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Un viaje de mil años de duración
En el viaje a Turquía que Benedicto XVI inicia hoy no habrá papamóvil. El uso de tan peculiar vehículo comenzó en 1979 durante el primer viaje a México de Juan Pablo II. A pesar de la difundida opinión de que se recurrió a él para proteger al Papa, la verdad es que empezó a utilizarse para hacer al Pontífice visible a los fieles. Sólo sucesivamente, tras el atentado de 1981, experimentó el papamóvil las modificaciones que conocemos, con el añadido de cristales blindados, de manera que siguiera siendo posible el contacto con la gente, salvaguardando a la vez la incolumidad del Pontífice.
En Turquía, sin embargo, no habrá multitud alguna. Los pocos cristianos que estén presentes en Estambul —menos aún habrá en Ankara— no se agolparán en las calles, sino que aguardarán a Benedicto XVI en la iglesia local. Los musulmanes interesados por la presencia del Papa en Turquía, por su parte, tal vez estén más atareados en dejarse ver en la nueva veste de progresiva fusión del sector nacionalista y del ala fundamentalista islámica, alarmante realidad que por lo demás podría ser la causa de la decisión de algunas autoridades, explicable en clave interna, de desdeñar este viaje.
El moderno Estado turco es relativamente reciente. Fue fundado por Mustafá Kemal Atatürk en 1923, y adoptó, desde sus orígenes, una ordenación institucional rigurosamente laica. La Constitución actualmente en vigor, a pesar de dos golpes de Estado y de muchos años de crisis económica, ha mantenido ese carácter no confesional de los orígenes. La singularidad única de la capital, Estambul, antigua Constantinopla, reside en el hecho de ser la encrucijada de tres grandes confesiones monoteístas presentes en Oriente: cristianos católicos, ortodoxos, musulmanes.
Este viaje de Benedicto XVI es la tercera visita que un Papa realiza a Turquía. La primera fue la de Pablo VI en 1967, marcada por el célebre encuentro con el Patriarca Athenágoras, significativo jalón del ecumenismo entre las iglesias cristianas. La segunda fue la de Juan Pablo II en 1979. En ambos casos, ninguno de los dos pontífices hizo mención a la mayoría musulmana del país. Sólo Pablo VI, citando la Declaración Nostra Aetate, dirigió desde Estambul un saludo breve y formal en francés al líder de los musulmanes. Juan Pablo II, en su encuentro con las autoridades turcas, ni siquiera pronunció la palabra islam.
Esta actitud de los predecesores de Benedicto XVI se debía fundamentalmente a la consideración por el carácter laico del Estado y la ordenación de la República turca inaugurada con Atatürk, además de al respeto por la libertad religiosa. Hoy, sin embargo, la situación ha cambiado completamente. Tenemos, por un lado, la fundamental cuestión de los derechos humanos, que demora el ingreso de Turquía en la Unión Europea, y tenemos también, por otro, la cuestión del islam. Esta última se deriva de la explosión del integrismo tras el 11 de septiembre, y hace particularmente delicada la visita de Benedicto XVI. De hecho, son muchos quienes se preguntan incluso por los porqués de un viaje tan poco en consonancia con la lógica política del momento.
Si las reacciones integristas tras el discurso de septiembre en Ratisbona hablan por sí mismas, las relaciones con los ortodoxos, por su parte, aparentemente no parecen prometer grandes logros. Como es sabido, las dos grandes iglesias cristianas siempre viajaron en paralelo y en unión durante el primer milenio, mientras que en el segundo vivieron separadas. El Gran Cisma tuvo lugar formalmente en 1054, concretamente cuando el Papa León IX y el Patriarca Miguel I Cerulario se excomulgaron mutuamente, aunque el divorcio institucional no hizo más que rubricar de manera definitiva una separación cultural y lingüística entre Oriente y Occidente que se remontaba a los tiempos de los Padres de la Iglesia. Algunos historiadores han subrayado que el motivo fundamental de la división fue la reivindicación por el obispo de Roma de su primacía sobre los cuatro patriarcados de Oriente, aunque tal vez haya que detenerse a reflexionar sobre los verdaderos motivos políticos que estaban en juego, y por encima de todas las relaciones entre religión y política. En efecto, si desde la misma época del papa Gelasio I subsiste en Occidente una clara distinción entre religión y Estado, o, como recita el título de
una obra delcanonista francés Hugo de Fleury, entre realeza y sacerdocio, en Oriente esa distinción nunca se planteó de la misma manera.
