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La pesadilla
Una puesta de sol bronce y oro acaba de desvanecerse en el poniente. Sombras grisáceas trepan sobre todas las cosas del cielo y de la tierra, el viento iba aumentando; un viento que ponía su dedo frío sobre la carne y el espíritu. Los arbustos del fondo de mi casa comenzaron a susurrar como conspiradores, y luego a agitarse, haciendo señales como manos salvajes. Yo estaba tratando de leer a la moribunda luz un largo poema de un periodo decadente. Un poema sobre los antiguos dioses de Babilonia y Egipto, sobre sus templos ardientes y obscenos, sus fases crueles y gigantescas.
«¡Oh! ¿Es que amaron al Dios de las moscas, que martirizaba los hebreos y fue sumergido en el vino hasta la cintura, o a Pasht, que tiene por ojos verdes aguas marinas?» Leía este poema porque debía hacer su crítica para el Daily News, a su modo, era poesía genuina. Pintaba realmente una atmósfera, un humo fragante y sofocador que parecía realmente provenir de la esclavitud en Egipto o del incendio de Tiro. No tiene muchas cosas en común, gracias a Dios, mi jardín, con su línea horizontal inglesa de un gris verdoso, y esa visión enloquecedora de palacios pintados, enormes y horribles ídolos y monstruos en soledades cubiertas por roja o dorada arena. No obstante, como me confieso a mí mismo, puedo imaginarme en este tormentoso crepúsculo algo de ese olor de muerte y miedo. La ruinosa puesta del sol se perece, en realidad, a sus ruinosos templos: un montón de pedazos de mármol dorados y verdes. Una cosa negra se desprendió de uno de los sombríos árboles y voló hacia otro. No sé si era un búho o un murciélago, pude imaginarme que era un negro querubín, un infernal querubín de la oscuridad, que no tenía las alas de un pájaro ni la cabeza de un bebé, sino la cabeza de un duende y las alas de un murciélago. Creo que si hubiera habido suficiente luz, habría podido estar sentado aquí escribiendo un pavoroso y apreciado cuento, sobre cómo encontré algo por el torcido camino que hay detrás de la iglesia, digamos un perro, un perro con un solo ojo. Luego, encontraría un caballo, tal vez un caballo sin jinete; el caballo tendría también un solo ojo. Luego se rompería el inhumano silencio; encontraría un hombre (¿tendré acaso necesidad de decir que sería un hombre tuerto?) que me preguntaría el camino para ir a mi casa. O tal vez me diría que la casa se había quemado hasta los cimientos. Pienso que podría contar una historieta muy bonita sobre ese asunto. O tal vez soñaría que debería trepar eternamente a los altos y obscuros árboles que se levantan ante mí. Son tan altos que siento como si en sus cimas debiera encontrar el nido de los ángeles, pero, con este humor, serían ángeles obscuros y horribles; ángeles de la muerte.
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Solamente que este humor es irreal. De ninguna manera creo en él. Aquel universo tuerto, con el hombre tuerto y las bestias tuertas, fue creado en un abrir y cerrar de ojos. En la cima del trágico árbol no encontraría el nido del ángel. Solamente encontraría el nido de la causa de la pesadilla; allí donde no está el divino nido de ensueños. En aquél nido descubriré el opaco y enorme huevo de ópalo en el cual se incuba la pesadilla. Por cuanto nada es tan delicioso como una pesadilla, cuando se sabe que lo es. Esto es lo esencial. Es la inflexible condición impuesta a todos los artistas que esbozan el miedo con todo lujo de detalles. El terror debe ser fundamentalmente frívolo. El juicio puede jugar con la locura, pero no se le debe permitir a la locura que juegue con la cordura. Dejemos que los poetas, como el que estaba leyendo en el jardín, tengan libertad de imaginarse deidades afrentosas y panoramas intensos. De todas maneras, dejémoslos que peregrinen libremente entre sus pináculos y perspectivas de opio. Pero esos enormes dioses y esas altas ciudades son juguetes; y ni por un instante debemos permitirles ser otra cosa. El hombre, gigantesco niño, debe jugar con Babilonia y Nínive, con Isis y Astarté. De todos modos, dejémoslo soñar con la esclavitud en Egipto, tanto tiempo como esté libre de ello. En todo caso dejémoslo que se contente con el incendio de Tiro, tanto tiempo cuanto pueda tomarlo a la ligera. Pero los antiguos dioses deben ser muñecos y no ídolos. Su esencia, su verdadera posesión debe ser cristiana y simple. Y así como un niño amará a un caballito de madera o a una espada, aunque sea un sencillo pedazo de madera, de la misma manera el hombre, que es un gran niño, debe amar las sencillas cosas de la poesía y de la piedad, ya sea el caballo de madera que fue el fin épico de Troya, ya sea la cruz de madera que redimió y conquistó al mundo.
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En una de las cartas de Stevenson hay una observación característica y humorística sobre la espantosa impresión que le produjeron durante su infancia las bestias de muchos ojos del Libro de las Revelaciones: «Si eso es el cielo, por Jesucristo, ¿qué será el infierno?» Ahora que, diciendo sobriamente la verdad, existe una idea magnífica en esos monstruos apocalípticos. Supongo que es la idea de que siendo, en realidad, más hermosos o más universales que todos nosotros, se nos presentan en forma terrorífica y hasta confusa. Especialmente, parecen, de todas maneras, tener mayor multiplicidad de sentidos y más visión; una idea asida en forma muy imaginativa gracias a la multiplicidad de ojos. Me agradan mucho los monstruos que hay debajo del trono. Pero me gusta que estén debajo del trono. Cuando uno de ellos, peregrinando por el desierto, encuentra un trono para sí mismo, comienza la creencia del mal, y entonces hay literalmente que pagar al diablo, pagarle con muchachas que bailan o sacrificios humanos. Todo el tiempo que esos seres contrahechos están alrededor del trono, recuerdan que el objeto de su adoración es la semejanza con la apariencia del hombre.
Se me antoja que eso es la verdadera teoría del argumento de los cuentos terroríficos, y que, si un hombre de letras cree firme y sinceramente en ellos, acabará sin duda alguna pegándose un tiro en la cabeza o escribiendo muy mal. El hombre, pilar central del mundo, debe ser vertical y justo; a su alrededor todos los árboles, bestias, elementos y males podrán a su antojo torcerse y entrelazarse como el humo. Toda la verdadera literatura imaginativa es solamente el contraste entre las curvas del destino en la naturaleza y la rectitud del alma. El hombre puede considerar todas las fealdades siempre que no les rinda adoración; pero hay algunos tan débiles, que precisamente adoran una cosa porque es fea. Éstos deben encadenarse a lo bello. No siempre se está equivocado al ir, como Dante, a la cumbre del más alto promontorio para mirar abajo hacia el infierno. Mirar hacia lo alto creyendo ver el infierno es cometer un grave error de cálculo.
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Por lo tanto, no veo mal alguno en cabalgar esta noche con la pesadilla; su lamento me llega desde la agitada cima de los árboles y del aullido del viento, la asiré y la conduciré a través del aire horrible. En la tormenta que va creciendo, parecería que a los bosques y a la cizaña se les quisiesen arrancar las raíces, como si todos deseasen volar con nosotros hacia la luna, como aquella vaca salvaje y amorosa cuyo hijo vivía en la luna. Y llegaremos a aquel punto infinito en el que no existe ni lo alto ni lo bajo, el punto máximo del desbarajuste de los cielos. Contestaré al llamamiento del caos y de las noches antiguas. Cabalgaré sobre la pesadilla, pero ella no me dominará.
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