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Penumbra moral
La Instrucción Pastoral Orientaciones morales ante la situación actual de España, aprobada por la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, merece la atención de todos los ciudadanos, pues a todos va dirigida y no sólo a los católicos, ya que aporta mucha luz y claridad entre tanta penumbra y confusión. Su publicación resulta muy pertinente ante las graves anomalías y males que, junto a otros bienes, padece la sociedad española. No sólo es que los obispos tengan derecho a pronunciarse sobre la situación actual de España y valorarla moralmente; es que tienen el deber de hacerlo. No faltará quien nos venga con la vieja monserga de la intromisión de la Iglesia católica en la vida política y con la necesidad de establecer una tajante separación entre la política y la religión. El Reino de Dios no es de este mundo. Hay que dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César (pasaje evangélico que, en ocasiones, se interpreta algo superficialmente, pues fue una sutil estrategia para evitar contestar directamente a la pregunta tendenciosa acerca de si les era lícito a los judíos pagar el tributo a Roma), pero eso no impide que el César tenga que dar cuentas ante Dios del ejercicio de su poder, ni que sea posible, mejor aún, necesario, evaluar moralmente las acciones políticas. El ejercicio del poder está sometido, como toda acción humana, a la ley moral. No existe una separación tajante, aunque sí una neta distinción, entre el derecho y la moral.Más obtusa aún sería la objeción de que el pronunciamiento episcopal sobre problemas políticos entrañaría una vulneración del principio de la separación entre la Iglesia y el Estado. Este principio, garantizado por la Constitución y propio de todas las sociedades democráticas y liberales, incluye la aconfesionalidad del Estado, la libertad religiosa de los ciudadanos, pero no la reprobación de los católicos, ni por supuesto de los creyentes en otras confesiones, como sujetos de la vida democrática. Aspirar a la autoridad espiritual no tiene nada que ver con buscar el poder político. La Iglesia católica tiene todo el derecho, sin privilegios ni obstáculos, a intentar hacer llegar su magisterio moral a la vida política. Aunque la moral católica expresara una forma de vida de validez exclusiva para los católicos, algo así como un reglamento interno, tendrían derecho a participar en la vida pública, al menos como cualquier otro ciudadano. Pero no se trata sólo de eso. La moral no se fundamenta inmediatamente en la fe religiosa, sino que es accesible al conocimiento humano. La ley natural no entraña la asunción de verdades de fe, válidas sólo para los creyentes, sino que contiene verdades que pueden ser conocidas por toda persona. La fe, en este sentido, sólo obra como medio para depurar y perfeccionar la labor de la razón. Por eso, la Iglesia no apela sólo a la fe, sino también a la razón de los creyentes y de los que no lo son. Por lo demás, la creencia en verdades morales de validez general no es incompatible con la democracia, que no se fundamenta en el ateísmo ni en el relativismo moral. Por el contrario, sólo ha germinado en sociedades cristianas o en aquellas que han recibido su influencia. La democracia es hija del cristianismo.
El documento es, entre otras cosas, una advertencia contra el oscurecimiento y debilitamiento de la conciencia moral, y contiene un conjunto de consideraciones morales sobre la situación de nuestra nación, que pretenden colaborar en su enriquecimiento espiritual. La causa de este tenebrismo moral se encuentra en la fuerte oleada de laicismo, en realidad, de ateísmo. El objetivo principal del texto consiste, si no me equivoco, en suministrar criterios morales que permitan superar los males de nuestra sociedad, conservando, a la vez, sus bienes. Como todo criterio moral, contiene principios para la acción. La pretensión fundamental de la Instrucción choca contra un falso prejuicio muy asentado en nuestra sociedad, aquel que sostiene que no hay otra moral que la que regula el procedimiento democrático y los contenidos derivados de ese procedimiento. Semejante posición ignora tanto la diferencia entre la moral y el derecho, como la existencia de fundamentos morales de la democracia, ellos mismos no democráticos. Así, la dignidad de la persona humana no deriva de la democracia ni es una exigencia democrática. Por el contrario, es la democracia la que se fundamenta en la dignidad de la persona. Lo mismo cabría decir de la mayoría de los valores y principios morales. En definitiva, ni la verdad en general, ni la verdad moral en particular, dependen del sufragio universal. Éste no garantiza la bondad de las decisiones. Sus ventajas son otras. Pero, naturalmente, para quienes la voz de la mayoría es algo así como la voz de Dios, no habrá nada que moralizar en una sociedad democrática, ninguna penumbra moral que desvanecer. Ésta es quizá la primera barrera que tendrá que superar un documento impregnado de una poderosa autoridad espiritual.
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