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San Gilberto

Como la Iglesia está integrada por hombres, es natural que a veces yerre; como la guía el Espíritu, es también natural que rectifique sus yerros. Siempre he considerado que uno de los más graves yerros de la Iglesia es que los católicos aún no podamos invocar a Chesterton como sin duda merece: san Gilberto. Leo con alborozo en el semanario «Alfa y Omega» que se acaba de iniciar la causa de beatificación de Gilbert Keith Chesterton, uno de los más grandiosos escritores de la historia y, sin lugar a dudas, el más sagaz, divertido y luminoso de los apologetas de la fe católica del siglo XX. A los relatores de la causa les bastará leer las obras de este titán de la pluma —tan delicadamente paradójicas, tan hondas y amenas, tan tocadas por la Gracia— para descubrir que no ha habido mortal que merezca más cabalmente el reconocimiento de su santidad; y no se me ocurre acto más congruente con Benedicto XVII —quien, sin duda, será recordado como «el Papa de la Razón», el Papa que hizo más inteligible a Dios a través de la inteligencia— que la canonización de Chesterton, que dedicó su vida al mismo esfuerzo, con resultados tan hermosos y perdurables.

Tengo entendido que, para que prosperen las causas de beatificación y canonización, debe acreditarse la comisión de varios milagros. De Chesterton, desde luego, pueden acreditarse cientos de miles. Ignoro si mediante su intercesión los tullidos han recuperado el movimiento y los ciegos la vista; sí puedo asegurar, en cambio (quien lo probó lo sabe), que la lectura de sus libros ha abierto las esplendorosas estancias de la fe para muchos lectores que deambulábamos por pasadizos sombríos. Y aquí convendría delimitar la verdadera naturaleza de los milagros, a la luz de lo que el propio Chesterton escribe en Ortodoxia. Fijémonos en los que realizó Jesús: cualquiera de ellos —curar a los enfermos, multiplicar los panes y los peces, incluso resucitar a los muertos— palidece ante el que sin duda es el más pasmoso de todos ellos: que unos pescadores analfabetos se convirtieran en anunciadores del Evangelio. También Chesterton ha conseguido, a través de sus libros, que quienes se aproximan a ellos en busca de un mero deleite estético e intelectual reciban el don de la fe. Alcanzar ese don siempre tiene un componente milagroso; alcanzarlo a través de la inteligencia constituye el más vertiginoso y acendrado de los milagros. Los lectores de Chesterton, como aquellos pescadores analfabetos que escuchaban las predicaciones de Cristo, hemos saboreado el suculento placer que procura la aproximación a lo sublime a través de la inteligencia.

Las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan me reclaman a veces recomendaciones de lectura. Me permitirán que en esta ocasión, para celebrar el inicio de la causa de beatificación de mi escritor predilecto, les lance una propuesta. Se trata de un libro que resume en apenas trescientas páginas la historia de la humanidad, que es también la Historia de la Salvación; uno de esos libros —como Las confesiones de san Agustín o la poesía de san Juan de la Cruz— que constituye en sí mismo una obra maestra de la literatura, pero que al mismo tiempo es algo más, mucho más: es la gracia divina hecha escritura, transmutada en palabras gozosas, de una belleza y un ardor intelectual, de una amenidad y una hondura tales que quienes las leen tienen la sensación de haber sido bautizados de nuevo. El libro en cuestión se titula El hombre eterno, editado en español por Ediciones Cristiandad. Regálenlo estas Navidades a sus amigos, a sus enemigos, a sus parientes, incluso a sus suegras; y, sobre todo, léanlo ustedes, léanlo con detenimiento y unción, paladeando cada razonamiento, cada paradoja, cada metáfora, cada fulguración de la inteligencia. No se demoren ni un instante más y encárguenlo a su librero. Les aseguro que no les defraudará. Y, después de leído, convendrán conmigo en que a su autor sólo hay un modo de invocarlo: san Gilberto Chesterton. Antes incluso de que lo canonicen.

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