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Luces de Navidad

Recordaba hace algún tiempo el periodista Carlos Herrera en uno de sus artículos a un hombre que fue muy especial; hijo de un modestísimo matrimonio, nació en una cuadra, se crió en una carpintería de la localidad galilea de Nazaret y hasta que cumplió treinta años fue uno más de los jóvenes de su lugar. No tuvo más que tres años de vida pública, durante los que anduvo predicando de pueblo en pueblo, sin domicilio fijo y albergándose donde podía; se rodeó de pescadores y campesinos, pues no trató con gentes de las clases dominantes ni con los extranjeros ocupantes de su país, salvo contactos accidentales; difundió su pensamiento solamente por medio de la palabra hablada, ya que nadie sabe que dejara nada escrito; murió ejecutado como un malhechor y su única posesión en el momento de su muerte era una túnica que se sortearon los soldados que le custodiaban.

Hay quienes creen que ese hombre fue hijo de Dios, hay quienes niegan que lo fuera y hay hasta quienes no admiten que haya existido nunca; un inciso: a éstos habría que decirles que si alguien que no existió ha tenido tal influencia en la humanidad, hasta el punto de que la Historia se divide en antes y después de Él (con mayúscula, sí), ¿qué habría pasado si llega a existir? Pero volviendo al asunto, lo cierto es que a pesar de todas las circunstancias desfavorables que le rodearon, sus seguidores se cuentan en la actualidad por centenares de millones en todo el mundo y su doctrina ha llegado hasta nuestros días y es un elemento fundamental de lo que se conoce como la civilización occidental; tanto es así, que sin ella Occidente no sería lo que es. En su memoria se han realizado magistrales obras de arte, levantado grandiosos monumentos, escrito piezas literarias insuperables, sin contar todas las fiestas populares basadas en personas o hechos relacionados con Él que se celebran desde Escandinavia hasta Andalucía y desde el río Grande hasta Tierra del Fuego; su doctrina ha inspirado además importantes escuelas filosóficas. Desgraciadamente, me apresuro a decirlo, sus seguidores también han cometido en su nombre, usándolo torticeramente y olvidando que las bases de sus enseñanzas son el amor y el perdón, terribles crueldades y abusos intolerables, además de haber provocado feroces guerras.

Quien no se haya aburrido de leer hasta aquí se habrá dado cuenta de que Carlos Herrera y el que suscribe hablamos de Jesucristo, de cuyo nacimiento se conmemoran dos mil seis años dentro de unos días: es la Navidad, tópico motivo de fiesta, de alegría, de reunión familiar. Las ciudades se engalanan, se llenan de elementos decorativos, de funciones para los niños. Se encienden luces multicolores en las calles, los comercios, las fachadas; se organizan conciertos, se celebran comidas de hermandad. Pero, ¿paradoja!: desde hace unos años se viene asistiendo a una desaparición total en todos esos festejos e iluminaciones no solo de la figura de Cristo y del recuerdo de su venida al mundo, sino de cualquier alusión, aunque sea remota, a ellos. Se ha impuesto un grotesco personaje vestido de rojo cuya imagen vemos por doquier junto con árboles llenos de bombillas de colorines, costumbre ésta copiada de países donde siempre ha existido cariño por los árboles y en los que adornar un abeto por Navidad es una manifestación del sincretismo del pagano culto al árbol y la adoración cristiana a Dios; en España, no lo olvidemos, el árbol ha sido y es para mucha gente un elemento peligroso y vitando y a nadie, durante siglos, se le ocurrió asociarlo ni remotamente a algo divino, menos aun al nacimiento de Cristo. Las luminarias de las calles lo mismo pueden servir para una feria de muestras, un acontecimiento deportivo importante o una gran verbena, pues nada en ellas recuerda el fondo de la celebración; entre esas luminarias aparecen letreros que pregonan: ¿Felices Fiestas! Cabe preguntarse: ¿Fiestas de qué? ¿De la matanza del cerdo, del solsticio de invierno?

No para ahí la cosa; hay libros de español para extranjeros en los que en la descripción de las fiestas de nuestro país se reduce la de la Navidad a decir que son unos días en los que se adornan las ciudades y la gente compra regalos para familiares y amigos; en varios colegios públicos de diferentes ciudades se ha suprimido la función de villancicos, unas veces alegando su sentido religioso incompatible con un organismo no confesional, otras pretextando que hay alumnos inmigrantes no cristianos a quienes los villancicos podrían molestar; a esto habría que oponer que tal vez haya más alumnos españoles y cristianos a los que disgustará que se les prive de esa fiesta, pero no parece se le ha ocurrido a nadie. Cierto que quedan todavía ayuntamientos y entidades particulares que instalan belenes, pero éstos solo excepcionalmente se pueden exponer en las calles por obvias razones, así que su presencia suele pasar inadvertida.

El absurdo de una Navidad sin Jesucristo es como el que sería conmemorar el descubrimiento de América sin mencionar a Colón pero mucho más grave y trascendente, pues se está negando o, peor aun, renegando de lo que constituye el fundamento de la sociedad occidental desde hace más de quince siglos.

El firmante es muy pesimista, pues ve en esto un síntoma (hay algunos más, pero no hacen al caso) de que Europa camina hacia su decadencia; un proceso comenzado ya hace tiempo en el que España parece haber tomado la cabeza. Que El que nació hace dos mil seis años quiera que esté equivocado. A pesar de todo, ¿felices Pascuas de Navidad! Las luminarias de las calles lo mismo pueden servir para una feria de muestras, un acontecimiento deportivo o una gran verbena, pues nada en ellas recuerda el fondo de la celebración

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