Constantinopla se convirtió, a partir del siglo IV, en la capital del mundo, y el Emperador de Oriente era al mismo tiempo rey y sacerdote, sin una clara distinción entre política y religión. Tampoco el islam, por su parte, ha distinguido siempre ambos niveles, y el carácter laico integral reivindicado por el Estado turco fue también una respuesta ante esta confusión de niveles presente en las actitudes religiosas del pueblo.
Debe reconocerse que la gran novedad de hoy son las buenas relaciones entre el Patriarcado Ortodoxo y la Iglesia Católica. En esta ocasión, en efecto, cada uno de los máximos dirigentes tomará parte en las funciones religiosas del otro. El Papa asistirá a la liturgia ortodoxa en el Fanar, mientras el Patriarca asistirá a la liturgia católica en la catedral de Estambul. El Papa y el Patriarca se hablan, se escriben, se mandan invitaciones que vienen aceptadas por ambos y correspondidas. Nadie hubiera podido prever un comportamiento análogo no sólo hace cien años, sino ni siquiera hace cincuenta. Si en la época del viaje de Pablo VI la visita y el encuentro con el Patriarca supusieron un acontecimiento único, una frontera inigualable del ecumenismo, ahora nos hallamos ante una reciprocidad de relaciones estable y habitual.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la situación de las minorías étnicas y religiosas no es de las mejores en Turquía. Nos encontramos a menudo frente a una situación de emergencia que afecta tanto a la Iglesia católica como a la ortodoxa. Este contexto hace que las relaciones entre cristianos sean muy semejantes a las existentes en el primer milenio, cuando el Papa y el Patriarca se consideraban, a pesar de todo, unidos en la defensa de la libertad religiosa. Por esto no pueden desconocerse las importantes expectativas que los ortodoxos alimentan ante la presencia en Turquía del Papa, especialmente y sobre todo en materia de defensa de los derechos humanos. En este sentido, no hace mucho que el Patriarca declaró que todos confiaban en una explícita declaración del Papa en favor de la defensa de las «minorías», un eufemismo que es sinónimo del derecho a la libertad religiosa, en lo que atañe sobre todo al derecho a la expresión auténtica de los respectivos cultos.
Actualmente, la actitud del Papa se distingue de la de los otros líderes religiosos, cristianos o no. Benedicto XVI quiere transmitir un testimonio de abnegación y de sobriedad, revelando el profundo y exclusivo sentido religioso de la misión que lleva a cabo. No actúa siguiendo una lógica de utilidad política, precisamente porque, en caso contrario, en la situación actual, no habría proyectado en absoluto un viaje como éste, en un momento como el presente. El Papa acude a Oriente para llevar un mensaje de identidad y de paz, un testimonio personal del esfuerzo y de la responsabilidad que tal objetivo conlleva, con la misma mentalidad con la que Juan Pablo II fue a llevar al pueblo de Israel en Tierra Santa un mensaje de perdón. La carta que lleva Benedicto XVI esta vez no será depositada en el Muro de las Lamentaciones, sino entregada con el calor —y digámoslo también, con el riesgo— de una presencia personal.
Tales expectativas no son un asunto marginal porque en Turquía las minorías religiosas padecen la falta de un reconocimiento de tipo jurídico que salvaguarde las distintas identidades y sus relaciones mutuas, mientras que el derecho a la libertad religiosa corresponde al artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos humanos y constituye un elemento irrenunciable de legitimación internacional.
El viaje del Papa es, en todo caso, un itinerario que viene de lejos, un camino iniciado ya hace tiempo, de un milenio de duración y que en los últimos años ha acelerado sus pasos. Y llevar un mensaje de adyacente identidad implica siempre, además del peligro de ser «usado», una generosa apertura que no es exclusivamente política, que no se deja interpretar en los márgenes de un limitado y coyuntural cálculo de intereses.
No se trata en este caso de unir o de defender Occidente de la expansión de la violencia integrista, ni mucho menos de atrincherar a la Iglesia en una identidad semejante a la cárcel de un rey; se trata, por el contrario, de escuchar y de mostrar auténticamente lo que se es, cómo se piensa, qué valor tienen las propias ideas y las propias convicciones. Y es que, en realidad, lo que impulsa el Papa al encuentro de Estambul se parece mucho a esas motivaciones que Thomas Mann definía «consideraciones impolíticas». Y hoy resulta realmente indispensable que alguien dé un paso audaz en esa dirección, por más que pueda costar desde un punto de vista personal.
Es evidente, sin duda, que nos hallamos ante una gran cita de la historia, y este importante encuentro de mutuo reconocimiento de la identidad común sólo podrá realizarse con el concurso de todos y sólo si todos tienen el coraje de vencer el temor más peligroso e insidioso que existe, el terror a afrontar el propio tiempo.
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