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Un Pontífice «torero»

No sé si este artículo se lo traducirán a Benedicto XVI. Si fuera así, posiblemente le extrañaría que un cura en España le llame «torero» y, en ese caso, tendrían que traducirle el significado de la expresión. Ese epíteto se lo dedicamos en nuestro país a alguien que ha hecho una buena «faena», que ha realizado bien su trabajo y que, además, ha mostrado una particular valentía. Por eso no encuentro otra palabra mejor para definir al Papa tras su viaje a Turquía.

El viaje comenzó en medio de oscuros nubarrones. El eco del discurso de Ratisbona llevó a miles de musulmanes a las calles de Estambul y de otras ciudades para manifestarse contra el Pontífice. Con estos precedentes, lo normal habría sido que la diplomacia vaticana hubiera anulado el viaje alegando cualquier problema de agenda. Claro que, si así se hubiera hecho, habría quedado claro a los ojos del mundo que el Papa era un cobarde y que los católicos nos arrugamos ante los islamistas. Por eso, entre otras cosas, el viaje no se anuló. Pero todo hacía pensar que Benedicto XVI pasaría por Turquía con una prudencia rayana en el temor, para no molestar y para que no le molestasen demasiado. Las palabras que Erdogan, el primer ministro turco, le endosó nada más llegar, asegurando que el Pontífice quería ver a Turquía en la UE, parecían indicar que ese iba a ser el tenor de los mensajes que el Papa iba a pronunciar. De hecho, la mayoría de los medios de comunicación dieron por buenas las palabras de Erdogan y titularon como si el Papa efectivamente las hubiera pronunciado.

Eso fue nada más llegar. Poco después la idea de un viaje sumiso y acobardado saltó por los aires. En la mismísima Ankara, la capital turca, Benedicto XVI no dudó en reclamar libertad religiosa auténtica, dejando claro que no basta con que ésta figure en los papeles, como de hecho aparece en la Constitución turca. En Éfeso repitió el discurso de Ratisbona —suprimiendo, eso sí, la cita del emperador Paleólogo— y subrayando que la fe no puede ser utilizada como excusa para la violencia, pues se degrada a sí misma y se convierte en la excusa perfecta para los enemigos de la religión. Después, ya en Estambul, en el marco de un encuentro ecuménico memorable y emotivo, del que se espera dé algún fruto mayor que la declaración conjunta firmada con el Patriarca Ortodoxo, el Papa volvió a remarcar la importancia de la libertad religiosa real, afirmando incluso que debe ser una de las condiciones fundamentales para que un país entre en la UE. En ese mismo mensaje se exhortaba a Europa a no olvidar sus raíces cristianas y a evitar que los nuevos miembros pusieran en peligro los valores que van unidos a ellas.

Además de esto, naturalmente, ha habido otras cosas. En la parte negativa, merece la pena colocar el gesto de la diplomacia europea. En plena visita del Papa a Turquía, hicieron pública la recomendación de que se congelasen parcialmente las negociaciones para el ingreso de ese país en la Unión Europea, por el incumplimiento por parte de los turcos de lo pactado sobre Chipre. ¿No podían haber esperado a que Benedicto XVI estuviera de regreso en Roma? ¿No eran conscientes de que aumentaban considerablemente las posibilidades de un atentado contra el Pontífice? ¿O es que era eso, acaso, lo que buscaban?

En el aspecto positivo, ha habido el buen hacer de un Pontífice —y de un secretario de Estado que se estrenaba a nivel internacional con esta visita— que ha sabido sonreír siempre, ser humilde y sencillo, mostrar a todos que es un hombre de Dios y, de este modo, desarmar a los más aguerridos de sus enemigos. Fue un acierto que no rezara en Santa Sofía —Pablo VI lo hizo, poniéndose de rodillas allí, pero era otra época—. Fue un acierto también que estuviera un minuto en silencio en la Mezquita Azul, lo mismo que lo fue que se despidiera recordando que la Iglesia no quería imponer nada, sino que sólo pedía que la dejaran vivir en paz y en libertad. Su visita a la casa de la Virgen, en Éfeso, nos deja no sólo el recuerdo de su mensaje, sino la escena en ese lugar santo de un Papa que, con su presencia, da mayor relieve a un santuario mariano llamado a convertirse en uno de los más importantes del mundo. Su encuentro con el patriarca Bartolomé I es un aldabonazo a la puerta de la Ortodoxia rusa, que no puede seguir más tiempo cerrando los oídos a la llamada católica.

Por todo eso, por su acierto y por su valor al decir lo que ha dicho y donde lo ha dicho, es por lo que le llamo «torero».

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