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No matarás al hijo concebido
Compatriotas: hoy los pro aborto nos dicen que en Chile esos abortos ocultos son 160.000, cifra absolutamente descabellada y terrorífica, inventada a favor de su legalización.
Años atrás, en una sesión especial de la Sociedad Chilena de Obstetricia y Ginecología, se debatió el tema del aborto, práctica que suscitaba el rechazo bastante general de los especialistas. Pero el vocero de un pequeño grupo disidente, ya muy acorralado, argumentó que no debía confundirse un problema médico (como el aborto provocado) con la religión (cosa que, por lo demás, nadie había hecho). Como varios de los presentes miraran entonces hacia mí, sacerdote invitado, no se me ocurrió sino preguntar al facultativo si él había hecho, al titularse como médico, el juramento de Hipócrates (que incluye, entre otros, el compromiso solemne de no practicar abortos). De mala gana respondió que sí.
—¿Y quién era Hipócrates, doctor?
— ...
—¿Fue un sacerdote egipcio, o un profeta de Israel, o un Papa católico, o un teólogo medieval, o un ... etc.?
Silencio. No se oye, padre. Me contesté a mí mismo, ¡qué remedio!, con el desagrado de quien parece estar vendiendo miel al colmenero: Hipócrates fue un griego del siglo V antes de Cristo, padre de la medicina occidental, pagano dotado de conciencia ética... Baste decir que el problema «religioso» murió allí mismo, con la delicada ayuda de los presentes, que cambiaron de tema.
Por desgracia, hay que volver a recordar en Chile cosas obvias —«no matarás a tu prójimo inocente»— cuando algunos (pocos, gracias a Dios) quieren aborto legal.
Hipócrates sabía que abortar es un delito contra la vida humana, y seguramente intuyó sus agravantes como homicidio: lo practica la madre, que es la fuente de la vida; se realiza en el propio santuario de la vida, que es su matriz; y su víctima es la más inocente de cuantas podamos imaginar, el nonato. No pocos varones son ligeros y aun canallas en esta materia; lo frecuente en las mujeres, en cambio, es el trauma postaborto —actual o retardado— casi indeleble, sin distinción de clases, edades o creencias.
Vamos ahora a un émulo de Hipócrates en nuestros días, el doctor Bernard Nathanson (sí, el de los videos espeluznantes). Es una autoridad creíble en la materia, como responsable directo que fue de unos 75.000 abortos en EE.UU., y como el gran pionero de la legalización del aborto en su país (1973). El relato de este converso a la causa pro vida es casi tan impresionante como esos videos suyos que muestran, por vía ecográfica, al feto condenado que descansa todavía en el seno materno, y luego enfocan los instrumentos torturadores que invaden su morada uterina y que lo acosan, y cómo él se defiende, retrocede hacia la pared posterior y por fin, ya alcanzado, abre la boquita —bocaza— en el terriblemente célebre «grito silencioso», hasta que los intrusos metales lo despedazan y lo sacan del seno de la vida como un desecho.
La gente joven ve mucha porquería moral en la pantalla; por contraste, a todos —salvo quizás contraindicación por estómago débil— debía mostrárseles este espectáculo aberrante que tanto bien hace a las conciencias (¿o la calificación cinematográfica, tan suelta de cuerpo a la hora del sexo explícito, lo etiquetará como «sólo para mayores de 100 años», según el verso de Parra?)
El Nathanson abortista logró su propósito legal a través de los medios de comunicación: los convenció de que la causa pro aborto era —palabra mágica, ábrete sésamo— una causa «liberal» y «progresista». Las encuestas, en Estados Unidos, le eran abiertamente contrarias, pero él y su asociación —confiesa— las manipularon (las inventaron) hasta fabricar un 60% de opiniones pro aborto legal. No es tan difícil hacerlo, ya se sabe; y tanta pobre gente buena se siente más cómoda en mayoría... (El aborto llamado terapéutico —hoy una figura casi inexistente en medicina— juega un papel importante en esta manipulación; es un cazabobos, una primera brecha en el muro de la vida, para colar después por allí todo el resto de la mercancía). Pero sobre todo —ojo, chilenos— el equipo de Nathanson tomó la cifra aproximada de abortos clandestinos al año en su país, unos cien mil, y la convirtió en... ¡un millón! (y le creyeron).
Compatriotas: hoy los pro aborto nos dicen que en Chile esos abortos ocultos son 160.000, cifra absolutamente descabellada y terrorífica, inventada a favor de su legalización, ya que esa cantidad de intervenciones con seguridades sanitarias mínimas sería su argumento para convertirlas en higiénicas, baratas y seguras al amparo de la ley y en clínicas u hospitales públicos. Pero si en Chile hubiera esos 160.000 abortos clandestinos al año, la mortandad materna por esta razón sería altísima, y de hecho no lo es en absoluto. En los Estados Unidos de 1970, esa cifra de muertes fue multiplicada por ¡50! en los medios de comunicación manejados por Nathanson y Cía.: de 200 y tantos se convirtió en 10.000. ¡Había que legalizar esa quirurgia, así fuera por mentiras repetidas hasta el cansancio y por campaña del terror!
En fin, para hacer corto un cuento largo, la empresa de Nathanson convenció a la opinión pública de que sólo los mismos abortos clandestinos que ya había —ni uno más— serían los abortos ahora higiénicos e inofensivos si se legalizaban. Pero el número de abortos (ya legales) aumentó en un 1.500% al cabo de pocos años, y es lo que casi siempre ha ocurrido, ciento por ciento más o menos, en el resto de mundo donde el aborto es legal: pues legal significa bendecido por las autoridades públicas y rodeado de respetabilidad moral; luego esa escalada de 1.500%... ¡era que no!, como dicen los niños. El otro gran lavado de cerebro consistió en convencer al país de que quienes se oponían a la ley de aborto eran sólo las jerarquías católicas, ya ni siquiera los fieles. Obispos malos, ugh, no querer progreso progresista, ufh.
¿Cómo llegó Nathanson a confesar la suciedad de sus métodos y a convertirse en un campeón pro vida? No por conversión religiosa, sino porque encabezó desde 1973 una gran investigación de fetología en Nueva York. Entonces se rindió a la evidencia científica: la vida humana comienza en la concepción. Primero tuvo el valor de retractarse; después se acercó a la religión, y por último —16 años más tarde— se hizo católico. Llegó al bautismo por la fetología.
Si, contra toda evidencia científica, el embrión se considera «un montón de células», como un tumor canceroso o un órgano gangrenado, se están minando las bases mismas de la civilización. ¡Viva Hipócrates, viva Nathanson, viva la vida que algunos entre nosotros quieren segar en el seno materno!
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