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La objeción de conciencia
Uno de los principios inspiradores del Estado de Derecho es, junto a la separación de poderes y la primacía de la ley, el reconocimiento de una serie de derechos propios e innatos a la persona que hoy llamamos derechos humanos o derechos fundamentales. Se trata de derechos que nacen con la persona, que a ella pertenecen y que el ordenamiento jurídico debe reconocer. Ni los crea ni los puede atacar porque el Estado no existe ni está para entrometerse en la vida personal de los ciudadanos, sino precisamente para hacerla posible en las mejores condiciones. Los derechos fundamentales de la persona no son de concesión graciosa de los políticos, sino que son propios de la condición humana.En este sentido, conviene señalar que el Título I de la Constitución de 1978 que lleva como rúbrica De los derechos y deberes fundamentales establece los principios generales sobre la materia. Así, en el artículo 10.1 se señala que «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás, son el fundamento del orden político y la paz social». Es decir, el precepto diseña los grandes criterios o parámetros constitucionales en el que se incardinan los derechos inviolables de la persona, conectados, como no podía ser de otra manera, con la dignidad de la persona y el desarrollo libre de la personalidad. Muy difícil será que se pueda desarrollar libremente la personalidad si el ciudadano no pudiera ser congruente y coherente con los postulados de su propia conciencia. Es más, en la medida en que los derechos inviolables de la persona, el libre desarrollo de su personalidad y su dignidad son fundamentos del orden político y la paz social, los poderes públicos están obligados por el artículo 9.2 de la Constitución a promover las condiciones para que la libertad sea real y efectiva. El Estado no está para imponer criterios o principios sujetos a la libertad como ocurre en el mundo de las convicciones y las creencias, sino que debe facilitar que cada persona pueda ser coherente y congruente con sus propias convicciones y creencias mientras éstas no sean constitutivas de delito. Es decir, si se atropella la libertad de elección de los padres en función de sus convicciones, éstos deben poder ejercer la objeción de conciencia.
Este breve comentario del Título I de la Constitución me parece relevante en orden a buscar el significado constitucional del derecho a la objeción de conciencia como derecho fundamental a partir de una interpretación armónica y sistemática de nuestra Carta Magna. Efectivamente, el derecho a la objeción de conciencia, que se deriva del Título I, que es donde se establecen los principios generales en materia de derechos y deberes fundamentales, en verdad no está como tal reconocido expresamente en la sección primera del Capítulo II, «Derechos y libertades». Sin embargo, el reconocimiento en los artículos 16 y 18 de la libertad ideológica, de expresión y pensamiento implica también, sin más límites que el mantenimiento del orden público, que la persona, para ejercer estas libertades pueda reaccionar jurídicamente ante decisiones del poder que violenten su conciencia pues, si no fuera así, sería imposible el ejercicio de la propia libertad. Claro, se trata de ámbitos en los que están en juego las convicciones y las creencias, los pensamientos y las ideas de los ciudadanos. Que no esté recogido expresamente el derecho fundamental de la persona a la objeción de conciencia en la sección primera del Capítulo II de la Constitución, que es el marco, como dice el artículo 53, de la tutela judicial de los derechos fundamentales de la persona no quiere decir, ni mucho menos, que no se pueda invocar ante quien corresponda en cada caso. Argumentar en sentido contrario supondría desconocer los principios del Título I de la Constitución en materia de derechos fundamentales y, fundamentalmente, practicar un positivismo jurídico que, si recordamos el siglo pasado, dejó sembrados de cadáveres los campos y las ciudades de la vieja Europa. ¿Cómo es posible que se afirme, como hace la Constitución, que el libre desarrollo de la personalidad es fundamento del orden político y social y a la vez se deje, por ejemplo, sin amparo el derecho a la objeción de conciencia?
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