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Desorientación laicista

Por más que se obcequen algunos políticos jamás anularán la libertad religiosa del hombre

Berlín, 1948. Un soldado norteamericano hace guardia todas las noches en el puesto fronterizo de la zona estadounidense con la rusa. Al otro lado de la valla cumple el mismo deber un soldado soviético con el cual el americano entabla relación amistosa. Todos los días, al avisarle el mando de que está a punto de finalizar su guardia y de su inminente relevo, el soldado norteamericano dice: «Sólo faltan cinco minutos, gracias Dios mío». El ruso responde también diariamente: «Sí, solamente cinco minutos, gracias a Stalin». Una noche el americano preguntó a su compañero soviético ¿Qué vas a decir cuando muera Stalin? El ruso contestó con alivio filosófico: Entonces diré, ¡gracias Dios mío!

Aquellos soldados no podían imaginar que, cuarenta años después, sería la fuerza de la libertad, y especialmente, la fuerza de la libertad religiosa, la que acabaría derribando la tiranía del socialismo real, liberando de éste a media Europa.

La anécdota es divertida. Pero la categoría a extraer de ella resulta enormemente aleccionadora. Revela algo que está en la superficie: Occidente, desde California hasta los Urales, con el Atlántico de por medio, constituye un foco expansivo de cultura y pensamiento cristianos.

Si profundizamos, el relatado episodio de la Guerra Fría, nos ofrece otra enseñanza que no debiéramos olvidar nunca. Que por más que se empeñen todos los gobernantes en borrar la presencia de Dios de la vida pública, imponiendo de alguna manera el ateísmo, la búsqueda de lo trascendente es inherente al ser humano. Que por mucho adoctrinamiento que trate de imponer un usurpador Estado docente a través de una ética de bolsillo, siempre habrá esparcidas entre esta cultura de la posmodernidad, y prestas a germinar, las semillas de la fe. Que por más que se obcequen algunos políticos, desnortados por un laicismo decimonónico y de neta raíz masónica, jamás anularán la libertad religiosa de todo hombre, ni siquiera pertrechándose de confusos manifiestos de ocasión.

El laicismo sigue siendo, con sus errores y sus paganos incentivos, la peste de nuestro tiempo. Constituye, a la vez, la amenaza mortal para nuestra convivencia política y para nuestra vida cívica. No basta con señalar y condenar este mal. Se necesita un esfuerzo constructivo capaz de contrarrestar la influencia desintegradora del laicismo en cada ámbito de la vida pública: en el hogar, en la escuela, en el trabajo, en la Justicia, en el Parlamento, en los medios de comunicación... Porque tal cual es el hombre, así son, en último término, todas las instituciones de la actividad humana.

Los obispos españoles con su reciente Instrucción Pastoral han formulado el diagnóstico y prescrito el tratamiento. A los fieles católicos nos corresponde aplicar la terapia para combatir ese virus letal.

Nuestro compromiso es demostrar a la sociedad que la Doctrina Social de la Iglesia no es mera hojarasca ni vana palabrería, sino que es realismo rotundo y decisivo. Que la aplicación práctica del pensamiento cristiano resulta eficaz en proponer soluciones al orden social y político y permite la cura de males que aquejan a la azarosa época que nos ha tocado vivir.

HA llegado el momento de defender toda la verdad del hombre que se encuentra acosada por un relativismo comodón y vacilante que despoja al individuo del más mínimo valor moral y le arroja a una desangelada y gris intemperie en donde resulta incapaz de discernir entre el bien y el mal.

Estamos pues en la hora de volver a afirmar la necesidad de que cada uno de los cristianos acepte y también practique la plena concepción de la verdad cristiana como una verdad indivisa de la cual no se pueden desintegrar ciertas partes para quedarnos solamente con otras de ellas. No tengamos miedo a ir contracorriente. No nos arredre el deber de coherencia. No nos abrume ser minoría si lo somos de forma activa y fervorosa en la creación de una cultura fecunda y vitalmente humana.

Seamos ese grupo de hombres que hallándose en sombra, busca la luz con esfuerzo y confianza. Ni podemos ni debemos callar, pues nuestro silencio sería interpretado como ausencia de convicciones y de soluciones ante tanta desazón social.

¿Cómo se explica la fuerza arrolladora del primitivo cristianismo, que en circunstancias desfavorables ganó un imperio hostil como fue el Imperio romano, y la menor influencia colectiva que hoy ejercemos los fieles a Cristo? Creen muchos ser cristianos y por cristianos son tenidos, pero jamás se han sentido conmovidos por la gloria de la verdad, que es Cristo en acción. Con su apatía son cómplices de quienes se aplican a la destrucción y al caos.

A veces critican y deploran la decadencia de la moral y la corrupción de la vida pública, pero no sienten obligación alguna por detenerla, incapaces de comprender la paradoja cristiana de que para enriquecerse, el hombre deber perder, y para tener, debe dar.

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