» Baúl de autor » Jorge Trías Sagnier
El odio a España
El odio a España y a todo lo español es el resultado del intento de imponer una filosofía importada
Ese odio, animadversión en el mejor de los casos, que se tiene a España y a todo lo español, a la Nación, al amor a la Patria y a cuanto signifique unidad, odio que padece una buena parte de la izquierda y casi todos los nacionalistas, ¿de dónde viene? ¿es acaso una reminiscencia de las guerras civiles del siglo XIX, como pretenden algunos ignorantes, o es el resultado de 40 años de franquismo, como piensan los que piensan poco? En absoluto. El odio a España y a todo lo español, a su tradición y al pensamiento que se fraguó en nuestro suelo a lo largo de dos mil años, es el resultado del intento de imponer una filosofía importada, y el producto de dos revoluciones que aquí fracasaron a medias: la francesa y la bolchevique.
Desde finales del XVIII algunos escritores elegantes y volterianos comienzan a zaherir a España y todo lo español, llegando incluso la Enciclopedia a afirmar: «¿Qué se debe a España? ¿qué han hecho los españoles en diez siglos?». Desde el Censor se arremete contra «una cierta teología, una cierta moral, una cierta jurisprudencia y una cierta política que nos tuvieron ignorantes y pobres». Quintana, uno de los introductores del enciclopedismo y famoso por su tertulia, llamaba viles esclavos y baldón del universo a sus compatriotas desde el siglo XVI hasta acá, y que no encontraba en la historia de España un sólo nombre que aplaudir, tildando de héroes liberales y patrioteros «a los pobres comuneros, que de fijo se harían cruces, si levantasen la cabeza y llegaran a tener noticia de tan espléndida apoteosis», como escribe la mano maestra de Menéndez Pelayo. Cierto es que el bueno de Quintana se redimió al abrazarse físicamente a la bandera de España cuando los «gloriosos» soldados de la Revolución Francesa arrasaron material y espiritualmente nuestro suelo.
Pero la lluvia fina de una mal entendida «modernidad», el odio a la religión y a nuestras tradiciones, el desprecio por lo propio y la admiración de lo ajeno, fue calando hasta empaparnos los huesos. Durante el siglo XIX se enfrentan violentamente en varias guerras civiles —unos dicen que dos, otros que fueron tres— dos concepciones de España muy distintas, aunque concepciones de España al cabo. Los escritores del llamado 98 no dejaron de quejarse y de maltratar a una nación que no les gustaba nada. Desde el «me duele España» de Unamuno, pasando por esa descripción polvorienta y magistral que hace Azorín de la vida arruinada de los pueblos y ciudades castellanas, hasta llegar a Ortega, que en esto coincide con Quintana, que tiene la ocurrencia de afirmar en La España invertebrada «que la historia de España entera, y salvas fugaces jornadas, ha sido la historia de una decadencia», no ha habido escritores más corrosivos sobre la idea de España que esos del 98. Efectivamente, si para Costa y los de su generación la decadencia y la ruina española tenía sólo dos siglos de fecha, Ortega la extiende, sin más, a toda la Edad Media, la Moderna y la Contemporánea.
Y, claro, si los amaban la Patria pensaban de esa forma, ¿a quién podía extrañarle que quienes, apegados a unos usos u costumbres locales muy arraigados, considerasen que esa España «moderna» iba a terminar de arrasar con sus creencias, imponiendo un modelo importado contrario a la tradición y al pensamiento católico? ¿qué amor a España podían sentir esos catalanes y vascos que veían cómo sus fueros eran pisoteados y quemadas o amortizadas sus iglesias por el liberalismo? ¿qué España nos ofrecía la República si se presentaba protegida bajo los retratos de Lenín, de Stalin y de Marx permitiendo el caos, el expolio y el exterminio del clero? Todo lo que en España ha desaparecido: sus obras de arte robadas, sus claustros arrasados, sus riquezas fungibles fundidas, ha sido en esas dos épocas infaustas de las dominaciones francesa y bolchevique. No hay una sóla obra de arte o documento importante cuyo paradero se desconozca, que no se diga de él: «Se perdió con la invasión napoleónica», «las tropas francesas convirtieron este claustro en establo», «lo quemaron los rojos», «monedas y plata fueron fundidas para pagar a Moscú».
Hoy España sí que es diferente, por fortuna. La Constitución de 1978 y la monarquía son la garantía de la libertad. Liberales y católicos ya no somos enemigos, ahora somos aliados. Sólo unos trogloditas pueden seguir alimentando el odio a España cual si estuviésemos inmersos en épocas pretéritas. Como en tantas otras ocasiones ha sido la Iglesia la que ha vuelto a poner sentido común a través de su última Instrucción Pastoral. Ahí se distingue entre el nacionalismo disolvente del que no lo es, se reconoce la unidad histórica y cultural de España y se recuerdan las sabias palabras, apelando a la unidad y contra el separatismo, de Juan Pablo II a los obispos italianos en un momento de zozobra para la unidad de Italia. España es hoy digna de ser amada y bien tratada.
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