Redimir a un hombre
Una tarde de octubre de 1815 un hombre hambriento y cansado llega caminando a la ciudad. Desesperado porque en los albergues no le admiten y no sabe dónde pasar la noche, Jean Valjean llama a la puerta de una casa. Cuando le abren, se presenta: «Señores, soy un ex presidiario. He pasado diecinueve años en la cárcel». El dueño de la casa, el obispo de Digne, se mueve a compasión y le hace pasar. Pide que en su propia mesa pongan un cubierto más y que se adorne para la ocasión con dos candelabros de plata.
Valjean era un modesto trabajador, analfabeto y solitario, que fue condenado a diecinueve años de trabajos forzados por haber roto un cristal y robado una barra de pan para alimentar a los siete hijos de su hermana viuda. En sus largos años de presidio en Tolón se había llenado de odio hacia una sociedad que le trataba de forma inhumana e injusta. Y al salir de la cárcel, se da cuenta de que su orden de libertad, de color amarillo, que debe mostrar dondequiera que vaya, le condena a ser en la práctica un marginado.
Tan sólo el bondadoso obispo de Digne le trata con afecto. Pero, a pesar de recibir de aquel prelado tanta hospitalidad, Valjean se deja llevar por sus impulsos depravados por tantos años de presidio y, de madrugada, roba la cubertería de plata, golpea a su benefactor y se da a la fuga.
La policía no tarda en prenderlo y lo trae a presencia del obispo. Interrogado por los gendarmes, Valjean tiene que soportar un careo con el hombre cuya confianza ha defraudado. Entonces, el anciano prelado, en vez de ratificar las sospechas de la policía, sale en defensa del convicto, asegurando que la cubertería de plata es un regalo que él mismo ha hecho a su huésped. E incluso le reprende amablemente por no haber querido llevarse también los candelabros, que de inmediato introduce en su faltriquera. El presidiario queda libre y este hecho inédito y asombroso determina el cambio de rumbo de su hasta entonces fatal destino.
Con ese gesto memorable, el obispo de Digne redime a un hombre que parecía ya totalmente insensible a la bondad. A partir de ese momento, Jean Valjean, enaltecido por esa nueva e inmerecida muestra de confianza en él, decide empezar una nueva vida, que desde entonces será una incesante epopeya de abnegación.
Esta célebre escena de «Los miserables», esa gran novela de Víctor Hugo, nos presenta al obispo de Digne como un personaje egregio que había entendido hasta qué punto Dios habita en el rostro de sus criaturas más afligidas. Una lección magnífica sobre el fruto de dar una nueva oportunidad a quien ha traicionado nuestra confianza y nos ha hecho daño. Una muestra de la grandeza que supone hacer el bien de un modo que quizá no parece razonable pero que permite a una persona superar las tristes inercias que le empujan con fatalidad hacia el mal.
Los hombres no debemos hacer el bien para ser correspondidos y reconocidos —aunque sea lógico y legítimo desearlo—, sino que obramos bien porque creemos que es siempre la mejor opción para todos, aunque no todos lo sepan valorar o agradecer.
Debemos ser muy prudentes a la hora de juzgar a los demás. Las miserias y los errores de los hombres se deben en buena parte a que han recibido una formación deficiente o errada, y por eso sus fallos no han de ser para nosotros un motivo de indignación sino un estímulo para procurar ayudarles. El verdadero espíritu cristiano impulsa a acercarse con afecto a todos los hombres, y eso aunque sean personas que lleven una vida muy equivocada, o incluso criminal, porque en esos casos —como ha escrito Josemaría Escrivá—, «aunque sus errores sean culpables y su perseverancia en el mal sea consciente, hay en el fondo de esas almas desgraciadas una ignorancia profunda, que sólo Dios podrá medir».
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