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Laicismo para párvulos

El manifiesto evacuado por la facción gobernante con el muy evidente propósito de refutar la Instrucción de la Conferencia Episcopal nos deja estupefactos por muy diversas razones. A algunas se refería en su artículo de ayer, titulado «Vuelta a las andadas», Álvaro Delgado-Gal. Sorprende, en primer lugar, la elocución tartamuda del bodrio, su sintaxis traspillada e indecorosa; en esto, al menos —sin entrar en otras consideraciones de fondo—, no admite parangón con la Instrucción de los obispos, que saben organizar las frases y dotarlas de sentido. Superada la perplejidad que provoca la expresión paupérrima del bodrio, perturba su tono doctrinario y esquemático, que postula un lector con las neuronas arrasadas por el napalm. Así ocurre, por ejemplo, cuando se caracteriza la religión como factor que obstaculiza la convivencia social; afirmación que se disimula aludiendo a un presunto «fundamentalismo monoteísta», que sin embargo no se distingue de las prácticas y creencias religiosas sanas. Aquí se observa que los redactores del bodrio confunden la laicidad del Estado (esto es, su separación nítida de la Iglesia) con la perniciosa separación entre moral y política, que destruye los fundamentos del Estado.

En el célebre debate que, desde posturas muy diversas, mantuvieron el filósofo Habermas y el entonces cardenal Ratzinger en la Academia Católica de Baviera, en torno a las bases morales del Estado liberal, se llegó a la conclusión de que la supervivencia del Estado dependía de la solidaridad de los ciudadanos, que podría agostarse por culpa de una «descarrilada» secularización de la sociedad. Por supuesto, los ciudadanos religiosos no pueden aspirar a imponer los dogmas que profesan al resto del cuerpo social, pero sí a ejercer legítimamente su influencia en el espacio público. Como sostiene Habermas, la supervivencia del Estado depende de una integración política de los ciudadanos que «no puede agotarse y no puede reducirse a una adaptación del hecho religioso a las normas impuestas por la sociedad secular, en términos tales que el ethos religioso renunciase a toda clase de pretensión». Por el contrario, el orden jurídico y la moral social han de quedar conectados al ethos de la comunidad religiosa, «de suerte que lo primero pueda también seguirse consistentemente de lo segundo». En definitiva, Habermas propone entender la secularización como un doble proceso que «obliga tanto a las tradiciones de la Ilustración como a las doctrinas religiosas a reflexionar sobre sus propios límites».

Pero el manifiesto evacuado por la facción gobernante no aboga por la «sana laicidad» del Estado, sino por lo que Habermas denomina una «modernización descarrilada» de la sociedad, en la que sus miembros se convierten en individuos aislados «que actúan interesadamente, que no hacen sino lanzar sus derechos subjetivos como armas los unos contra los otros». Que a esto, en fin, conduce el divorcio pleno entre religión y política. Cuando el Estado deja de respetar y cuidar aquellas fuentes culturales de las que se alimenta la conciencia normativa de una sociedad (y, desde luego, el cristianismo es fuente medular de la conciencia normativa de las sociedades occidentales); cuando el Estado no entabla diálogo con ellas, ignorando su valiosa contribución al bien común; cuando el Estado renuncia a la voluntad de aunar mentalidades religiosas y mentalidades agnósticas, y destierra a las primeras al ostracismo, tachándolas groseramente de fundamentalistas, la sociedad se descompone y entra en crisis. Pero sospecho que a los redactores tartamudos del citado bodrio nada les interesa tanto como la descomposición social. Aunque ignoran los rudimentos de la sintaxis, no desconocen en cambio que los individuos desvinculados, amputados de esas fuentes que alimentan la conciencia normativa de la sociedad, son infinitamente más frágiles y manipulables. Son párvulos con las neuronas arrasadas por el napalm.

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