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Capullos Sin Fronteras

Lo malo de esta costumbre de adelantar hasta noviembre los preparativos de la Navidad es que también madrugan las habituales sandeces de sus objetores. No se trata ya de las consabidas, y siempre algo justificadas, diatribas contra el consumismo y el derroche, sino de la más reciente crecida del multiculturalismo de salón. Las primeras forman ya parte del propio folclore navideño, casi tan «entrañables» como los mazapanes, las lucecitas y el turrón, y constituyen un contrapunto más o menos necesario del manifiesto dispendio que efectivamente se produce al conjuro del consumo masivo. Pero el segundo tiene que ver con un virus mutante de progresía aguda, que bajo la cobertura de un presunto laicismo neutralista esconde un tufo de alianza de civilizaciones tan hostil a la tradición de portales y pastorcillos como proclive a la de babuchas y turbantes. En fin, ya saben: la nueva milonga que protesta de que Baltasar sea negro y el Niño Jesús judío, o el neologismo reduccionista que pretende despojar a la fiesta de su raíz cristiana para ceñirla a una escueta rutina de revista de decoración, con abetos adornados y bolitas de colores, como si tales ritos no proviniesen de una simbología tan religiosa como la protestante.

Esos luminosos maestros de Zaragoza que han decidido clausurar la función infantil navideña para sustituir los villancicos por «poemas de invierno» son el último grito de esta corriente de fundamentalismo inverso. Por supuesto que no han dudado en celebrar con los niños una fiesta tan arraigada como Jalouín, que debe suscitar en la conciencia popular aragonesa una emoción tan profunda como la de la Pilarica. Es la misma vacua mentalidad pendular que el año pasado inventó en Cataluña las «primeras comuniones laicas», o la que ha convertido el honesto y austero matrimonio civil en una parodia del canónico, con su homilía a cargo del concejal de turno y su ceremonial escrupulosamente transferido del rito católico. No consta, sin embargo, que los ilustres pedagogos zaragozanos estén dispuestos a renunciar a las vacaciones de Navidad, que en la laica Europa finalizan el 2 de enero y aquí se prolongan hasta después de Reyes por mor de esa odiosa y opresiva tradición de la Epifanía católica.

Da un poco de pereza discutir sobre esta estupidez flagrante y novelera, que esconde sin embargo un designio liquidacionista de lo mejor de nuestra tradición, no ya religiosa, sino cultural, y una renuncia quintacolumnística a las señas de identidad que conforman la médula espiritual de nuestra forma de ser. Llevada al límite, esta objeción neutralista dibuja el horizonte de una sociedad átona, triste, deshabitada de símbolos e inerme ante el empuje de otras civilizaciones que sí defienden los suyos, y con pocos tiquismiquis a la hora de imponerlos. Una sociedad con velos y sin crucifijos, con chilabas y sin belenes. Cada uno es libre de creer en lo que quiera, pero sugiero modestamente que estos arúspices de la más trivial multiculturalidad se organicen en una ONG para mejor defender su modelo social: Capullos sin Límites, digo, sin Fronteras.

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