de las verdades absolutas que han de respetarse si queremos relacionarnos como seres inteligentes.
¿Qué otras verdades hemos de aceptar universalmente para vivir en sociedad? Incluso quienes no aceptan verdades absolutas sino sólo reglas de discusión o procedimientos que deben respetarse en cada caso, están aceptando una larga lista de cosas: «aceptan ? dice Termes? que todos los seres que intervienen en la búsqueda del consenso son seres racionales y personas dignas; aceptan que todos admitirán los límites que impone la convivencia; aceptan que cualquier persona, por el hecho de serlo, está inclinada a respetar las decisiones justas, etcétera».
Del director
- Islandia: primer país sin nacimientos Síndrome de Down, el 100% son abortados
- 9 cosas que conviene saber sobre el Miércoles de Ceniza
- Juan Claudio Sanahuja, in memoriam
- Trumpazo: la mayoría de los católicos USA votaron por Trump (7 puntos de diferencia)
- Mons. Chaput recuerda y reitera en su diócesis la necesidad de vivir la castidad a los divorciados que se acerquen a la Confesión y la Eucaristía
- Cardenal Sarah, prefecto para el Culto Divino, sugiere celebrar cara a Dios a partir de Adviento
- Medjugorje: Administrador Apostólico Especial. Por ahora no parece.
- Turbas chavistas vejan y humillan a seminaristas menores